Vicios franquistas

image.jpegHay una cosa que me resulta indescifrable y detestable: la avaricia. No estoy conceptuando a los demás o a ciertas personas con parámetros cristianos. Califico con criterios ex católicos (nací y fui bautizado…) y valoro, juzgo o escruto con una moral expresamente atea.

Cuando dejas de creer no es cierto que todo esté permitido, como leíamos en aquel pasaje de Los hermanos Karamazov. No es cierto. Tampoco se ha cumplido en mí aquello que dictaminara Umberto Eco: aquello según lo cual cuando dejas de creer puedes acabar creyendo en todo, en cualquier cosa.

Yo abandoné la fe religiosa hace décadas y no he caído o recaído en supercherías. La abandoné saliendo del confesonario. Igualito que mi señora madre, que años atrás me reveló la grima que le daban los curas, esos hombres —decía— a los que debías contar tus pecados, más o menos lascivos, mientras ellos sorbían o chasqueaban la lengua.

La avaricia, según el Diccionario de la Real Academia, es el «afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas». Desde antiguo, España fue un país menesteroso, con crisis periódicas, con hambrunas. Fue éste un lugar de pícaros pobres y de aristocracias instaladas en la molicie. Generalizo…

Sólo cuando los burgueses del siglo XIX empezaron a prosperar pudimos avizorar un mundo mejor resuelto, una España de reformas materiales. Indudablemente, la industrialización y el comercio no beneficiaron a todos por igual, pero creíamos que el egoísmo racional del empresario, del capitalista, del emprendedor podía facilitar la extensión de la riqueza.

Sin duda, la historia española contemporánea es desastrosa: numerosas guerras, latrocinios de las clases pudientes, aprovechamiento de las instituciones y una Monarquía aliada con lo más retrogrado del país no podían augurar nada bueno.

Durante décadas, ése fue nuestro destino, una fatalidad que agravaron la violencia del siglo XX, la Guerra Civil y esa dictadura, la del General Franco, que favoreció en nosotros lo peor: el miedo, el asentimiento, la genuflexión, la corrupción. Y una desconfianza destructora.

Mucha gente corriente no se metía en política y cerraba la boca: le bastaba con sobrevivir a unas políticas económicas erráticas y dementes o le bastaba con sobrevivir a una España carpetovetónica, de mucho moralismo y poco civismo.

He visto gente escupiendo en los autobuses, eructando en público; he visto varones rijosos frotándose la entrepierna en la epidermis de una muchacha; he visto mil y una picarescas de pobretones y de gente sucia de alma y de apariencia. El país de Carpanta o luego la tierra del turismo y del español salido. He visto las ganas de hacer dinero y, como siempre, cuando se pasa hambre, las ganas de acumular, de ambicionar más y más.

Tipos tan plebeyos y ordinarios como Miguel Blesa, Arturo Fernández, Francisco Granados, Francisco Camps, Jordi Pujol, Alfonso Rus, etcétera, son la prueba palpable del estado, del estado de nuestra moral: por los suelos. Van duchados, pero son sucios. O esa es su apariencia.

Avariciosos y, en general, feísimos son la triste estampa de unas clases dirigentes, empresariales o políticas, de poca monta. O de mucha monta y montería y poca contención y raciocinio. Aguardo con expectativa la instrucción y la resolución de las causas en que están imputados.

Son plebeyos y ordinarios, gentes a las que deberían repudiar los empresarios grandes o chiquititos que trabajan, gentes a las que deberían despreciar los obreros, los funcionarios, los contribuyentes que sostenemos este país. Hay en ellos un resabio franquista de impunidad, de dictadores chiquititos.

De vez en cuando, sin periodicidad fija, releo el ‘Diccionario del Diablo’, de Ambrose Bierce. Lo hago en la edición que publicó la Biblioteca del Dragón en 1986. Hay otras, pero yo prefiero ésta: la traducción es de Rodolfo Walsh. De dicha obra se ha cumplido ya el primer centenario. Puede ser un buen motivo para leerla o releerla. Resulta desternillante su sarcasmo: parece mentira que alguien haya podido reunir en un sólo volumen tanto humor negro y tanta zumba, tanto desprecio por la tontería humana. Bierce decidió ser incorrecto y lo logró: no hay entrada que no nos sea de ayuda, de mortificación.

Por lo que él mismo cuenta, no parece que a Ambrose le gustaran los diccionarios. Poner en orden alfabético un repertorio de palabras es un “perverso artificio literario”, decía. Quizá no le faltara razón: en una obra de esta índole cabe la perversidad. O la tontería. A veces, incluso, un diccionario está concebido de tal modo que no queda más que “reírse de él: está hecho sólo para los ignorantes”, apostillaba Gustave Flaubert en su propio diccionario de tópicos.

Repaso una voz del ‘Diccionario’ de Ambrose Bierce: «dictador». Un dictador, señala el norteamericano, es el “mandatario de un país que prefiere la pestilencia del despotismo a la plaga de la anarquía”. Sin duda podríamos aplicar dicha definición a Francisco Franco. Para evitar una plaga, el Generalísimo prefirió una pestilencia: la del despotismo. Todo muy orgánico. Como la presunta democracia que instituyó el Caudillo mientras vivió.

Si regresamos nuevamente a la obra de Ambrose Bierce podremos leer qué concepto tenía él del pasado y de la historia. Lo pretérito es esa “pequeña fracción de la eternidad de la que tenemos un leve y lamentable conocimiento”, según apostillaba Bierce. ¿Por qué razón? Para desgracia nuestra, la historia es un “relato casi siempre falso de hechos casi siempre nimios producidos por gobernantes pillos o por militares casi siempre necios”.

Francisco Franco fue ambas cosas a la vez.

Ilustración: Antonio Barroso.

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JS, Españoles, Franco ha muerto. Madrid, 2015.

Coedición:

Punto de Vista Editores:

http://puntodevistaeditores.com/tienda/espanoles-franco-ha-muerto/

Ediciones Sílex:

http://www.silexediciones.com/es/451-espanoles-franco-ha-muerto-9788477376200.html

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