Los lunáticos

Justo Serna y Juan Calabuig

Uno. Sin aviso previo, el VCS-3 de Pink Floyd consigue acallar todas las voces. El imageSr. Director ha cursado la orden de manera terminante. El hombre enclenque y enfermizo que ha subido al escenario se aclara la garganta con un poco de agua y carraspea. Mientras, la sentida letra de ‘Brain damage’ apaga los últimos murmullos en la sala. El Sr. Director respira aliviado.

“The lunatic is on the grass
The lunatic is on the grass
Remembering games and Daisy chains and laughs
Go to keep the loonies on the path.

The lunatic is in the hall
The lunatics are in my hall
The paper holds their folded faces to the floor
And every day the paper boy brings more…”

Dos. Buenas tardes.

Sr. Director, autoridades, colegas, señoras y señores, muchas gracias. Permítanme dirigirme a ustedes con llaneza, con humildad, en esta conferencia que hoy imparto. Mis palabras quieren resumir el portento de los grandes hallazgos que ya son de dominio general, en parte de los cuales he tenido el honor de participar. Empiezo, sí, sin más preámbulos.

Verán, cuando yo era chiquitín, digamos que a los cinco o seis años, ya sabía que los extraterrestres existen y sabía que son, sí, seres viscosos e inteligentísimos. Usted no lo niega, Sr. Director. Yo vivía y ahora vivo convencido de haber tenido tratos con algunos de ellos: si no me descuento, con cinco mil trescientos veinte, todos varones. Hay pruebas de que estaba en lo cierto y ya nadie sensato niega la evidencia, un descubrimiento por el que fui ultrajado durante años. Hoy, felizmente, el portento está siendo reconocido por las comunidades científicas de todo el mundo.

Sabía y todos ustedes saben ya que los selenitas tienen varios penes y brazos desproporcionados, gigantescos. ¿Que cómo lo pude averiguar? Ah, sabía esto porque los había visto en cueros. Y había constatado –y no he cambiado de criterio o de impresión– que eran tipos delgados, nervudos y de color fosforito: sí, sí, los famosos hombrecillos verdes. Ahora bien, no procedían de Marte, sino de la Luna.

Serán hombrecillos y todo lo que ustedes quieran, pero están dotados de gran fuerza física, como los expertos más rigurosos saben. Al mover sus brazos hacen molinetes durante breves instantes. Luego inmediatamente cesa cualquier movimiento. Es entonces cuando levitan a unos diez centímetros del suelo. Es decir, de la Tierra. Se elevan haciendo volatines mientras los penes flácidos revolotean con primores de artista. Aquí detrás, a mi izquierda, pueden ver las filminas que proyecto, como prueba de esas acrobacias y del resto de lo que hoy en día sabemos de ellos, los alienígenas. Debo reiterar al Sr. Director mi agradecimiento por haberme facilitado estos medios técnicos. Pero entremos en detalles.

Entre los ocho y doce años me fui formando ideas muy precisas sobre el mundo y los extraterrestres. ¿Que cómo es posible? Pues porque ya había leído, sí, varios libros de ufología. ¿El principal? La ‘Gran Enciclopedia del Saber Exterior’, en fascículos. Ahí tenemos una obra de mucho rigor, un clásico que figurará para siempre en las mejores bibliotecas y Universidades. En nuestro centro tenemos ocho ejemplares. No se ha vuelto a publicar nada que esté a esa altura, sí.

Aunque mi padre me costeó los fascículos de la ‘Gran Enciclopedia’, la encuadernación final en solo volumen tuve que abonarla yo con los ahorros de mis estrenas. Era un pacto. A él no le gustaban mis inclinaciones paranormales, pero tuvo que aceptármelas a la fuerza. Eso sí, trató de disuadirme. A los once años me propuso no seguir comprando los fascículos a cambio de una suscripción a ‘Mundo Negro’, una revista editada por los combonianos. Me dijo, sí: «Por Dios, hijo mío, te prefiero como futuro misionero, antes que como un ufólogo, la quintaesencia del lunático».

Así me hablaba mi padre: con mucha prosopopeya, dada su natural tendencia a la didáctica y a la catequesis. Era maestro, pero podía haber sido cura. Aunque, sí, al final soy hijo del Magisterio Español. Yo, por supuesto, me negué: a lo de misionero comboniano, digo. Mi padre no se salió con la suya. Estuve llorando dos días o así y gracias a mi madre, toda ternura, el papá retiró su propuesta, de modo que proseguimos con la compra semanal de los fascículos. ¿He dicho que salían los viernes?

