En este post hablo del texto sangrado, no del texto sagrado. Sólo es una letra lo que separa ambos adjetivos, tan distintos. ¿Tan distintos?
Bien mirado, lo perteneciente a la sangre es asunto sagrado para las creencias religiosas, ¿no es cierto? Aunque no es esto aquello sobre lo que quería extenderme.
Se dice de un texto sangrado cuando una línea (normalmente la primera) tiene un margen mayor que el resto del párrafo: vamos, lo que hacemos cuando al escribir ponemos punto y aparte.
En Facebook, que yo sepa, tal cosa no puede hacerse o al menos yo no soy capaz de sangrar los párrafos de mis escritos, cosa que me lacera. Lo disimulo bastante bien, pero insisto en que lo veo como una injuria innecesaria que Mark Zuckerberg me inflige.
Hablemos de otras injurias del texto. Las erratas, por ejemplo. Las erratas, que aquí cometa, son responsabilidad mía y en ese caso también las vivo como laceraciones.
Esas heridas se pueden restañar, porque los posts pueden editarse una y otras vez y, por ello, puedo asear un texto que por precipitación o despiste salió mal parido.
¿Pero qué ocurre cuando las erratas son cosa de un libro impreso, publicado en papel? Quienes escribimos padecemos mucho cuando esos despistes nos llevan a cometer errores de bulto (signifique eso lo que signifique). O, peor aún, cuando unas erratas o una suma de erratas se enseñorean de nuestro texto ya impreso.
Hieren a la vista y hasta vemos que se adueñan del escrito. Cuando eso sucede y así lo sentimos, las erratas, sobre todo las erratas, son otra vez e irremediablemente laceraciones o ulceraciones por las que sangramos sin parar. No hay posibilidad de editar…
En ocasiones, sin embargo, las erratas y los errores son expresiones creativas que aportan originalidad imprevista e involuntaria a un texto anodino o inerte. No seamos vanidosos. Un trastrueque o un traspié puede salvarnos milagrosamente o puede insuflar vida a un escrito nuestro, tan tedioso.
Este texto que ahora he publicado sin sangrar y que no tiene nada de sagrado me lo inspira un aforismo de Ramón Eder. Y me lo inspira también una de las autobiografías intelectuales que más me han emocionado.
La leí hace años, pero su efecto en mí es perdurable. ¿Su título? Errata, de George Steiner, del que tanto he querido aprender, captar.
Steiner dedicó muchas páginas a los textos, a los textos propiamente sagrados, no sólo los religiosos. También los libros egregios que forman parte de la tradición, esos volúmenes que tanto nos mejoran, que tanto nos corrigen.
Dice Ramón Eder:
“Corregir es mejorar un texto corriendo el riesgo de estropearlo.”
Así es, así es… La capacidad humana para estropear lo que de entrada no era bueno ni excelso es casi infinita.
Sangro por la herida, pues. En fin, cuando reparo en una errata en un libro mío me resigno a lo obvio: ya no reparo la errata. Soy ese tipo impreso que con ella carga y sangra.