Hace décadas, Valencia era emblema de la pequeña industria o de la agroindustria. Valencia era sede de negocios y de comercios prósperos.
Los cronistas hablaban del carácter fenicio de sus naturales. Valencia era una ciudad en donde la gente activa y conceptiva tenía mundos y proyectos en la cabeza.
Ese activismo y, a la vez, una ‘joie de vivre’ típicamente mediterránea se asociaba a las Fallas, a los ritos festivos. La fantasía local era industriosa.
En 2013, tras la crisis de 2008, las cosas habían cambiado. Valencia aparecía como la tierra de los especuladores, de los ventajistas.
En la Comunidad Valenciana se habían multiplicado los tipos avispados, muy mundanos, en cuyos negocios se entreveraban lo público y lo privado.
Solían ser individuos próximos al Partido Popular, hegemónico en las instituciones locales y autonómicas. Sabían qué hacer para enriquecerse.
De la obra pública y de los proyectos edilicios podían extraerse pingües beneficios.
Eran beneficios de los que se servían los particulares y, en otra escala, el propio PP de la Comunidad Valenciana.
En esta tierra se extendió una idea errónea del mundo en el que muchos cayeron.
El lema podía resumirse así: soy rico, creo ser rico, espero ser rico. Estar cerca del poder popular facilitaba el cumplimiento de dicho sueño.
Hacia 2013, ese mundo y esas expectativas estaba en gran parte en ruinas.
Eduardo Zaplana, Francisco Camps o Rita Barberá habían perdido el brillo de la prosperidad.
Individuos instalados en las instituciones habían acumulado ingresos de difícil justificación.
A la vez habían repartido el dinero a manos llenas entre unos pocos, los pocos de una red.
Zaplana, Camps o Barberá, entre otros, aparecían en la prensa vinculados a operaciones de dudosa legalidad o simplemente corruptas.
En La farsa valenciana, libro que publiqué en 2013, trataba muchas de estas cosas.

No era un examen pericial del despilfarro. Era un análisis impresionista y doloroso de la herida valenciana, de los modales ostentosos y corruptos. Y era un estudio de caracteres, esos personajes y sus trapisondas.
Me valía de la antropología, de la psiquiatría. Y de la historia, claro.
Permítaseme esta metáfora: todas ellas son disciplinas forenses que examinan lo pasado, lo remoto, lo muerto y que sirven para averiguar el crimen, sus autores y las víctimas.
¿Recuerdan El Reino (2018), de Rodrigo Sorogoyen? Pues los personajes de aquel drama compartían protagonismo en mi libro: promotores, constructores, mediadores.
Hacia 2013 no había escándalo político en el que Valencia y sus políticos no estuviesen implicados.
Los casos se sucedían y no siempre se resolvían con una justicia lentísima y hasta inoperante.
Caso erial, Caso Terra Mítica, Caso Gürtel, Caso Fitur, Caso financiación del PP, Caso visita del Papa, Caso Fórmula 1, Caso Brugal, Caso Emarsa, Caso Imelsa, Caso fuego, Caso pitufeo, Caso Nóos, Caso Carlos Fabra, Caso cooperación.
Etcétera, etcétera.
Por doquier, en los juzgados de España, aparecían presuntos delincuentes nacidos en la Comunidad Valenciana. O madurados en esta tierra.
Aparecían avispados, listos, pícaros, ventajistas y embaucadores que hacían trampas.
Hacían trampas para obtener subvenciones, favores, mercedes y prerrogativas, informaciones privilegiadas y pingües beneficios.En esos presuntos latrocinios, parte de los cuales aún están siendo juzgados, lo público y lo privado se mezclaban, se confundían.
Las contratas, las recalificaciones de terrenos, las empresas ruinosas de las que se hacían cargo las instituciones, etcétera.
El muestrario de tretas, de artificios, de pillerías era tan amplio que provocaba el sonrojo de la gente honesta, su enfado, su escándalo.
El libro que entregué lo escribí con guasa y dolor, pues en sus páginas había broma y análisis, zumba e inspección.
Era el recorrido que un espectador valenciano emprendía lo largo de últimos veinte o veintitantos años.
Cuando empecé a escribir sobre dicho asunto (que me resultaba antipático, a qué negarlo), Valencia era un caso prototípico.
Era un caso prototípico de éxito y corrupción, de fracaso político y de agio y negocio dudoso o simplemente delictivo.