Al final, la ‘Gran Enciclopedia del Saber Exterior’ era un libraco muy hermoso, sí. Digo esto por el tamaño, por sus enormes dimensiones. Pesaba. Una vez encuadernada, la enciclopedia pesaba, sí. Su papel couché era de mucho gramaje. Y las fotografías de avistamientos y encuentros con alienígenas eran numerosas, la prueba definitiva de su presencia entre nosotros, sí.

Por ello, por mis graves y grandes conocimientos adquiridos a tan corta edad, me atrevía por entonces a juzgar la especie humana. La juzgaba y aún la juzgo, sí, en virtud de los patrones selenitas que hoy son ya mayoritarios entre los científicos. ¿Que cuál era mi veredicto? Me costó llegar a una conclusión firme sobre nuestros cuerpos mortales. ¿Por qué razón? Porque mi organismo sufría mutaciones y convulsiones, fenómenos que me hacían dudar del dictamen.

De repente un día, ya crecidito, con catorce años o así, me puse a pensar en los individuos. Quedé debidamente impresionado al comprobar lo que yo no había querido admitir hasta entonces: que no somos gran cosa, sí. Bien mirado, nuestro cuerpo —el mío, al menos— era y es una birria: siempre he estado esquelético y no me alcanza la fuerza para levantar pesas o mancuernas. Por eso decidí muy tempranamente llevarme bien con los alienígenas. Su gran resistencia y hermosura me atraían. De ahí que haya tenido y tenga tratos incluso carnales con cientos de ellos.

A los dieciséis ya escribí un informe sobre los extraterrestres, sí. Lamentablemente ha permanecido inédito hasta hace pocos años, cuando la verdad asombrosa se ha impuesto entre los sabios. Les leo un breve pasaje. Ustedes perdonarán la sintaxis imperfecta, pero es, sí, la prosa de un muchacho:

“…No hay en el Sistema solar, hermosura más hermosa ni organismo mejor organizado que el cuerpo de los selenitas. Sus brazos gigantescos, de muy y mucha eficacia práctica, como de pulpos abisales, ya bastan para provocar nuestro reconocimiento, sí. Luego, los variados penes que les crecen son la envidia del género humano, el asombro de los machos y las ganas de nuestras hembras. Las deposiciones de los selenitas forman construcciones, auténticos monumentos en barro mefítico o, para que se me entienda, en una materia fecal de similar textura a la de nuestros excrementos. Lo cierto es que los selenitas son seres muy evolucionados. Cultivan su cerebro portentoso, del que distinguimos las circunvalaciones de los sesos. Procrean prolíficamente con las hembras de nuestra especie…»

¿Quién podìa sostener esto? Un jovencito avanzado, pero tímido. Así era yo hace cuarenta años, un muchacho feliz y desorientado por sus hallazgos y por sus contactos y avistamientos. Escribía, sí, para difundir mi experiencia, entonces aún minoritaria. Yo no acababa de saberlo todo ni de entenderlo bien del todo.

Pero ese muchachito disponía ya de conocimientos muy precisos e inútiles –según los arrogantes científicos que todavía se resisten– de la vida alienígena. Deseo que el Sr. Director y los altos dignatarios que hoy nos honran con su presencia puedan felicitarse del arrojo de aquel joven entonces tan incomprendido que se obstinaba en difundir la verdad.

Me aventuré en la Universidad comenzando los estudios de veterinaria. Digo que me aventuré porque en esa institución fui vilipendiado por profesores y alumnos. Ése es el precio que pagamos los pioneros o los misioneros del saber. Al cabo de diez meses abandoné las clases para con ayuda de Tío Orencio, reconocido profesor y filántropo, y de diez familiares más montar un centro de investigación en este lugar que ha sido hasta hace poco un hermoso cine y antes una modernista casa de reposo. Ya lo saben todos ustedes nos encontramos en el UFO Institute, sí.

Tres. En esos momentos estallan los primeros aplausos tanto tiempo contenidos

Stan Laurel (1890 – 1965) and Oliver Hardy (1892 – 1957) in a dance routine from the film ‘Way Out West’, directed by James Horne. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)

y Ann, la rubia acomodadora-celadora, ayuda a subir al que todos conocen allí como el Dr. Sáez Tocino. Todo sucede bajo la atenta mirada del Sr. Director. Orencio ha ido ganando en peso y achaques los últimos meses, le cuesta subir los escalones y cuando se abraza a su sobrino tiene verdaderas dificultades para refrenar su emoción. Los silbidos y piropos a gritos van en aumento. El Sr. Director sabe lo que va a ocurrir. Es inevitable: tío y sobrino se ponen a bailar, igualitos, igualitos al Gordo y el Flaco, a los mismísimos Laurel & Hardy, en la película ‘Locos del aire’.

