Hace unos años, un spot televisivo puso de actualidad al Generalísimo. Exhumaba su recuerdo, vaya. El anuncio lo protagonizaba un anciano que hablaba del dictador, que apelaba al Caudillo. El abuelete parecía salido de la España de los sesenta. Con boina calada y con pana recia.
En el anuncio habían pasado muchos años desde la muerte de don Francisco Franco Bahamonde y resultaba que el abuelito estaba algo despistado. O hacía vida retirada o tenía un principio de demencia senil
Así, ante hechos chocantes que alguien le contaba (que el Real Madrid no ganara la Liga o algo así) siempre preguntaba: «¿Y Franco qué opina de esto?»
Hoy, 18 de julio, yo vuelvo a interrogarme por el Generalísimo y por la actualidad más reciente. Ando algo perdido. Como el anciano.
El abuelito del spot preguntaba por la opinión de Franco. Le salía un hilillo de voz, temblorosa. Lógicamente le tenía un miedo reverencial al tirano (permítanme decirlo así, con esta fea expresión).
¿Por qué miedo reverencial? La trayectoria del franquismo es una historia de violencias, es el despliegue de una variada gama de violencias que fueron aplicándose con mayor o menor eficacia durante décadas.
Fue un régimen que se ensañó con los perdedores porque, salvo breves períodos, estuvo respaldado por potencias extranjeras.
Durante años, el Caudillo reverenciado y temido, pudo ejercer un dominio discrecional, legitimado por la Iglesia católica. Y pudo ejercer también un poder arbitral, dueño de decisiones que favorecían a esta o aquella ‘familia’ política del régimen.
Cada vez que pienso en Franco me da un respingo. Fue tal el grado de embrutecimiento que llevó a la sociedad española, que la reconstrucción duró décadas. Aún hoy me pregunto por el asentimiento de una parte de esa sociedad.
Fueron el miedo, la persecución y la represión los que acabaron quitándonos la condición y la dignidad de ciudadanos. O sea, el franquismo dura por la violencia y dura por el consenso forzado y por la servidumbre voluntaria de una parte importante de los españoles.
La ignominiosa política del régimen y su ilegitimidad no fueron ampliamente repudiadas. Eran muchas la rutina y la anuencia y serán significativos el beneficio material y el magro bienestar disfrutados por trabajadores y por unas incipientes clases medias a partir de los años sesenta. Trabajadores crecientemente formados, sí, y clases medias agradecidas fueron el principio del fin.
En mi libro Españoles, Franco ha muerto (Punto de Vista Editores y Ediciones Sílex) me pregunto por el aprendizaje de la libertad, por el deterioro de la tiranía, por la aparición e influencia de una oposición política.
Llegados a este punto, a estas alturas de julio, yo también estoy despistado. El presente continuo y la información masiva nos aturden. Sólo la lectura, el estudio y una cierta distancia irónica me permiten mantener la cordura.
Lo que en 1975 era mi futuro es ya pasado más o menos remoto, pero ciertos hábitos del franquismo, ciertos lastres aún los acarreamos en la vida civil y en las instituciones políticas.
Yo no me pregunto, como el abuelete del anuncio, lo que Franco podría pensar de lo que hoy acaece. Me pregunto lo que pensamos de Franco y de su régimen, de las indignidades que se cometieron y cuyo recuerdo aún perdura. Me pregunto, oh amigos, por los efectos de una dictadura ignominiosa. Hay lastres de los que no nos hemos desprendido. ¿Adivinan cuáles?
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Ilustración: obra de Antonio Barroso para Españoles, Franco ha muerto.
La Historia le debe mucha verdad a ese periodo, y Ud no se ha percatado todavía de los pormenores importantísimos, se alimenta de banalidades; por lo menos de momento, lleva su tiempo.
Salvo el error del ensañamiento una vez rterminada la guerra, lo demás no está en
su justo lugar. Como que los socialistas la empezaron despreciando las votaciones
, los resultados que no respetaron. Y a partir de ahí cualquier cosa…