He leído como poseído, como un poseso, Lluvia fina (2019). Es la nueva novela de Luis Landero. Hace un par de días dije que me sumía en la lectura apresurada e irrefrenable de esta obra, como suele ocurrirme habitualmente con otros libros del mismo autor.
La novela es angustiosa. La novela es amarga aunque con momentos cómicos y hasta dichosos. La felicidad y sus límites son motivo de reflexión.
Por otra parte, la novela es una epifanía de sentimientos y de emociones estrictamente familiares. Es una suma de descubrimientos inciertos.
Es un relato triste, como tristes son las novelas de Landero, en las que siempre el afán, el Afán, arruina los mejores deseos o nos empuja hasta metas inalcanzables.
Todo lo que en esta obra se cuenta ha sido alguna vez narrado, ha sido alguna vez mostrado: en el cine, el teatro, en el propio género novelesco. Es una ficción doméstica en la que los personajes tienen algo o mucho que reprocharse.
Asistimos como lectores a una inspección intima, a una averiguación particular que no nos compete. En el fondo, los destinatarios obramos como cotillas y, por las revelaciones del narrador, descubrimos un pasado que no es pasado, que no ha pasado.
Luis Landero sabe darle una vuelta de tuerca a la historia familiar, a los rencores íntimos, a las interacciones tortuosas, al dolor paternofilial, a los espasmos que padres o madres e hijos sienten al tratarse y verse.
Ignoro cuál es la historia verídica de la que procede —al menos remotamente— esta novela. Ignoro si la historia auténtica en la que está inspirada fue tan dichosa, tan vulgar y tan atroz como la que aquí se cuenta.
El dato real, el resto diurno, el referente o el hecho circunstancial son en este punto irrelevantes. Lo externo no cuenta… Cuenta la estrategia del narrador.
Todo es objeto de versiones. La novela familiar, la circustancia que une y desune, que ata y desata a los parientes y a los afines, es una suma de visiones, una adición de palabras, un runrún contradictorio.
Si nos dejamos abandonar por el tópico, podríamos decir que Luis Landero sabe explorar la psicología femenina. Resulta un estereotipo y un elogio perverso decir estas cosas de un novelista varón.
Pero, más allá del tópico, es cierto que Landero adopta la perspectiva, el punto de vista o las voces narrativas y muy expresivas de las mujeres.
En este caso, alguien en tercera persona nos cuenta lo que Aurora ha ido escuchando, recibiendo y por tanto ha ido asimilando. Son sus cuñadas, su cuñado, su suegra y su propio marido quienes detallan versiones de unos mismos hechos. Y Aurora, que vive su propia dicha y amargura, escucha.
Como en Tifón (1903), de Joseph Conrad, el mismo fenómeno, el mismo cataclismo, el mismo desastre que a todos afecta, es contado y evocado por cada uno de los que fueron testigos y protagonistas. Con grandes o leves variaciones.
Todos ellos dan pormenores y minucias de hechos que casan mal, que son contradictorios con los detalles que los restantes testigos o protagonistas proporcionan.
En Lluvia fina es Aurora la depositaria de las palabras y sabemos que ella “ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes”. Sabemos que sabe que tampoco lo son “las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar”. Las palabras quedan y los malestares permanecen. Igual que permanecen las injurias reales o presuntas.
“Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. Hay algo en las palabras que, ya de por sí, entraña un riesgo, una amenaza, y no es verdad que el viento se las lleve tan fácilmente como dicen”, nos precisa el narrador.
“Puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos, y hasta de los dichos más triviales, sigan como en letargo durante muchos años”. ¿Cómo?
En estado latente. Es posible que esas palabras aguarden “una segunda oportunidad de regresar al presente para aumentar y corregir lo que no quedó del todo claro en su momento”.
Y lo que vuelve es lo siniestro, aquello que debiendo estar enterrado o bien enterrado regresa para conmocionar y trastornar. En el caso de ser desvelado, lo que está oculto provoca un caos emocional.
No sólo vuelve la injuria real, la objetiva y constatable. Regresan también odios inexplicables, ulceraciones invisibles. Afloran hecho jamás ocurridos y que son recuerdos creadores.
La novela de Landero recrea el folletín más serio, una crónica familiar melodramática, con una prosa que se basa principalmente en el habla de las protagonistas. Y recrea la mejor tradición de las tragedias domésticas y femeninas. Hasta Anna Karenina está aquí presente.
Los personajes nos acompañan. Los fantasmas, también.