Las palabras que abajo se reproducen forman parte de un prólogo más extenso que escribí para un volumen titulado: ‘Las cosas del rey. Historia política de una desavenencia’ (Akal).
Las autoras del libro, con las que mantengo unas estrechas y amistosas relaciones, no me prestaron mucha atención. Admito ser un pelmazo.
Les hice una recomendación que desatendieron. «Vuestro libro debería ser remitido a Felipe VI, a Juan Carlos de Borbón, a la Infanta Cristina, a Iñaki Urdangarín, a Luis María Anson, a Diego Torres y a la Casa Real en su conjunto. El editor Akal debería haber hecho una labor pedagógica».
Nada de lo que hoy pasa entre monarcas y cortesanos en España se entiende sin este volumen. Proporciona pistas elocuentes. Pero, claro, yo no voy a enmendarle la plana a autores, editores y soberanos. Yo me limito a decir mis cosas. Las del rey las dicen Encarna García Monerris y Carmen Garcia Monerris.
No se pierdan este libro. Hay una fronda de papel inútil que los editores grandes y pequeños publican esperando el milagro. Lo prodigioso es que periódicos, suplementos y letraheridos ignoren nuestra historia más determinante. Y, en concreto, esta obra tan rigurosa. En México se han enterado, ay Dios.
Echar mis cuartos a espaldas
Justo Serna
…La monarquía tiene hoy una gran actualidad, no siempre beneficiosa. El envejecimiento de Don Juan Carlos, que se resistía a abandonar su puesto, nos tenía en un ay. Por un lado, cualquier día podía fallecer en el ejercicio de su cargo. Menudo marrón.
Sin duda, las instituciones y las leyes prevén sin trabas la sucesión. Pero Don Juan Carlos parecía querer recuperar una parte del prestigio que se había ganado por los tiempos del 23-F. La legitimidad que entonces reforzó no era sólo la de un linaje, el Borbón; tampoco era la de una instauración franquista: la designación como sucesor del Caudillo. Era, por el contrario, la legitimación que un acto valeroso daba por oposición a un golpe de Estado, a un pronunciamiento militar en una historia española repleta de alzamientos y de golpes pretorianos.
Por otro lado, la madurez del Príncipe, excelentemente preparado, se celebraba y se reconocía sin apenas oposición, pero esa experiencia y estudios podían quedar estériles si su acceso a la Corona se demoraba, si Don Felipe no estaba legalmente capacitado ni reconocido para aplicarlos en edad razonablemente temprana. El Príncipe podía agostarse y, por tanto, las cosas del rey (las de su padre o las de él) podían ser finalmente una carga, un lastre en efecto oneroso para el país y para la institución. Si además de ello, unimos los escándalos que afectaban a la Casa Real, entonces los riesgos que corría la Corona eran obvios.
Tras pasar por una dictadura militar, el apellido Borbón se instaura o se reinstaura. Si los miembros directos de la Casa se ven envueltos en escándalos financieros o amorosos, entonces el aura se desvanece, el halo se pierde y, por tanto, la sagrada institución monárquica (como gustan de llamarla sus seguidores más fieles) puede quedar a los pies de los caballos, en el lodo, en el lodazal de una cacería o de una granjería mayor.
Una parte de los problemas que aquejan a Don Juan Carlos y a Don Felipe no son nuevos. En el fondo son hábitos heredados, malas prácticas que creíamos desechadas (o picarescas que nos decepcionan).
¿Qué pertenece al rey? ¿Qué pertenece al linaje? ¿Qué pertenece a la Casa Real? ¿Qué pertenece a la Nación? Las autoras de este libro no hablan de Don Juan Carlos ni de sus problemas articulares: cómo dejar bien asentada la institución. No hablan de Don Felipe: cómo asumir modernamente una tradición que en parte es anacrónica. Las autoras de este libro no hablan de las algarabías que han afectado a la Monarquía actual. Felizmente contamos con un sistema parlamentario, con un sistema de partidos, con un sistema en el que el ejercicio del poder soberano está recortado, limitado y conferido a la Nación.
Queda la Monarquía como una institución moderadora que atemperaría las fricciones propiamente políticas. Pero las fricciones políticas afectan a la Monarquía contemporánea desde sus inicios. Son los representantes de los partidos los que establecen y fijan qué papel le corresponde al rey y que asignaciones ha de tener para desempeñar su alto empleo.
