Hoy en día, la realidad cobra dimensiones ilusorias. Todo el mundo parece tener una historia que relatar y cualquiera se cree protagonista de una experiencia. ¿Hoy en día?
La ficción se extiende desde hace siglos y la deformidad y lo plebeyo se premian. Todo anda confundido. En principio no hay nada que lamentar. Algunas de las mejores invenciones de la humanidad se deben a la extravagancia, pero también a lo ordinario, a lo que siendo común tiene su punto memorable.
Las novelas están llenas de personajes de dicha encarnadura, seres muy vulgares: individuos que a la vez son capaces de pensarse a lo grande, de justificarse. Desde el ‘Lazarillo de Tormes’ (1554), lo mejor del género novelesco apunta en dicha dirección.
No es la épica del héroe inmarcesible, de una pieza. Es la historia de un personaje nada sobresaliente, aquejado de vicios y defectos; es el relato de alguien escasamente fiable. Ésa es la materia de la novela. Aceptado dicho prosaísmo, todo plebeyo tiene algo que contar.
Así lo reconoce Eduardo Mendoza, que se adhiere conscientemente a la tradición del Lazarillo y a la saga de los hombres ordinarios. La repite, la prolonga y la reelabora para hacer parodia y pastiche con historias menudas y con personajes patéticos.
Calca y mezcla elementos ya existentes pero que nunca habían sido combinados de ese modo. Insistamos en Lázaro, muy querido por Mendoza. La literatura ha dado muchos pícaros: desde El buscón llamado don Pablos hasta Moll Flanders, desde Guzmán de Alfarache hasta Onofre Bouvila, aquel tipo que protagonizaba La ciudad de los prodigios (1986).
“La originalidad consiste en el arte de combinar de una forma nueva y funcional elementos que ya existen”, confesaba Eduardo Mendoza en 1987 a Miguel Riera. Una forma nueva y funcional, insiste. Lo nuevo es en parte lo reiterado, si –y sólo si– funciona, si es verosímil.
La verosimilitud no es lo verdadero, sino lo que se asemeja a lo cierto, lo exactamente ocurrido. Ahora bien, para aceptarse lo que se cuenta debe compartirse por el público, unos lectores o espectadores que están en un contexto histórico concreto con unos valores determinados y que además conocen lo que antes sucedió.
«Pero, por más empeño que se ponga, siempre se actúa dentro de un código relativamente reducido e igual para todos”, añade Mendoza. Esto es: no hay manera de desembarazarnos del pasado, el arraigo de la tradición, esas claves en las que hemos sido educados y de las que ni siquiera somos enteramente conscientes.
¿Entonces, qué hacemos? ¿Repetimos y ya está? No: Eduardo Mendoza asume e incorpora irónicamente lo ya sabido y experimentado para reciclar lo sobado y ya gastado. A dicha operación la podemos llamar posmodernismo o posvanguardia (como prefiere Mendoza).
El novelista da una vuelta más a lo que no está crudo, a lo que ya vino cocido. ¿Con qué fin? Con el propósito de decir algo distinto, con el deseo legítimo de guasearse, de redimirse él mismo. Y con la cortesía de alegrar la vida de los destinatarios, de hacerles más sabios.
Ahora bien, para hacer eso hay que tener habilidad. O como él mismo reconoce en términos generales: “La diferencia última la da el talento individual”. Así concluye Mendoza en esa vieja entrevista. O expresado de otra manera: emplear lo ya probado, pero experimentando nuevas aleaciones, una hibridación o un mestizaje de los que extraer alguna lección. Ésa es su meta.
Hay que hacerlo, sí, con competencia, con arte verbal y narrativo, con humor y dolor, con voces que suenan plausibles y con historias de gentes modestas que parecen ciertamente reales.
Hay personajes apayasados y tosquísimos; y hay caracteres finos, de una ironía muy culta. En la prosa de Mendoza hay una mezcla de cordura y vandalismo, de humildad y discreción, de realismo y surrealismo.
