Antonio Gramsci y Pablo Iglesias.
Analogías arriesgadas
En los inicios del conflicto de 1914, nadie esperaba que la contienda se fuera a extender durante más de cuatro años. Aquí, desde 2004, desde hace tiempo, las acometidas políticas han sido constantes y en todos los frentes, pero para constatar al final que no se había adelantado gran cosa.
Seguramente, eso ha permitido frenar los avances del contrincante: su legitimidad ante tantos y tantos electores, la población civil del conflicto.
En 1914, los soldados que iban al frente aún creían en la rapidez de la guerra, y los estados mayores tenían trazados planes que se basaban en la derrota fulminante del enemigo. Sin embargo, el conflicto se prolongó durante un largo período, en lo que se llamó guerra de posiciones.
Cuando hablo de guerra de posiciones me refiero a aquella situación en la que los contendientes se guarecen en sus respectivas trincheras, en su propia fortificación, observando al adversario con la esperanza de que desista tras el fuego enemigo.
En 1914 fue una vana esperanza, desde luego. Durante la primera fase de la Gran Guerra, cobijados en sus trincheras, los soldados constataron que el conflicto se dilataba. El uso de metralletas, de gases tóxicos y de alambradas y cercados impedía avances significativos y ese estancamiento causaba numerosas bajas.
Es bien sabido: batallas como la de Verdún o la del Somme provocaron muchos caídos, una carnicería espantosa, dado que el frente no avanzaba y las incursiones resultaban frenadas por el enemigo. Ambas ofensivas probaron la imposibilidad de acabar con una guerra apuntalada en las trincheras.
Salvando las distancias, la polémica político-periodística que se ha dado y se sigue dando entre medios rivales y afines se asemeja a esa guerra de posiciones. Pero es también un conflicto en el que los atacantes, además, han de sostener una guerra de movimientos para ensanchar el territorio propio frente a los potenciales aliados, voraces y expansionistas.
A algunos contendientes no parecen importarles demasiado los efectos de las posiciones en las que se atrincheran, las fracturas que provocan entre esos mismos aliados, las bajas que ocasionan y, sobre todo, los daños que puedan hacer a la sociedad civil que representan.
Se creen al frente de una posición política que juzgan moral, se creen unidos por una coalición antes imposible y ahora factible: de hecho se creen en otra guerra de movimientos, y tiran a dar con la esperanza de abatir al enemigo vejado o al aliado tibio o potencial traidor.
Pero observan con irritación creciente que la infamia con que se le marca no derrota al rival, no le hace desistir; observan con hastío irreprimible que aún hay empates electorales o victorias pírricas tras meses de guerra de posiciones y de movimientos, una guerra que no ha persuadido entera y sobradamente a la población civil, un conflicto que fatiga al electorado y a los rivales afines.
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