La historia de mi máquina de escribir

La Olivetti Lettera 32 no cabe en el marco. Sus dimensiones sobrepasan los estrechos límites de la fotografía. Y eso que es una máquina portátil.

Por tanto de tamaño menudo, de peso ligero, un dispositivo apto para viajantes de mucho recorrido.

La compró mi padre para la casa y principalmente para mí. Era un hombre avanzado. Mi papá, quiero decir.

Sabía que el futuro era digital. Vamos, que el porvenir era cosa de aporrear con los dedos un teclado. Eso era lo que nos aguardaba.

Intentó que yo aprendiera el método, el Método (de está manera se decía). El ingenio de Olivetti data de 1964 o así.

Eso significa que, cuando apareció por mi casa, era un artefacto de mucha novedad y un prodigio funcional.

De inmediato supe que me acompañaría muchos años, que allí estaba mi futuro, que yo sería un hombre de letras.

Supe, en fin, que con ella escribiría mis primeras colaboraciones periodísticas y mis preceptivos trabajos académicos: la tesina y la tesis doctoral.

Me acompañó, sí, en momentos de euforia, mientras tecleaba con embriaguez lo que me venía en gana, lo que se me venía a la mente.

Y me acompañó en períodos de abatimiento, mientras padecía el cansancio físico de la creación ordinaria.

Sin ir más lejos: hacia 1986, tras la tesis doctoral, tras meses y meses de esfuerzo, yo ya no podía leer y sólo Wilt, de Tom Sharpe, un libro recomendado por un amiga, me salvó (como ya he contado en un par de ocasiones).

Meses y meses tecleando con estrépito, con furia vesánica, desoso de acabar aquel mamotreto que finalmente tuvo más de mil holandesas: la tesis doctoral, ya digo. Uno no podía salir con bien de esa intervención. De esa operación.

Muy cerca de mí siempre estaba el Método, de tapas naranjas que mi padre había traído con la Olivetti. O quizá después, no sé, para ver si así hacía de mí un hombre de provecho, un tipo con habilidades de mecanógrafo.

Mi padre siempre fue un hombre manual. Es decir, un manitas. No lo consiguió: no consiguió hacerme un tipo habilidoso.

Jamás lo empleé, el manual, para escándalo de mi progenitor. Qué desidia, solía apostillar. Así eran, sí: mi padre y mi abandono.

Aunque disponía del manual, yo jamás utilicé los dedos. Quiero decir que jamás usé todos los dedos: con apenas dos me bastaba y aún me basto. Mi padre nunca consiguió refinarme.

Cuento todo esto porque me lo ha recordado mi última lectura. O relectura, mejor dicho. He vuelto a La historia de mi máquina de escribir (2001), de Paul Auster.

Es una broma y una declaración de amor, la historia de unas relaciones mecánico-afectivas.

Y sobre todo es la conversión de una Olympia portátil del 62 en un personaje vital y en un objeto de representación pictórica.

Sam Messer, amigo de Auster, la pintó y la fotografió durante años dotándola de estados anímicos. Nada menos.

“Poco a poco”, añade el escritor, Messer “ha ido transformando un objeto inanimado en un ser con personalidad y presencia en el mundo”.

Que esto haya ocurrido le hace a Auster sentirse orgulloso, “orgulloso de mi máquina de escribir”, esa cosa “anticuada y llena de abolladuras”.

Al fin y al cabo se ha constituido en un “valioso tema pictórico” con las raspaduras y las vejaciones del tiempo, podríamos añadir.

No tuve una Olympia del 62, pero sí conservo una Olivetti del 64. No tuve a un Sam Messer que me retratara con el cacharro, pero, qué quieren, yo también he querido escribir La historia de mi máquina de escribir.

Admito que no le he sido fiel.

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