Mario Vargas Llosa. La orgía lectora

Me acabo de enterar del fallecimiento de Mario Vargas Llosa. No saben cuánto me apena esta noticia.

Por un lado, ochenta y nueve años es casi una sentencia inapelable. Por otro, no te resignas a que muera quien tanto disfrute te procuró.

No saben lo que he gozado y espero seguir gozando con la lectura y, sobre todo, la relectura de sus novelas y ensayos literarios.

Lo vengo haciendo desde 1979, año en que cayó en mis manos ‘La Tía Julia y el escribidor’ (1977). Yo tenía veinte años y ya estaba algo mayorcito para no haber leído aún nada suyo. ‘La Tía Julia y el escribidor’ me deslumbró.

Era gran literatura, metaliteratura, humor descacharrante, autobiografía velada, folletín enloquecido.

Descubrí a un autor cuya habilidad como novelista era indiscutible, una virtud suya que tanto me pasmó, que tanto me sigue pasmando.

Fotografía: Mario Vargas Llosa (NYT)

Pero con Vargas Llosa, además, descubrí su sabiduría y su entusiasmo como lector. Era generoso. Se desprendía de su saber a manos llenas. Leía a los clásicos o a los modernos y le urgía a transmitir lo aprendido, el deleite de la prosa.

No exagero si digo que Mario Vargas Llosa ha sido probablemente el mejor lector del mundo que he conocido. Pocos aconsejaban como él, con esa contagiosa exaltación; pocos sabían provocar tanto interés por lo que leía.

Por eso digo que se desprendía de sus tesoros a manos llenas, excitando la curiosidad. Sus palabras de lector y crítico eran siempre un acicate.

Y recomendaba como escribía: con esmero y placer, como si eso que te cuenta fuera lo último que le atara a la vida; como si esa glosa justificara su paso por el mundo, un lugar que vale la pena.

Lo dije a propósito de ‘La verdad de las mentiras’ (1990). Un buen narrador es siempre y primeramente un cuidadoso lector, alguien que se examina y que se recrea con la ficción, con los libros y con el arte mismo de la invención.

Luego, años después, volví sobre ello: sobre la cualidad lectora y analítica de Vargas Llosa, justo cuando el autor acababa de publicar un ensayo dedicado a Juan Carlos Onetti: todo un ejemplo de perspicacia y de amor por el objeto de análisis.

Las categorías que utiliza son las mismas que ya empleara cuando estudió a Gabriel García Márquez en ‘Historia de un deicidio’ (1971) o cuando examinara a Gustave Flaubert en ‘La orgía perpetua’(1975).

Le concedieron el Premio Nobel… y yo lo consideré muy justo y oportuno. En situaciones como éstas, cuando conceden el galardón solemos comentar nuestros tratos con él, con su literatura.

Y así decimos cuándo lo descubrimos, cuándo leímos su primera novela, cuánto nos maravillamos y incluso aquellos momentos en que nos decepcionó.

Si nos marca suficientemente, si su obra tiene repercusión, empleamos la figura del galardonado para detallar una parte de nuestra autobiografía.

Perdonen la comparación, pero nos sucede como con las notas necrológicas (que es lo que ahora me está ocurriendo): que quien las escribe nos detalla sus relaciones con el finado. ¿Es un exceso narcisista? Es una limitación común y es una querencia muy humana.

Pasé el verano de 1993 y una parte de 1994 leyendo o releyendo, una tras otra, todas las obras de Mario Vargas Llosa en aquellas ediciones elegantes de Seix Barral.

Todas las publicadas hasta aquel momento. Algunas que ya conocía y había disfrutado, como las que contienen referencias explícitamente autobiográficas, singularmente ‘Conversación en La Catedral’ (1969).

Y algunas otras que fui añadiendo y completando, como las que trascienden lo limeño para adquirir la dimensión de la novela total. Me refiero, por ejemplo, a ‘La ciudad y los perros’ (1962) o a ‘La guerra del fin del mundo’ (1981). Los recursos son variados y su capacidad descriptiva en ocasiones son retratos deslumbrantes.

