(Publicado por primera vez el 1 de abril de 2014)
Durante estos días hablamos del franquismo (ya saben: 1 de abril de 1939), de aquella España troglodítica (‘passez-moi le mot!’). ¿Por qué lo hacemos? ¿Acaso por ser un hecho actual?
Franco como dato del pasado está enterrado y bien enterrado en la cripta del Valle de los Caídos. Sobre él hay una losa metafórica -y muy real- que no puede levantarse con facilidad, una losa que no deja escapar los vapores mefíticos. Tampoco facilita las resurrecciones del Generalísimo y del Ausente, es decir, de Franco y José Antonio.
Pero el franquismo es algo más que una emanación del pasado: es una presencia material, tangible, cuya huella aún puede rastrearse por toda España. Años atrás, el director de un periódico de gran tirada dijo: acaso «el franquismo, ¿no fue una fase larguísima de transición para que se llegaran a dar las condiciones de desarrollo, ahora sí, de la democracia?»
¿Quién dijo esa ignominia? Pedro J. Ramírez. Felizmente, añadió el periodista para herir más, aquel régimen no se parece en nada a nuestro sistema constitucional de hoy. Cuando decía «aquel régimen» se refería a la II República. El franquismo habría sido así una transición entre un sistema predemocrático (la República) y otro ya democrático: la monarquía parlamentaria de don Juan Carlos.
Esta forma de argumentar es perversa, pues el franquismo no fue una transición, signifique lo que esto signifique. De hecho, el General aspiró a durar y a durar, con rutina y con represión pertinaz. Sólo tras su muerte y gracias a los pactos a los que llegaron de buen grado o a la fuerza los reformistas debilitados del Régimen y a una oposición emergente y también endeble, la democracia fue posible.
El nuevo régimen –imperfecto, alicorto, pero bien real– negó el entramado institucional y la concepción política e histórica que el Movimiento Nacional había elaborado e implantado durante décadas y décadas de duración inacabable.
Por eso, el Valle de los Caídos es o forma parte de nuestro paisaje desgraciado, y la mole pétrea sobre la que se alza es testimonio actual de lo que fue una Guerra Civil, de lo que fueron graves padecimientos, de lo que ahora es un monasterio que se emplea para actualizar el recuerdo de Franco.
Por tanto, el mausoleo no queda estrictamente como recinto de lo pasado, sino como espacio simbólico y literal del franquismo, de un franquismo que perdura en un proscenio político que intimida por sus solas dimensiones. La cripta de Franco atrae o imanta a sus seguidores, pero no tiene grutas secretas ni pasadizos por los que podamos acceder a un mundo ya desaparecido.
Su simple examen –como resto material– aporta indicios innumerables de un tiempo que ya no es el nuestro, aunque siga ejerciendo efectos. Los procesos históricos no se detienen a fecha fija, sino que de manera manifiesta o soterrada nos transmiten sus consecuencias.
En realidad, el conjunto del Valle de los Caídos es un lugar que actualiza continuamente lo pasado, pregona una concepción ultramontana de la historia, exalta la ignominia de la muerte: la caja física del monumento, bien visible desde muchos kilómetros de distancia, y la filosofía de su fábrica están muy presentes en cada rincón. Pero sobre todo es lo que la propia palabra ‘monumento’ significa etimológicamente: un ‘memento mori’, un ‘memento’ del propio Franco.
Yo nací en 1959, el mismo año en que se inauguraba aquel monumento: lo vi por primera vez poco antes de la muerte del General. Me llevé una fuerte impresión que me dejó aturdido. Con mi cámara Kodak Pocket Instamatic no podía captar aquel gigantismo. Yo sólo era un adolescente aterrado: aquel granito, aquellos mármoles, aquel búnker funerario, aquella cruz inacabable hundida en la roca.
«La antiEspaña fue vencida y derrotada, pero no está muerta. Periódicamente la vemos levantar la cabeza en el exterior y en su soberbia y ceguera pretender envenenar y avivar de nuevo la innata curiosidad y el afán de novedades de la juventud. Por ello es necesario cerrar el cuadro contra el desvío de los malos educadores de las nuevas generaciones», había dicho Franco en el acto de inauguración, en ese año de 1959.
Como miembro de aquella generación que nacía cuando se abría al público el monumento, me pregunto si yo no habré sido educado en ese desvío. Si por haber sido joven, lleno de innata curiosidad y afán de novedades, la antiEspaña no me habrá inoculado el tóxico que denunciaba Franco. Ojalá.
Cuando un periodista de hoy nos dice que el anterior Régimen fue una larguísima transición al sistema parlamentario, me sorprende y me repele esa forma de argumentar, esa lógica con la que razona. Me pregunto también si la hominización, si la historia humana racional, la que empieza en Atapuerca, no habrá sido una larguísima fase de degeneración hasta llegar al franquismo, ese orden político al que los opositores calificaban de régimen cavernícola.
Al fin y al cabo, el Valle de los Caídos está excavado en la roca, al menos en parte: es un búnker lleno de grutas, de cuevas, y por tanto nos retrotrae a los albores justamente cavernícolas de la humanidad o, mejor, al final troglodítico de todas las dictaduras. Un final bien merecido.
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JS, ‘Españoles, Franco ha muerto’. Madrid, Punto de Vista Editores y Ediciones Sílex, 2015.
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Foto: Francisco Franco, Interviu