Desde chiquititos creemos factible planearnos un destino; creemos en un futuro lustroso, acomodado. Nadie quiere ser crítico de cine, nos dijo Guillermo Cabrera Infante.
Como tampoco, nadie quiere dedicarse a glosar los libros mayores y menores de otros. En principio, todo el mundo sueña con disfrutar las ficciones, las ajenas y las propias, y sueña con que su porvenir se asemeje a lo que de infante, ese infante ya difunto, quiso merecer.
Pues bien, desde pequeñito, yo quise leer y glosar las obras mayores, las obras de mis mayores, para después parafrasearlas. Como hacemos cuando contamos una película y la representamos ante un público expectante.
Ese soy yo desde niño: no invento nada serio, pero espero transmitir a mi audiencia el amor, el estupor o el candor de los libros que me forman, que me instruyen.
Como tengo un frágil concepto de mí mismo, leo. Leo para mejorarme, para refinarme y, de paso, lo cuento, cuento lo que otros escriben, con el fin de que mis amigos, sí, me quieran más. Les adelanto faena. Ya sé ye es un tópico, pero no acierto a decirlo de otra manera.
Y, de repente, ¿qué descubro? Que todo designio mayor sólo es un privilegio menor, algo fortuito, una chiripa. Todo aquello que importa –como la decencia y el aseo, como la mejora personal y la bonhomía– tardamos en aprenderlo. Nos toca perseverar, ser obstinados.
Por eso, no soporto a los sucios arrogantes, a los sobrados, a los pedantes, a los nobles de cuna que nos lo hacen ver, a los desafiantes, a los pillos, a los dementes que alardean de su locura. Yo soy una persona de orden que reserva sus inclemencias para los libros y la imaginación.
En ese futuro bibliográfico está mi vida, lo que he alcanzado. Pero, una vez logrado, puedo perderlo. No sé qué me reserva ese porvenir (yo, pasados los cincuenta y tantos años, todos los días me lo pregunto: ¿qué será de mí, qué será de mí?). Y ese hecho trivial, tan común, cobra retrospectivamente un gran dramatismo, el augurio de un desastre. Al final, todos calvos. A dos metros bajo tierra (si es que disponemos de un terrenito).
Por eso, leo: para despistarme y aprender, para sofocar esta angustia, para alejarme de mi propio entorno y para olvidar al tipo previsible que doy. La literatura de ficción y la literatura periodística nos devuelven los hechos y su significado, la aventura cotidiana, ese coraje o arrojo que tuvimos o no tuvimos y que ahora nos mejora cuando leemos.
Con Antonio Muñoz Molina, no hay letra pequeña si por tal se entiende prosa intrascendente. Pero hay letra pequeña si por tal concebimos las condiciones escritas y sagradas de un contrato: eso a que se obligan las partes. Y yo me siento obligado a contarlo.