C’est la Vie

Justo Serna y Juan Calabuig

Tiene enormes dificultades motoras. «Usted ya lo ha visto, señor doctor». Antes de entrar en la consulta, cuando ya le tocaba la vez ha tenido grandes dificultades para incorporarse. Abandonar un sillón, tan profundo, le ha resultado extenuante.

«En la clínica tienen el mobiliario descuidado, perdóneme, y los muelles están aplastados». El médico lo observa con indiferencia o eso al menos es lo que parece inferirse de su rostro poblado de una barba hirsuta. Sorprendentemente imageéste no viste bata blanca.

«El turno, el turno», había chillado una pareja de ancianos como si el paciente se hubiese saltado la cola. Luego supo que lo apremiaban para que no se demorara. «¿Usted se cree? En sus rostros se adivinaba el egoísmo».

El doctor sigue sin prestar mucha atención a la cháchara del enfermo que se recuesta como puede. «Porque a los pacientes siempre nos toman por una molestia, si lo sabré yo», piensa mientras espera respuesta.

Padece o dice padecer una artrosis reumatoide muy avanzada y las articulaciones de sus extremidades inferiores y superiores apenas funcionan o funcionan con torpeza. Cuando anda, sus pasos son cortos e inseguros: los pies, que arrastra, parecen ir apagando colillas; el cuerpo se balancea peligrosamente, como si se estuviera frotando el trasero con una toalla y los brazos –ay, los brazos– los mueve como si estuviera esquiando. Un día le giraban como molinetes.

«La gente me mira, claro, y rápidamente se aleja para evitarme. Imagino que esos desgraciados esperan mi inminente caída y, cómo no, ya nadie quiere hacer de buen samaritano. Es increíble, señor doctor, la decadencia que nos toca padecer. No me refiero a la artrosis, sino a la moral, a la falta de moral», le suelta al interlocutor mientras éste asiente silenciosamente, de modo inexpresivo.

Un día, no hace mucho, cuando ya prácticamente había alcanzado su casa después de aparcar un viejísimo chevy rojo cereza heredado de su padre, se deslizó, patinó, yendo a dar con sus huesos en el suelo.

Acababa de lloviznar. «Pero no se piense lo que no es: la acera siempre está resbaladiza». No tiene ladrillos porosos y encima los ribetes están levantados. Lógicamente, se cayó. No era la primera vez ni será la última. «Algún día sí que será mi última caída cuando me rompa la crisma de una puta vez. Perdón». Lo normal, vaya, para un individuo que arrastra los pies apagando colillas, ¿no?

«¿Y qué piensa qué ocurrió? Pedí socorro». ¿Acaso se acercó alguien a auxiliarlo? Nadie. Le dolía terriblemente el coxis. «El culo, el puto culo», precisa. «Oiga, ¿usted cree que hubo alguna persona que se interesara o que mostrara alguna atención por mi estado? Nadie, ya le digo». Un viejo que lo miraba desde el balcón se partía.

–Tendría que haberlo visto. Desde la finca de enfrente. El tío lucía unas canillas blancuzcas que apenas tapaban unos calzones de camal anchísimo.

Se carcajeaba con saña mientras se rascaba los huevos:

–¡Vaya hostia, Robocop, igual tienes que pasar por chapa y pintura!

Con esas palabras se burlaba el muy cabrón. Se lo dice así al doctor, muy cabrón: «O eso me parecía. En fin, ésta es mi vida».

De hecho, ya cuando era niño, su señor padre, ‘mesié’ Pierre, siempre lo humillaba reprochándole sus escasas habilidades. Lo ultrajaba llamándole manazas y nenazas, según le diera. «Lo era y aún lo soy», precisa con detalle y misterio.

Al crecer y tener mayor corpulencia, un día le paró los pies a su padre, vaya una paradoja. Debía de tener diecisiete años. Le dijo: «Papá, ya está bien. No soporto más que me humilles llamándome manazas y nenazas».

