El diablo sobre ruedas

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Admítanmelo y perdónenmelo. Una vez conocidos los detalles del atentado con un camión en Niza, la memoria nos hace recordar aquella persecución ideada por Steven Spielberg.

Si recuerdan, en el film no había justificación para el brutal acoso que sufre un transportista. Es el simple sadismo de un camionero… En Niza, el camionero parece ser el diablo, o al menos el brazo ejecutor de su dios particular. La vida humana, pues, no vale nada.

¿Podemos añadir algo más que no sea cháchara? ¿Podemos expresar aún nuestro pánico? Por supuesto, en la Tierra todo puede agravarse, todo puede empeorarse. No debe de ser muy difícil provocar un cataclismo. Sólo hacen falta temeridad criminal, coraje suicida y ausencia absoluta de compasión. Ah, y un arma de gran poder mortífero. Por ejemplo, un camionazo es un sofisticado producto de nuestra civilización. Emplearlo con voluntad asesina es sencillo, imagino.

«Su explosiva mezcla de megalomanía y sed de venganza, ansia de sangre y deseo de muerte podía estallar en cualquier patio de colegio, frente al Pentágono o en un mercado africano», dice Hans Magnus Enzensberger en su reciente ‘Ensayos sobre la discordia’.

¿Dónde está el frente? Como admitía Umberto Eco en una entrevista, desde la guerra del Golfo, la guerra ya no se desarrolla entre dos líneas de frente netamente separadas, y las nuevas tecnologías de comunicación permiten, de Bagdad a Washington, de París a Madrid, flujos de información que nadie puede detener y que desempeñan el papel que tenían antes los servicios secretos.

«La guerra produce una inteligencia permanente con el enemigo. Desde el 11 de septiembre, la guerra ya no concierne a dos países opuestos. Se enfrentan, por un lado, la comunidad occidental, y por otro, el terrorismo fundamentalista, que no tiene patria ni territorio», añade Eco.

«Peor aún, el territorio más seguro para el terrorista es el mismo país al que quiere amenazar y cuya tecnología y armas adopta (se han destruido dos torres estadounidenses con dos aviones estadounidenses); el enemigo vive en la sombra», prosigue.

«Aunque el fin de todo acto de terrorismo no es solamente matar ciegamente a algunas personas, sino también lanzar un mensaje destinado a desestabilizar al enemigo, desde el momento en que los medios de comunicación retransmiten estos actos (y no pueden evitar hacerlo), colaboran de hecho con el enemigo”. Hasta aquí, Eco. Punto y aparte.

Las guerras tienen frentes, incluso trincheras, enemigos reconocibles, uniformados, alineados, con banderas, con bayonetas. En las contiendas hay artillería y aviación, dos ejércitos combatiéndose y sobre todo unas imágenes censuradas. En nuestro mundo de hoy, esto es insuficiente.

¿Y el enemigo? La definición del enemigo… Si el combate contra el terrorismo islamista lo definimos como una Guerra Mundial (cuyas vicisitudes ya conocemos), entonces el enemigo también puede ser calificado en unos términos reconocibles.

El fundamentalismo islamista no es fascismo de nuevo cuño, como algunos se empeñan en calificar. En el islam moderno, la nación no es una referencia central de su organización política, entre otras cosas porque las estructuras estatales se ven como herencias o artificios coloniales: la unidad política real es, por el contrario, la comunidad de los creyentes, algo transnacional. Por tanto, llamar a los terroristas islamofascistas es un enredo conceptual de grandes dimensiones.

¿Y por qué este lío expresivo? Desde antiguo, los fenómenos nuevos, inauditos, tendemos a identificarlos con un léxico previo con el fin de conjurar fantasiosamente lo que ignoramos y, sin embargo, eso no reduce el proceso desconocido y las consecuencias inusitadas del acontecimiento.

Creo que tenemos gravísimo problema con la violencia extrema del islamismo, con los atentados, con las amenazas…: George W. Bush dijo en cierta ocasión que la guerra era un sitio peligroso.

Y creo que tenemos un grave asunto con lo real y el lenguaje. Los periodistas, los historiadores, observan la realidad, pero esa realidad no es un dato que se imponga sin intelección alguna.

Necesitamos un armazón conceptual que nos permita entender qué tenemos ahí enfrente, qué significado hay que darle para después transmitírselo a los lectores. ¿Me refiero al lenguaje?

Resulta obvio que es así, pero esa afirmación es insuficiente porque con los lectores no sólo compartimos un idioma del que nos servimos, sino también ciertos significados de las cosas, el sedimento histórico que las palabras tienen.

Pues bien, el nuevo terrorismo –que ya no es tan nuevo– es un fenómeno efectivamente reciente e inaudito, para el que nos faltan referencias, una conceptualización en la que se están empeñando los mayores expertos (no sin polémicas) y que no tiene por qué coincidir con la designación que a esos hechos les dan los Gobiernos y las Administraciones.

Hay un mundo externo, referencial, que funciona o sucede al margen de la voluntad del observador, sea éste un reportero o sea éste un investigador, pero ese mundo necesita, en efecto, de alguien que lo atisbe, que lo escrute y que, al final, sepa relatarlo, explicarlo e interpretarlo poniendo en orden los datos.

Para narrar, los cronistas (de la índole que sean) precisan un dato documentado y un vocabulario cierto: un léxico que aluda a algo externo que se quiere aclarar, pero sobre todo los cronistas necesitan los conceptos, las nociones generales y abstractas con las que indicar los datos concretos.

Pues bien, pese a los años transcurridos desde el 11-S aún estamos en esa fase previa, aquella en la que sólo empezamos a distinguir a qué refriegas nos enfrentamos y con qué rótulo calificamos al enemigo. Desde luego hay que tener escasa o nula piedad para cometer un atentado como el de Niza, la falta de compasión que demostraba diablo sobre ruedas.

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