Durante siglos, Europa ha experimentado una mejora de sus infraestructuras terrestres.
Poco a poco, las diferentes sociedades del continente han ido trazando recorridos, itinerarios, destinos…
Desde la ruta de la seda, de las especias, hasta el Grand Tour, pongamos por caso.
Durante milenios, la vieja Europa ha ido urbanizándose, fijando vías de comunicación que servían para delimitar los territorios, las soberanías, las formas de vida.
Con la caballería, con el ferrocarril, etcétera, los europeos han atravesado espacios abiertos y acotados, en paz o en guerras devastadoras.
Gante, en Flandes, en la actual Bélgica flamenca, es una ciudad martirizada por distintos choques bélicos.
Allí en 1500 nació el emperador Carlos V, pues la ciudad pertenecía a la corona española.
A lo largo de los siglos distintas soberanías redefinieron la índole y pertenencia de sus habitantes.
Así Gante será parte de los Países Bajos Austriacos, parte del Reino Unido de los Países Bajos y finalmente, desde la revolución de 1830, parte de Bélgica.
Cuando estuve en 2016 realizando una visita turística, los folletos y prospectos me señalaban toda la edificación histórica y monumentos merecedores de aprecio.
Por supuesto realicé numerosas fotografías. De todos parajes el que más me impresionó fue este que ahora reproduzco.

No es un edificio que acumule siglos, no es un monumento a las glorias del pasado.
Es un parking, un parking de bicicletas. Es tal el abigarramiento, que parece un lienzo en el que apenas se perfila una mancha de color.
Sin duda pueden intentarse numerosas interpretaciones de esta fotografía.
Para mí es el progreso y el proceso de la civilización, por decirlo con Norbert Elias.
Pero también hay en ella algo siniestro, opresivo. Y hay algo gregario que a los mediterráneos nos asfixia.
Desde entonces, desde el 16 de octubre de 2016, cavilo sobre ello.