Sin solemnidades o gravedades o presunciones linajudas. Sus ficciones se basan en dicho programa. Él parece haberse dictado un plan bien preciso y discreto: la restauración de la humanidad humilde, la rehabilitación de individuos atolondrados, noblotes o ciegos, ladinos o buenazos.
Se me perdonará la retahíla de adjetivos, pero los caracteres, los tipos inventados por el novelista, tienen facetas variadas: caras o carotas con toda clase de fingimientos.
Cargan con unas vidas desastrosas y con nombres de pila que son ultrajantes. Suelen ser personajes de mucha facundia, deseosos de acreditar con mil y una argucias aquello que dicen que les pasa.
Se defienden bien y les amparan y relatan narradores que cuentan al modo de cronistas: unos cronistas que detallan una historia mínima confundida con la Historia monumental o nacional, ese pasado insigne que los contemporáneos observan con veneración, ese tiempo que aún padecen o al que todavía sobreviven.
Son como intérpretes secundarios de una comedia menor, un sainete ligero en el que los sucesos se enredan con acontecimientos colectivos: las Exposiciones Universales de Barcelona, los comienzos del Novecientos, el 36 madrileño, la posguerra larguísima.
Para contar estos hechos, el novelista se documenta abundantemente, siendo fiel a las pruebas históricas, de las que con frecuencia transcribe y parafrasea textos. Pero esas fuentes no ciñen o encorsetan la trama: sólo son la excusa o el reclamo de hechos o problemas actuales, que son los que a Mendoza preocupan.
Esos fragmentos auténticos o parodiados producen un efecto de realidad al margen de los anacronismos que el autor se consienta. Pero son sobre todo reproducciones de ese tiempo cuyas consecuencias todavía perduran.
Ahí está la historia, parece decirnos el novelista: lo que a nuestros antepasados preocupaba no es muy diferente de lo que todavía nos angustia. ¿O acaso creemos, por ejemplo, que las disquisiciones sobre el teatro de Carlos Prullàs en ‘Un comedia ligera’ (1996) son inquietudes desfasadas?
En un contexto preciso, el novelista coloca a sus criaturas, que en muchos casos son como individuos salidos de los tebeos, del humorismo de viñeta: sin duda, una emoción experimentada por el joven y el maduro Mendoza. Dichos personajes en algo se asemejan a Carpanta o a Pulgarcito: tienen el trazo rápido de la historieta y se cuelan en la Historia.
Pero tienen asimismo la elocuencia de los tipos galdosianos o barojianos: con ese legado carga Mendoza. Benito Pérez Galdós o Pío Baroja están presentes en sus ficciones, sí. Aunque también Charles Dickens, un ingrediente o un nutriente que fertiliza la angosta tradición de la novelística española.
O no tan angosta…, porque el propio Mendoza reivindica a Armando Palacio Valdés o a escritorzuelos menores del Ochocientos hispánico: otra operación histórica.
En realidad, para este novelista la historia es eso: no sólo un marco en el que ubicar personajes y detallar circunstancias; no sólo el ambiente en el que situar un contexto. Es sobre todo una rememoración constante de lo que aún pervive; es la recuperación de lo que sigue pesando y pasando.
Lo sucedido no es únicamente lo que de verdad aconteció, sino también aquello que pudo ser, aquello que pudo pensarse por intérpretes que nunca existieron. Al ser concebidos acaban formando parte de nuestras vidas: con ellos compartimos la historia más grande jamás contada.
Lo ocurrido no es sólo aquello que efectivamente se consumó, sino también lo que cavilamos sin haberlo formulado. Justamente es lo que hace Eduardo Mendoza por nosotros: la prosa del novelista crea ilusiones ópticas e históricas, un guiñol de sombras que muestran lo que no nos atrevimos a desvelar, el pasado hecho presente.
———-
Fotografía: Eduardo Mendoza, en el VII Congreso Internacional de la Lengua Española. EFE