De toda la riqueza imaginativa que hay en sus ficciones, de todos los artificios de que se vale de inspiración cinematográfica, recuerdo especialmente los diálogos telescópicos (o vasos comunicantes), esas conversaciones que le sirven para enlazar tiempos distintos con elipsis y saltos temporales deliberados.

Pero recuerdo también algo más emocional: el peso del padre, de su padre. Me refiero a una figura generalmente odiosa, detestable, que suele aparecer en sus ficciones. Por lo común no sale bien parado. Y es una fuerza motriz de interpretación abiertamente freudiana.

Aún retengo el primer capítulo de ‘El pez en el agua’, las memorias de Vargas Llosa que leí en 1993. Me dejó muy impresionado dicho apartado. ¿Su título? “Ese señor que era mi papá”.

Esas páginas son una recreación personal del complejo de Edipo…, pero con un retraso de diez años. Ni más ni menos.

Marito había crecido creyendo haber perdido al padre. Así se lo habían dicho en la familia. De repente, a la edad de diez años, justo cuando descubre lo que significa cachar, cuando descubre que sus padres también habían cachado, regresa un señor que dice ser su papá.

Tuvo que pasar mucho tiempo, añade Vargas Llosa, “antes de que me resignara a aceptar que la vida era así, que hombres y mujeres hacían esas porquerías resumidas en el verbo cachar y que no había otra manera de que continuara la especie humana y de que hubiera podido nacer yo mismo”.

Cómo decir: que un padre desaparecido –al que se ha idealizado, al que se ha mejorado, con el que se ha fantaseado– regrese para hacerse cargo de la realidad, para reapropiarse de la madre, debe de ser insoportable….

Insoportable: especialmente para un niño de diez años que, tiempo después, aún recuerda la tensión, el odio, la pesadilla. O más exactamente: “la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre”.

Confirmamos que la figura paterna que usurpa y que amenaza es un subtexto frecuente en el escritor peruano. Pero la dolencia psíquica no garantiza necesariamente buena literatura. Las pérdidas emocionales no confirman imaginaciones creadoras, ni siquiera reparadoras.

Hace falta una vocación orgullosa; hace falta dedicación; hace falta una cuidada sintaxis; hace falta experimentar con la arquitectura narrativa; hace falta un oído educado, fino, sensible, apto para captar las voces de los personajes imaginados; hace falta, en fin, contar una buena historia, el roce entre el individuo desarbolado y la institución que lo ciñe, que lo ahoga.

Años atrás, al acabar ‘Conversación en La Catedral’, tuve una sensación de desconcierto. La de que una parte de mi realidad material se esfumaba tras días de intriga, de emoción, de inquietud lectoras: con ese padre odioso que protagoniza el relato, omnipresente a lo largo de toda la ficción. Es una experiencia como pocas he vivido.

Recuerdo la gratitud que debo a Mario Vargas Llosa por aquel mundo que no me concernía y que hice propio. Pero hay más. El agradecimiento más emocionado se lo debo a un antiguo profesor que me hizo descubrir a Vargas Llosa.

Era un exiliado cubano, filólogo, residente en Valencia que se ganaba la vida enseñando inglés. Cuando no nos impartía clase de idioma hacía la tesis sobre ‘Conversación en La Catedral’.

Corría el año 1975 y, por tanto, el ‘boom’ de la literatura latinoamericana aún nos llegaba y nos afectaba: con una emoción que no he olvidado aquel joven profesor, aquel lector entusiasta y sabio que vino de América me hizo descubrir ‘Conversación en La Catedral’.

Aún tardé años en leerla, pero siempre estaré agradecido por ese acto de generosidad docente. Jamás podré olvidar a aquel joven cubano que me abrió el mundo de la literatura latinoamericana. Jamás podré olvidar las páginas sabias, divertidas y quebradas de Mario.

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