que no va a poder rechazar
La vida es una sucesión de acuerdos, el esfuerzo de distinguir los códigos formales que nos rigen mutuamente, las reglas escritas o no que debemos cumplir y que regulan el comportamiento de todos en cada contexto.
La sociedad funciona cuando el trato entre individuos se basa en el respeto, en expectativas ciertas; cuando entre conocidos o desconocidos, en el comportamiento privado o en el público, hay un marco general de confianza.
Un acuerdo es siempre un convenio que se establecen entre dos o más individuos sometidos a cierta norma general, a ciertas obligaciones recíprocas, a ciertas formalidades, con el fin de obtener ventajas, la principal de ellas el mutuo respeto.
La obligatoriedad es el requisito básico para el cumplimiento de esos acuerdos, requisito que, en principio, se basa en la confianza.
Las instituciones públicas y los compromisos formales están concebidos para garantizar el cumplimiento de las obligaciones por los particulares entre sí o frente al Estado. Por eso, la confianza institucional es básica y constituye el elemento fundamental en un gran número de actividades humanas y sociales.
En toda relación de cooperación entre dos o más individuos es necesario el crédito recíproco, saber qué cabe aguardar del otro, su buen hacer.
Pactar es confiar, es tratar con deferencia y dureza, es esperar que el otro respete la palabra dada, es esperar que se cumplan la obligación que nos hemos prometido o la expectativa que sensatamente nos hemos hecho de las personas y de las cosas.
Cuando esto no se verifica, cuando no hay un sistema eficaz de prevenciones y sanciones para quien impone o incumple sus funciones o los acuerdos, cuando se burla el pacto de manera solemne, entonces la confianza se menoscaba, la irresponsabilidad se gratifica y el crédito público se arruina.
Cuando ese crédito público y privado se malogra, entonces ingresamos en el juego de suma cero. En el extremo, lo característico de estas posiciones es que quiebra ostentosamente la confianza institucional, volviendo suspicaz, resignada y absentista a la contraparte. A cambio, si se somete, recibirá poder vicario, ministerios, favores, protección y servicios.
Este vínculo desigual e intimidatorio deteriora la moral pública, se impone la conducta del avispado y del servil y, en fin, se rehace delictivamente la relación desigual que ata al cliente con el amo.
Ése es “il prezzo della sfiducia”, decía el sociólogo italiano Diego Gambetta: el propio de un mundo en el que todos son potencialmente hostiles y en el que la única acción que se emprende es el juego de suma cero, con el evidente deterioro de la organización social y con el único beneficio del avispado o el trepa.