–¿Y eso? –preguntó el padre con escepticismo, con sorpresa–. Me dices esto después de pagarte la bolera y los estudios, no te jode.

¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra? Desde niño, Antoinet tiene un problema de psicomotricidad, concretamente de psicomotricidad fina. Y eso es algo que jamás aceptaron sus padres. Fue diagnosticado.

Rose-Madam, su madre, le sonreía pero se avergonzaba de él. Eso se notaba enseguida por la forma que tenía de apartar la mirada y la urgencia con que abandonaba la habitación cuando aparecía su hijo. «Pues bien, todavía espero sus excusas». Cuando se lo dijo a su señor padre, lo de las excusas, la respuesta fue desabrida:

–¿Pero qué hostias me estás diciendo?

–Me lo temía desde hace tiempo, pero fue el otro día cuando al rebuscar en los cajones del comodín, encontré radiografías, informes médicos, linternas, docenas de calcetines, muchísimas tijeras, folletos de prótesis, cada una más moderna, menos pesada que la anterior, etcétera. El diagnóstico lo decía muy clarito, ¿sabes? No fue sorpresa alguna. Lo chocante y doloroso fue encontrar un disco. ‘You Never Can Tell’, de Chuck Berry.

¿Chuck Berry? ¿Chuck Berry en una casa donde siempre se le prohibió poner a buen volumen la música de Bowie o de los Clash? ¿En un mundo donde lo más movidito que se escuchaba era la marcha turca de Mozart?

El vinilo estaba partido por la mitad, completamente astillado. Ignoraba a quién pertenecía o había pertenecido. Desconocía qué extraño simbolismo encerraba, si es que detrás de un disco puede haber un secreto. Ahora se lo confesaba al psicoanalista. «Analice eso», añadió.

–No es tan complicado –dice el doctor levantándose ágilmente (“Suerte la suya” piensa Antoinet), saca un CD de una balda que está a su espalda y sin añadir palabra va hacia el mueble del fondo en el que el paciente no había reparado al entrar en la consulta.

«No es tan complicado, no». Eso repite y mueve caderas y brazos con gusto, a ritmo, bailando como John Travolta con Uma Thurman en ‘Pulp Fiction’. Pasa los dedos índice y corazón en una v tumbada por delante de sus ojos. Conoce bien la canción que ha elegido. De pronto, se para, detiene el movimiento de los dedos y deja el índice elevado, apuntando al cielo: “C’est la vie” cree haber adivinado Antoinet de su ahogado murmullo:

“They had a Hi-Fi Phono,
boy, did they let it blast.
Seven hundred Little records,
all blues, rock rhythm, and jazz.
But when the sun went down,
the rapid tempo of the music fell.
C’est la vie say the old folks,
it goes to show you never can tell.

The bought a souped-up jitney,
it was a cherry red 53.
And drove it down to New Orleans
to celebrate their anniversary.
It was there where Pierre was wedded
to the lovely mademoiselle.
C’est la vie say the old folks,
it goes to show you never can tell.”

–Ahora creo que ya podemos comenzar la consulta, señor Berry. Debería empezar por hablarme de sus padres. Dígame sus nombres cuando usted quiera…

image El señor Berry se ha tumbado con cierta dificultad. No ve al terapeuta, que está sentado detrás, en su sillón orejero. Berry no sabe si el psicoanalista se compadece de él. Oye, eso sí, los ruidos que hace: con mucha calma carga su pipa a la vez que abre una libreta para él, clínicamente blanca.

–¿Qué hago yo aquí? ¿A quién quiero engañar? Nadie me puede ayudar ¡Yo ya no soy más que medio humano! –piensa desesperado Antoinet mientras se cubre la cara con sus dedos de carbono de alta resistencia.

“Ahora debería estar llegando al taller. Es allí donde tendría que estar ¡Ése es mi sitio!”, se dice mientras oye como le chirrían las junturas de sus piernas ¿Sus piernas? ¿Sus dedos? Por la ventana le llega el sonido lejano de ‘Twist and Shout’. Berry se sosiega y empieza a hablar.

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