Leo a dos ilustres escritores, veteranos de la novela española. Me refiero a Eduardo Mendoza y a Luis Landero. Y me refiero concretamente a sus novelas recién publicadas: Tres enigmas para la Organización (2024) y La última función 2024).
Llevo años guardándoles fidelidad. Lo plasmé en mi libro La imaginación histórica (2012). Y, desde entonces, en diferentes reseñas que he ido publicando.

De Luis Landero no me salto ni una novela. Cada novedad suya la disfruto con urgencia, cosa que me lleva a releerla al poco de terminarla.
¿Con qué objeto?
Con el fin de captar lo que se me pasó, con el propósito de deleitarme otra vez con la frase de sus protagonistas, de sus narradores.
La de Landero es una sintaxis variada de acuerdo con las voces de sus personajes. Es varia, sí, pero siempre refinada y recia, de una calidad sonora y hasta lírica, que no redicha.
Descubrí a Landero en Juegos de la edad tardía 1989) y, salvo algún decaimiento manierista (Caballeros de fortuna, 1994), me sigue deslumbrando.
De sus últimas novelas prefiero Una historia ridícula (2022). Jamás podré olvidar a su protagonista y narrador, un ser pomposo que dictamina y sienta cátedra con suficiencia, valiéndose de su engreimiento y sus saberes mediocres.
En Landero siempre hay un riesgo: que lo que resulta el motivo central de su escritura pueda reiterarse.
¿Y cuál es el motivo central?
Sus protagonistas suelen atravesar un periplo semejante: pobres o menesterosos se ven sacudidos por un afán desmedido; ignorantes de sus mediocres cualidades tropiezan con toda clase de obstáculos, cosa que provoca la frustración subsiguiente; a la postre, una redención menor, real o irreal, los salva.
Este motivo se multiplica en numerosas historias con recursos distintos y con sorpresas imprevistas. Espero que este logro, confirmado una y otra vez, se corrobore cuando acabe ‘La última función’.
Punto y aparte.
Tres enigmas para la Organización, de Eduardo Mendoza, ya la he acabado. ¿Y….?
Mendoza lleva unos años amenazándonos. Entiéndaseme. Nos anuncia el fin de la novela en general y, más en concreto, el fin de su itinerario como novelista.
Empezó como escritor posmoderno, conocedor profundo de la tradición, y al final parece practicar la literatura del agotamiento.
De Mendoza me salto últimamente algunas de sus obras, esas con las que dice terminar ya su ciclo como escritor, esas en las que pregona una y otra vez su definitivo silencio.
Creo que la novela se le ha convertido en un artefacto de rutinaria composición. Domina primorosamente la técnica, pero parece haber renunciado a la gravedad, a su chispeante y profundo hacer.
Por supuesto, lo cómico siempre está presente en Mendoza, pero ahora se vuelve frecuente ocurrencia o chocarrería.
Quienes le somos más o menos fieles desde La verdad sobre el caso Savolta (1975) siempre esperamos lo mejor de lo mejor. Mendoza parece conformarse con lo bueno.
La última novela suya que verdaderamente disfruté en toda su hondura fue Una comedia ligera (1996), una sutil combinación de crónica social, crítica de costumbres, examen psicológico, acción trepidante y metaliteratura.
Hecho en falta una obra así.
Pero lo que Mendoza nunca pierde es su prosa culta, popular, arcaizante, con resonancias picarescas. Una frase del escritor catalán vale más que muchas novelas de tono severo y pedantesco planteamiento.
En fin, Mendoza tiene derecho a divertirse y a provocarnos la carcajada. Y nosotros, sus leales lectores, no renunciamos a otra gran obra, a la gran novela de Barcelona.
Punto final.
Releo lo que he escrito y veo que me he puesto tiquismiquis. Exijo todo o casi todo a dos de mis novelistas preferidos. Debo decir lo que sorprendentemente no he dicho aún: de una manera u otra he pasado y todavía paso horas de felicidad lectora.
¿Qué más puedo pedir?

Deja un comentario