Noto cansancio entre los conciudadanos.
La obligatoriedad de la mascarilla como medida preventiva contra el coronavirus agota ya a muchos compatriotas. Y uno lo entiende. Todos preferiríamos hablar sin filtros, dejando salir el vaho y los vapores.
Pero… hay que contenerse.
Yo, siguiendo y parafraseando casi literalmente al marqués de Sade, les pediría un esfuerzo más.
Repitamos con Sade… Conciudadanos, un esfuerzo más si queréis permanecer sanos. “No vengo a ofreceros grandes ideas”, afirma el marqués. “Sólo advertencias comunes”.
¿Cuáles?
Respondamos con Sade. “Escuchadlas y meditad sobre ellas; aunque no todas agraden, por lo menos se aceptarán algunas”. Si se aceptan, “con esto habré contribuido en algo al progreso de las Luces y así quedaré conforme”.
Ea.
Me pasa lo que al marqués y no lo oculto en absoluto: observo con pena la lentitud con que tratamos de llegar a la meta. E insisto con Sade… Presiento con inquietud que estamos a punto de fracasar una vez más si la fortaleza de los conciudadanos se debilita.
¿Nos molesta la mascarilla?
Imaginad, compatriotas, un porvenir sin vacunas. Imaginad que nos tocara pasar dos o tres años sin el antídoto. El barbijo sería el mínimo embozo.
Para convenceros traeré un recuerdo.
De pequeños, a los niños de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, nos inocularon abundantemente. La infancia era un pasar, sobrepasar obstáculos y peligros. Nos inyectaban vacunas contra todo tipo de enfermedades.
Y nosotros, amantes del progreso, admitíamos la bondad de esos tratamientos. Resignadamente aceptábamos ser unos privilegiados. Y éramos tal cosa.

“Imagina el mundo sin vacunas y sin penicilina”, me decía mi señor padre, un sanitario de mucho empeño y habilidad. “Imagina el mundo anterior al Dr. Fleming”, me insistía.
“Nos hemos librado de la fatalidad de las infecciones”, me aseguraba. Nos hemos librado de la temprana muerte, de la muerte escandalosa e inevitable.
Y yo, tan frágil (o eso me decían), celebraba haber nacido en el siglo XX. Suspiraba con alivio por haber sobrevivido a las asechanzas mórbidas que se cernían sobre la infancia.
La mascarilla era y es la mínima molestia que oponer a un descalabro general del que aún no hemos salido.
En este contexto, el barbijo es un cordón sanitario, como tantas veces en la historia.
Y es como el condón: nos protege de los fluidos y los aerosoles, nos asegura frente a enfermedades de transmisión oral, frente a las gotículas y frente a los ataques aéreos.
Esto requiere un Renacimiento. O un poco de conocimiento.
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