Quiero que entiendan lo que un historiador hace por la sociedad sin ser inmediata y generosamente recompensado.
Son tareas de paciente búsqueda. Son trabajos de cotejo y exégesis (perdonen los palabros). Todo ello nos obliga durante días, semanas, meses…
Algunas personas que siguen lo que escribo se sorprenden de que yo dedique una parte de mi tiempo a leer a Cayetana Álvarez de Toledo, a Toni Cantó, etcétera.
Ya les tengo dicho que acometemos tareas mucho más enojosas y sacrificadas. Son esfuerzos de paciencia, insisto.
Quienes nos dedicamos a esta profesión leemos por gusto y, con frecuencia, a disgusto. A veces con esfuerzos ímprobos, a veces con ligereza.
Consultamos documentos cuya información nos enriquece y nos orienta hacia el objeto y el objetivo.
Y consultamos también otros cuya prosa anodina, burocrática o funcionarial, simplemente nos aburre sin aparente recompensa.
Pero los historiadores somos personas de temple. En todo momento debemos mantener la compostura, la abnegación, sin pesadumbre alguna.
Si no antes, el pago o la recompensa vendrá al final. Siempre hay un camino de salida y de retribución.
En la biografía que hoy me ha tocado consultar hay una joya que, a pesar de haberla leído muchas veces, aún me provoca estupor y risa.
Me refiero a la obra que Joaquín Arrarás dedicara a Franco (1937). El volumen se las trae. Es, por supuesto, una exaltación hagiográfica que uno debe soportar con entereza.
Pero luego, cuando estamos a punto de concluir la lectura de la obra, tan fatigosa, nos encontramos la perla que justifica todo el esfuerzo.
Ha valido la pena tanto párrafo enfático y cursi.
Ha valido la pena.
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La sonrisa de Franco
El Generalísimo y Jefe del Estado español se ha instalado en el palacio episcopal de Salamanca.
Su despacho tiene algo de cámara oscura de radiólogo, donde Franco somete a España—a la libre y a la cautiva—a un examen de rayos X.
El general contempla el organismo nacional con sus roturas, cavernas, fibras relajadas y músculos sanos y en tensión. España sin veladuras ni secretos.
Desde aquella cumbre altísima se ve con más claro detalle el panorama nacional, y se siente también con más fuerza la opresión de la responsabilidad.
Hoy como ayer, el general Franco sabe sostener el timón cara a la noche y a la tormenta, para llevar la nave a puerto seguro.
Buen timonel de la dulce sonrisa, siempre a flor de labios.
Una sonrisa gentil y natural, que es resplandor de un alma sana.
La sonrisa con que Franco ha sabido acoger desde su juventud todas las esfinges que la vida puso en su camino.
La sonrisa de las primeras mañanas de Melilla, que no apagó la catástrofe de Annual; la sonrisa con que salió de Xauen, con que desembarcó en Alhucemas, con la que aterrizó en Tetuán, con la que entró en Toledo, con la que recibió la noticia de su elevación a la Jefatura del Estado.
Sonrisa que es saludo a la vida, desprecio a la adversidad, aroma de optimismo, rúbrica de victoria…
Que conoce toda España, la liberada y la roja. Que ha trascendido al mundo, y es universal como la mirada acerada y fiera de Mussolini o el ceño de Hitler.
Sonrisa de Franco que ilumina en su nuevo camino a la España renaciente, mártir y gloriosa…
Joaquín Arrarás, Franco (1937).


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