Me quedó pendiente una semblanza de monseñor Rouco Varela para el ‘Bestiario español’, el libro que me publicaron Huerga Fierro Editores. No la escribí finalmente. Y no por falta de ocasión. Ahora recupero y retoco lo que fue un esbozo…
Mientras estuvo ejerciendo su empleo de gran Cardenal, Rouco hacía declaraciones o pronunciaba homilías muy guerreras, auténticos retos al ateísmo, al anticlericalismo. Era un alivio saber que alguien velaba por todos nosotros. Por nuestra salvación.
Yo quería escribir sobre Rouco, ya digo. Pero siempre había algo que me frenaba, algo que me impedía redactar. Como sí me temblara el pulso. ¿Acaso por su altura intelectual o la profundidad de sus palabras? ¿Acaso por su destreza dialéctica?
No, no, por el amor de Dios. No se trataba de eso, de unas cualidades que no posee. La Providencia no lo dotó para la oralidad ni para verbalidad. Tampoco es versátil.
Cuando oficia y pronuncia un sermón, que es una admonición severísima, habla con un tono monocorde: lo propio de un cura aburrido. Cuando hace declaraciones como máxima autoridad eclesiástica, se expresa con desgana y soberbia, como alguien forzado a repetir lo obvio ante la grey.
Su aspecto es triste y gorromino, con un rostro accidentado: tiene multitud de protuberancias y manchas que, vistas de cerca, parecen un castigo de Dios. Su pelo es aceitoso y gris, y sus lentes feas carecen de fecha. Nunca fueron audaces. Malamente ocultan unos ojos hundidos, completamente cercados por ojeras seculares.
Mira como si estuviera desconfiando de quienes le escuchan o le rodean. Él, por su parte, lo condena todo. Condena el aborto y los pecados veniales; condena el amor libre y los pecados capitales, entre ellos el sexo con precauciones y demás mariconerías de la modernidad.
Condena el separatismo y esta España que va a la deriva, un país que se precipita por el camino de la perdición. Sólo hay que verlos: los españoles son unos sátiros, unos salidos, que siempre están fornicando o compartiendo fluidos. O preparándose para la guerra, para una nueva guerra civil que alientan intelectuales ateos y titiriteros materialistas.
Monseñor Rouco Varela no es mi señor, ni mi superior jerárquico; no es mi pastor, no es mi confesor, no es mi asesor espiritual. Pero atiendo a todo lo que dice. Sus homilías sientan o sentaban doctrina para este Gobierno: dictaba el temario. Monseñor es un influyente cura de provincias: reparte el cuerpo de Cristo y él mismo tiene un poder de la hostia. Es como si siempre estuviera oficiando, en guardia frente los avances del diablo o de los izquierdistas, que son los delegados del demonio en la Tierra.
Hace un tiempo dejó el cargo, sí. Pero un militante de la causa no descansa. Él volverá a la trinchera. Ya digo: lo suyo no son las palabras, sino las hostias.
En cuanto a sus dotes de «verbalidad», te recomiendo la obra que publicó la BAC y que fue fruto de sus tesis doctoral, «Estado e Iglesia en la España del siglo XVI». Es lo mejor que se ha escrito hasta ahora sobre el tema y quizá lo mejor que haya escrito Rouco (y no esta mal escrito, para nada).
Saludos,
Emilio