‘La farsa valenciana’ apareció en la Feria del Libro de Madrid de 2013 y se vendió en toda España. No sé si poco o mucho, aspecto material del que no sé si alegrarme o avergonzarme.
Suelo ser poco optimista en términos políticos. Pero por una vez confié y confié para bien.
Cuando las instituciones locales y autonómicas cambiaron de signo político gracias al Pacte del Botànic (2015), volvió la esperanza.
Tras lustros de despilfarro, enjuagues y corrupciones varias, cabía pedir y exigir otra forma de hacer política.
Por una vez, la Comunidad Valenciana no tenía por qué aparecer como el hazmerreír de España.
O como el modelo en que otros pícaros de distintas comunidades se inspiran para cometer delitos y trapisondas.
Repito: cuando las instituciones locales y autonómicas cambiaron de signo gracias al Pacte del Botànic, comenzó a airearse y a sanearse la política valenciana.
Uno, que no deja de ser alguien moderado, sólo expresaba un deseo modesto.
“Ahora sólo pido a los mandamases actuales, a los de aquí y a los de Madrid, que no nos avergüencen”.
Ya ven. Soy fácil de conformar. Y, en efecto, el bochorno que provocaba la política valenciana del PP desapareció.
Es más, hoy se ve el ‘Pacte del Botànic’ como un éxito de limpieza y de redefinición de lo territorial.
Jordi Amat lo ha expresado con justeza y precisión en una de sus columnas en El País. En “Una alternativa española” (21 de mayo 2023) dice:
“Hay un laboratorio donde se experimenta para reformar el modelo territorial: la Generalitat valenciana.
“Tradicionalmente, la evolución de nuestro Estado compuesto la propulsaron nacionalismos centrífugos.
“Así, a la vez que se generalizaba el autogobierno regional en el España, las élites políticas vascas y catalanas se dotaron de efectivas herramientas de nacionalización.
“Esta dinámica se desgastó y el procés acabó por llevarla a su colapso. Hoy, el tradicional liderazgo catalán ni está ni se le espera.
“La alternativa valenciana, por el contrario, está proponiendo un potente cambio de paradigma. Y la ciudadanía lo ha interiorizado.
“Cada vez hay más valencianos cuyo sentimiento de identidad territorial es dual (en 2022 un 63% se declara tan español como valenciano) y en la última década el orgullo de comunidad ha aumentado 10 puntos.
“No es nacionalización. No solo emociones. Es la consolidación de un discurso crítico con el centralismo en base a datos objetivos religado a una acción gubernamental cuya prioridad es la creación de las condiciones para la reindustrialización.
“Es política”, concluía.
No sabe Jordi Amat cuánto le agradezco este punto de vista, esta valoración.
Por una vez, como arriba decía, hemos dejado de ser el hazmerreír o el modelo de la corrupción para ser otra cosa más modesta, más digna y más igualitaria.
Espero que ese laboratorio de ideas útiles y prácticas que mejoran el funcionamiento de las instituciones se mantenga. En estas elecciones nos jugamos mucho.
Por supuesto, en el Partido Popular de la Comunidad Valenciana hay conservadores muy respetables, gentes de orden, personas honradas.
Son individuos que no se mueven en la sombra, en covachuelas, para sacar ventajas.
Pero en ese partido ha habido y hay también “mala gente que camina” (por decirlo con Antonio Machado). La nómina es muy abultada y sobresaliente.
Son muchos los militantes ilustres de esa formación que nos han avergonzado.
Mala gente que camina: los califico así por las fechorías que se les imputa y por la suma de oportunismo, ventajismo y elitismo de que se han servido confundiendo al público. Todo ello hecho, además, con jactancia y malas artes.
Por ejemplo, si son ciertos los informes de la fiscalía y la policía, la conducta de Eduardo Zaplana, por ejemplo, es sencillamente inverosímil: era una especie de depredador…
No olvidemos esas malicias y delitos, propios de trepas recientes o de millonarios rancios, propios de buenas familias o de linajes sobrevenidos.
La mayor parte de lo que está en curso o ya juzgado es moralmente reprochable.
Me refiero a conductas dispendiosas, propias de gentes que han derrochado dinero público con ostentación y pretensión. Ostentación y pretensión de nuevos ricos.
Me pregunto si estamos dispuestos a olvidar o a perdonar sin más cuando muchas de esas granjerías y beneficios privativos y exorbitantes del PP ofenden al votante conservador y al votante progresista.
Por favor, no lo olvidemos.