¿Qué es un novelero? ¿Acaso un iluminado, un tipo fantasioso que confunde sus quimeras con los hechos? Puede que sí, que un novelero confunda hechos y quimeras, pero ése no es un rasgo suficiente. Además de estar confundido (o no), debe ser un charlatán, alguien que por su facundia venda o pueda vender automóviles viejos como si fueran bólidos de primera.
Un novelero es aquel que tiene uno, dos y hasta tres proyectos personales. Entorna los ojos y avizora el futuro mientras te expone sus grandes ideas, sus fantasías, esas sombras. Además, no es tan tonto como sus arbitrismos nos pueden hacer pensar: sabe que hay beneficio. Que su proyecto se plasma en un panel, en una pared, en una primera plana. Por irrealizable que sea, por desnortado que sea, tiene alguna ejecución y sostén, cosa de la que extraer provecho incluso inmaterial.
Los poderes autonómicos nos han dejado a seres muy noveleros, pequeños líderes locales que gracias al presupuesto se han visto capaces de casi todo: incluso, de torcer el curso de las cosas. Fíjense en las antiguas autoridades valencianas: se han reído de nosotros, nos han largado cuentos y encima nos han tratado como taraditos.
Pero la novelería que hallo en nuestros mandatarios no es sólo ésa. Lo fantasioso es la capacidad que tienen algunos para vivir en la irrealidad y para acabar creyéndose su facundia. El delirio, vaya. Francisco Camps, por ejemplo, vive en un mundo que a los demás nos resulta irreconocible. Le recuerdo desde siempre en un mundo de fantasía: lo dije en el primer artículo largo que le dediqué, un diagnóstico de su mal de ensueño. Concretamente, en 2005 al referirme a una comparecencia televisiva del president escribí esto:
«Francisco Camps se ponía ensoñador, novelero e inacabable haciendo un balance fantasioso e insustancial de su gestión. Duró algo más de hora y media y en ese espacio el president admitió que «todo tiene solución», que «las cosas se solucionan hablando y buscando lo mejor», que «si no hubiera problemas, no habría vida». Sic.
Desde entonces, la percepción errónea de las cosas se le fue agravando mientras su política ya era delirante y bien sonante. Camps necesitaba y necesita asistencia: para volver a ver, para regresar al mundo real. Los fanáticos son peligrosísimos en política. ¿Pero qué me dicen de los noveleros? ¿Cuánto mal pueden hacernos?
Observen otro de los poderes autonómicos. Me refiero al que ejercía Esperanza Aguirre. La ex presidenta de la Comunidad de Madrid es también una persona con grandes fantasías, con quimeras verbosas. Llegó a idear un proyecto que de haberse cumplido nos habría sacado del estado de postración. Vivimos sin educación, en una mediocridad que no parece tener remedio, decía y dice. Y hay remedio: crear aulas de excelencia en los institutos de Enseñanzas Medias para albergar allí a los buenos alejándolos de los malos, sostenía Aguirre.
Los profesores de Bachillerato que desearan ser docentes de esos alumnos aventajados denerían postularse: una comisión de profesores universitarios los elegirían para cumplir tan noble misión, la de enseñar a los mejor dotados, dejando a la purriela en manos de unos docentes que imagino igualmente perezosos o mal formados. ¿Y quién elegiría a esa comisión de universitarios electores? El poder político, la Consejería de Educación en nombre de su presidenta. Ah, vaya. Al final, la excelencia tendrá un origen y una dependencia: el mandatario y sus adláteres.
¿Por qué los políticos que hablan de excelencia siempre se colocan en el lado de los excelentes? ¿Por qué suponen que ellos no deberían pasar unos controles de calidad? ¿Por qué una política tan simplona, de ideas prestadas y mal elaboradas, ha de ser la que nos salve de nuestra incuria? Aguirre ha sido muy amada por su pueblo, que la sacaba a hombros en cada elección. También aquí al sr. Camps le hemos profesado gran aprecio. Él nos quería colocar en el mapa, nos quería convertir en la Comunidad de Excelencia y por Excelencia y ya vemos lo que nos ha pasado: nos ha salido un lobanillo y que estamos en el espacio exterior.
Señores políticos excelentes, sean desprendidos, sean personas excelentes: doten a los institutos con los medios y remedios que precisan los centros, y no hagan experimentos de salón o de galería. Oigan, faciliten a los profesores el acicate, los estímulos, no los intoxiquen con verbosidades.
La educación no se arregla en un santiamén. Ustedes, muy cucos, quieren engatusarnos con la excelencia: Francisco Camps dijo hablar en nombre de la felicidad. Me conformaría con que nos dejaran en paz. Y que al Partido Popular le aplicaran un test de excelencia. Lo mismo muchos de sus dirigentes carecen de esa cualidad y solo son noveleros o presuntos delincuentes.