En la Transición política posterior a 1975, los principales partidos configuraron y consensuaron una Monarquía parlamentaria, cosa que quedó reconocida en la Constitución de 1978. El rey era algo así como un emblema unificador y, por tanto, las graves decisiones políticas no le correspondían. Su firma sólo sellaba simbólicamente las elecciones que los representantes de la Nación habían adoptado.
Sin duda, no era mala solución para la malhadada historia de la Monarquía en la España contemporánea. Dicha institución había registrado gravísimos problemas dinásticos desde el siglo XIX. Había padecido choques y enfrentamientos por parte de sus desafectos y hostiles. Había participado directamente en soluciones militares, pretorianas, en dictaduras.
Su reputación, incluso, había quedado manchada por negocios financieros de dudosa legalidad e integridad. Y, en fin, no era infrecuente que los monarcas y sus respectivas Cortes montaran auténticas casas moralmente depravadas para su disfrute personal: esto no es una metáfora; indica bien a las claras las alcahueterías que pudieron vivirse en Palacio en tiempos de Fernando VII, de María Cristina, de Isabel II, etcétera.
El siglo XIX español es la constatación de un fracaso institucional: el de la Monarquía, un régimen que malamente pudo incorporar el sistema parlamentario por los hábitos absolutistas de los Borbones y por la mala política de los partidos, enfrentados para capitalizar y manipular al soberano o a la soberana en beneficio propio.
Sinceramente, desde este punto de vista, el caso de la Corona española es calamitoso y políticamente nefasto: sólo las malas experiencias y una cultura moderna han atemperado hoy el circo del Ochocientos, aquella Corte de los Milagros.
Se entenderá por qué, las autoras de este libro lo subtitulan muy bellamente: Historia política de una desavenencia. Durante décadas y décadas del siglo XIX, los políticos parlamentarios españoles quisieron definir el papel del monarca. Se instauraba el Estado-nación y, por tanto, sus instituciones debían quedar delimitadas y con sus atribuciones bien fijadas. De hecho, la racionalidad moderna no implica desechar lo antiguo. Implica delimitar, cosa que en el Antiguo Régimen era menos obvio y menos común.
«¡Viva la limitación que nos da un país, un ambiente, una montaña en lo lejano, y que si nos cierra el camino de las aspiraciones teatrales, no nos impide pensar, ni querer, ni soñar…!”, decía Pío Baroja en ‘Nuevo tablado de Arlequín’ (1917). Justamente es eso.
Durante décadas, los liberales españoles, pero también los exaltados, los realistas, los carlistas, los moderados, los progresistas trataron de delimitar. Trataron de establecer la limitación de la Corona. Eso podía cerrar felizmente el camino de las aspiraciones teatrales. Lamentablemente no fue así y la Corte de los Milagros fue un circo de aspiraciones.
La limitación define el campo de actuación, permite atribuir racionalmente las competencias, favorece pensar en corto, bajo un marco. Pensar en abstracto no suele traer nada bueno. Pensar en términos de dinastía no favorece la sensatez. Pensar en abstracto permite soñar. Justamente, si los políticos españoles del Ochocientos se hubieran frenado, si hubieran frenado las ambiciones de Fernando VII, de María Cristina, de Isabel II y su familia, quizá el siglo XIX no hubiese sido la centuria de las guerras civiles. La Monarquía y sus gestores, la Corona y sus valedores, trastornaron el espacio político, pero lejos de actuar con sensatez, se dejaron llevar por sus ambiciones teatrales.
Este libro es necesario, es disolvente y es edificante. Nos ayuda a entender por qué la historia contemporánea de España es un desastre de dinastías inoperantes y de reyes mal definidos. El rey necesita tener unos ingresos para poder desenvolverse con holgura y con dignidad.
Al mismo tiempo que en España se definía esto, otras monarquías –como la británica— establecían y fijaban las atribuciones de la reina Victoria y, de paso, establecían y fijaban lo que era el poder moderno. No necesitamos reyes investidos por Dios ni monarcas rodeados de cortesanos meapilas o negociantes. Aquello que precisamos es una institución operativa en la que no sea posible el error repetido, contumaz.
Más que pedir perdón y arrepentirse, hay que aprender de los protestantes o de los anglicanos: es decir, apretar los dientes, trabajar duramente y sobre todo respetar a los ciudadanos. Eso que tienes, idolatrado rey, no es tuyo. Es de la Nación. No hagas negocios dudosos, no te hagas con cuartos que no te pertenecen, no emprendas aventuras censurables. Compórtate como lo que eres. ¿El capitán general de los ejércitos? No, eres un delegado de la nación en armas. Échate tu cuarto a espaldas. No eres nada más.