He detallado en alguna otra ocasión lo que para mí supuso el descubrimiento de Edgar Allan Poe. No repetiré la evocación de ese episodio. Mis amigos se aburrirían.
En mi juventud y ahora, Poe era y es un autor maldito que milagrosamente sobrevive, que apenas malvive. Siento un inmensa solidaridad con ese ser desvalido.
Poe era y es un escritor que todo lo sacrifica a su genio, a ese genio que aturde y conmueve, un creador que se solaza con todo tipo de estimulantes, con alcoholes y láudanos.
“Se ha invocado a menudo el tema de la afición a la bebida de Poe como causa de sus infortunios”, dice Peter Ackroyd en la biografía que le dedica. “Hay muchos documentos que indican que bebía durante tardes, noches e incluso semanas enteras”, añade.
Beber sin parar para así huir de lo que es feo o absurdo. Y eso para qué… Beber para no ser consciente, enteramente consciente, de lo que haces o, a la postre, jamás podrás hacer.
Poe maltrata su cuerpo para dar lo mejor de sí mismo, para llegar hasta el límite de su materia. Eso sí: en medio de la indiferencia, la indiferencia decepcionante de sus contemporáneos.
Se sabe culto, afrancesado. Poe se sabe culto y afrancesado. Se tortura con los espectros de un mundo en cambio. No sabe exactamente a qué conduce ese presente convulso. Y, como tantos, se guía con dificultad en un mar de señales equívocas. Punto y aparte.
Poe fue para mí, para quien firma, una epifanía de la adolescencia, todo un arrebato: lenguaje, expresión y sentido. Me trastornó como pocos autores lo han conseguido y eso que no me considero fácilmente impresionable.
Por supuesto no tardé en acudir al original, a ese inglés rítmico y cadencioso, a esa lengua explosiva. Y así la lectura a los dieciocho años de The Raven, por ejemplo, me alteró como pocos poemas me han conmovido.
Seguramente el sentimiento de terror que inspira su ritornello (‘Nevermore, nevermore’) me excitaba y aún me angustia. Y seguramente no es para tanto…
Siempre regreso a Poe. No hay temporada que no vuelva a él, como quien paga un tributo contraído y jamás saldado. Le debo tanto.
Por ello, hoy regreso a ‘La caída de la casa Usher’. Ahora en español y en la edición de Nórdica, que recupera la versión De Francisco Torres Oliver.
Es éste un ejemplar, inquietantemente ilustrado por Agustín Comotto, que adquirí en la Librería Gaia.
Lo releo y redescubro lo siniestro: la inquietante extranjeridad que nos habita, lo extraño que en nosotros está alojado, la patología incurable, lo ordinario y raro. Descubro un diagnóstico que me resulta familiar:
“…los ataques de Poe eran fruto de la irritación de una naturaleza sensible exasperada por algún sentimiento de agravio indefinido”, nos recuerda Peter Ackroyd. Roderick Usher vive exactamente eso.
En Poe estamos rodeados de objetos, artefactos, edificaciones que parecen tener vida propia, quizá un alma torturada; estamos rodeados de personas que creemos corrientes y previsibles; estamos rodeados de apellidos linajudos que cargan con algún baldón.
Una levísima variación y una apariencia nueva (o un hecho pequeño pero inexplicable) alteran el orden cotidiano de las cosas.
Y esa pequeña alteración, esa cosa siniestra, se da cuando regresa lo que habiendo sido conocido o familiar se reprimió o se olvidó después. Enumeremos este decálogo.
Uno: nervios alterados.
Dos: inhumaciones prematuras.
Tres: brotes de catalepsia.
Cuatro: casas malditas, edificaciones malsanas que se hunden y con ellas linajes milenarios.
Cinco: mesmerismo y tratos inconscientes.
Seis: muertas que fueron bellísimas y que ahora hechizan y espantan.
Siete: tintineo de huesos que son algo más que fantasmas.
Ocho: cadáveres que parecen vivos.
Nueve: tempestades que nos llevan al centro del horror.
Diez: muertos que espían y vigilan en la oscuridad.
Envidio a quien aún no ha leído a Poe. O a quien no sabe nada de él. Es improbable, porque las ensoñaciones del escritor americano forman parte del aire que respiramos desde hace siglos.
Son fantasías patológicas que han servido para imaginar los horrores de H. P. Lovecraft o para moldear los pánicos de Stephen King.
Cómo funciona lo fantástico, lo extraño o lo maravillo, nos preguntamos. Digámoslo con Tzvetan Todorov:
“En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros”. Sin encantamiento.
En un mundo así…, “se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar”, añade Todorov.
“El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles”.
¿Cuáles? “O bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son”, dice
“O bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos…”, apostilla Todorov. El horror, pues.
Y añade: “Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico para entrar en un género vecino: lo extraño o lo maravilloso”.
Ahí estamos… En la Casa Usher, un edificio linajudo que nos es ajeno, un caserón que no soporta la carga de siglos. Estamos en un castillo de origen medieval. O edificado en el siglo XVII, qué más da.
No sabemos qué pasará.
Ya les contaré.