“Oh Shine on, shine on, harvest moon
Up in the sky:
I ain’t had no lovin’
Since April, January, June or July…”

La música y la coreografía que el Sr. Director ha consentido resignadamente cesan. El tío del conferenciante desaparece entre bambalinas y el silencio vuelve tan rápidamente como antes había desaparecido. Con gesto serio, el hombre continúa su charla.

Cuatro. Este instituto es hoy la verdadera referencia mundial, el centro de mayor prestigio. Actualmente, su profesorado e investigadores están formados mayoritariamente por la primera generación de híbridos, la joven promesa del Universo: aquellos que nacieron del apareamiento entre alienígenas y terrícolas. Los batacazos y coscorrones que tuve que sufrir los doy por bien padecidos cuando veo con orgullo el fruto de mi obra, de mi empecinamiento y de los primeros apareamientos.

Me dan mucha pena los científicos que aún se oponen al avance de nuestras investigaciones. Son auténticos lunáticos. Abandonados, solos, con una hostilidad que les es muy dañina, tienen en mi padre a su principal valedor. ¿Se puede ser más desgraciado? Mi papá va mostrando en distintos canales de televisión un informe secreto. Serían las conclusiones de un estudio psiquiátrico que se me hizo contra mis deseos y a la edad, sí, de diecisiete años.

El médico, un alienista, me diagnosticaba una grave enfermedad mental: la del irrealismo esquizoide, así lo llama. ¿No le parece ridículo, Sr. Director? Según el loquero no soporto muchos cachos de realidad. Bueno, no lo dice exactamente así. Me describe como un lunático, como un ser desdichado al que no le augura futuro alguno. Pues ya ven ustedes, querido público. Estas palabras finales que pronuncio, esta conferencia que ahora acabo, dedicada a los alienígenas, es el más rotundo mentís que hago al diagnóstico del alienista. Muchas gracias.

Cinco. El conferenciante hace mutis por el lateral contrario del escenario al que ha utilizado Orencio. Va cantando y poniéndose las gafas con una barba descuidadamente blanquinosa que recuerda más la de Yusuf Islam que a la de Cat Stevens:

“Oh, I’m bein’ followed by a moonshadow,
Moonshadow, moonshadow.
Leapin’ and hoppin’ on a moonshadow,
Moonshadow, moonshadow.
Moonshadow, moonshadow…”

Los aplausos, los silbidos y los gritos procaces vuelven a apoderarse del recinto. Mientras sobre el escenario unos operarios colocan un atril. Suben el Sr. Director, el Dr. Caballer, y una joven interna, una muchacha que se parece a Fay Wray. Le trae un vaso y una botella de agua sin abandonar nunca su libro de Borges ¡Cómo le hubiera gustado esta chica a su padre, el muy cabrón!

El Sr. Director siempre recuerda a su papá en días como éste, 30 de mayo. Hoy celebran a Santa Dimpna, la patrona virgen y mártir de las enfermedades mentales. Su padre levantó este edificio, esta sala como el cine más chic de toda la ciudad y él desde hace tiempo tan sólo piensa en que le gustaría escapar de sus paredes de tela bordada, de la luz de sus lámparas modernistas y del olor a rancio que desprenden las enormes cortinas púrpura a ambos lados del escenario.

Entre el rumor más o menos apagado del público, el Sr. Director agradece la presencia de los asistentes: a las autoridades, a los pocos famosos locales, a los familiares de los internos, a sus detestados colegas y, cómo no, a los queridos pacientes. A todos los que forman esa gran familia de la que necesita huir.

Se siente un poco mareado, confuso. Algo no va como todos los años. Algo no va bien. Y tenía que pasar hoy, hoy precisamente que cumplen treinta años como institución y que han venido todos con mucho garbo, a lucirse y a criticar. Hasta la televisión autonómica ha mandado una unidad móvil para dejar patente lo enraizado que está este festival de primavera con nuestra ciudad. Los murmullos y los chistes verdes continúan interrumpiendo al Dr. Caballer, que acaba de tomar la palabra. Flota en el ambiente una gran carga eléctrica, una violencia sorda e inquietante.

“Hemos asistido a la proyección de grandes películas como ‘King Kong’ a cargo del cineclub que gestionan por entero nuestros pacientes. Internos y médicos nos han deleitado con conferencias edificantes y charlas de alto nivel académico e interés social. Representantes del taller de escritura nos han contado historias tan turbadoras como la de Laura, Dolores, Lola y la de Fabián Rana. Creo acertar con el ánimo general, si digo que todos hemos aprendido un poco más sobre el alma humana escuchando las canciones que han ido dedicando los internos a sus seres más queridos a lo largo de este día de celebración». Caballer hace un aparte y bebe agua. El Sr. Director no le quita ojo. El Doctor tiene toda la espalda mojada de un sudor probablemente frío y da muestras de que le crecen la desgana y la desazón.

“En especial, quisiera personalizar mi aplauso en nuestro huésped decano Orencio Sáez Tocino, a quien todos conocemos como Profesor Orencio. Hoy, una vez más como todos los años, el profesor nos ha instruido con su disertación, resumen de su obra inédita ‘Lux Aeterna. Para una teoría moderna de la sala de cine’. Cada vez que le escuchamos sentimos como su brillantez ilumina nuestras vidas y me devuelve lo mejor de mi infancia.”

El Sr. Director sabe que Caballer debe abreviar su discurso, nota que la fiesta está a punto de estallar en mil pedazos y, entre dientes, casi sin respirar, se le escapa el final de un rezo descreído, la última estrofa de la oración impresa para la santa patrona en las estampitas que reparten las monjas por hospitales y centros asistenciales. “Ruega por nosotros querida Santa Dimpna para que nuestra confusión sentimental, emocional y nerviosa cesen y podamos de nuevo disfrutar de la serenidad, la tranquilidad y la paz personal. Amén”. Las carcajadas generalizadas le devuelven a la realidad y busca con angustia, perdida ya su autoridad, cómo acabar lo más dignamente posible.

“Este año, nos vamos a despedir de todos nuestros ilustres y queridos invitados con una canción famosa: el ‘Stand by me’, de Ben E. King, con la versión dance realizada por nuestro grupo musical residente, Crime & Punishment que este año cuenta con la reciente incorporación de la voz de Natalia Garaventa, nuestra pícara Laurie y con la pianola de Fernando…” Los gritos y las palmas hacen inaudible la voz del Dr. Caballer que es rescatado del escenario por un misericordioso brazo amigo.

“El Tonto Simón, El Tonto Simón”, reclama la gente del gallinero. Al tiempo que suenan los primeros acordes de los músicos –“When the night has come / and the land is dark…”–, Adriano y Celentano, puestos en pie entre el público comienzan a llorar de forma dramática, golpeándose el pecho y los brazos el uno al otro y arrancándose el pelo mutuamente. De la platea crece un aullido siniestro y la excitación del peligro alcanza a todo el mundo, sanitarios, autoridades, enfermos, invitados. El Sr. Director sabe cuál es la deriva. Todos se mezclan en una avalancha que se despoja de la ropa y calzado a empujones y vengativos tirones. De algún lateral vuela hacia el cortinón el primer cóctel molotov y después otro, y otro más.

Fuera, la dotación antidisturbios espera nuevas órdenes. “Siempre pasa lo mismo…”, piensa el Sr. Director. Sabe que ahí están algún policía con galones y canas y algún novato de la brigada. “Nunca pasa nada», se dice ahora el Sr. Director. «Pero siempre están aquí. El año pasado la liaron al final por no sé qué historia de los himnos. Pero bastó con tres gritos y algún empujón que otro”.

Sin embargo, algo le dice que hoy no va a ser igual que otras veces. Nota en el ambiente un humo negro, muy denso y oye un rumor creciente que no presagia nada bueno. El Sr. Director alcanza a oír el grito descomunal de algún mando: “¡Joder, esto apesta a gasolina!”. Lo sabe. Se van a preparar con gases y mascarillas y van a forzar las puertas. ¿Llegarán los bomberos?

Un escalofrío recorre al Sr. Director. En la Sala están rezando. No. Están cantando como mártires ante el suplicio. Sus gritos lo llenan todo. Su desesperación parece anegarlo todo:

“Pregherò
Per te
Che hai la notte nel cuor
E se tu lo vorrai
Crederai.

Io lo so perché
Tu la fede non hai
Ma se tu lo vorrai
Crederai…”

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