A José Antonio Vidal Castaño
Hace unos años, José Antonio Vidal Castaño mostraba su estupor ante unas palabras vertidas por Mario Bunge. En aquel momento, mi querido colega (de profesión historiador, claro) se sorprendía por la dureza empleada por el filósofo argentino.
Lo que a Vidal Castaño indignaba era la desproporcionada e inútil porfía en desautorizar a Sigmund Freud, “uno de los pensadores más lúcidos que se han ocupado del maldito embrollo de la mente humana”.
De paso, gran cinéfilo como era, José Antonio nos recomendaba ver o volver a ver la magnífica cinta de John Houston sobre el Dr. Freud. Se refería a Freud, pasión secreta (1962).
Pero volvamos a la crítica del filósofo argentino.
En su texto (uno de tantos), Bunge criticaba a Freud y, por extensión, a quienes practicaban y practican ‘aún’ su terapéutica.

Con todo el respeto, para cuando las formuló, esas críticas de Bunge no eran nada originales; tampoco recientes.
Las venía pronunciando desde que él se reconocía como apestado: Bunge era filósofo analítico en Argentina, ese país en el que abundan los psicoanalistas.
Pero, además, su fundamento crítico ya estaba en Ludwig Wittgenstein y en Karl Popper.
El tratamiento y los fundamentos del psicoanálisis han sido objeto de aceptación y controversia, de fidelidad y repudio.
Freud creyó hacer ciencia, pero la ciencia de hoy no se apoya en los supuestos deterministas de los que él partió o no se vale de las pruebas tal como él las estableció.
Desde el principio, el psicoanálisis vienés de Freud recibió severos varapalos de los filósofos y de los epistemólogos más reputados, algunos de ellos paisanos suyos ya citados: Wittgenstein o Popper.
El primero, por ejemplo, le reprochó pasar como conocimiento científico lo que sólo o sobre todo era fantasía, poesía.
El segundo le negó la mayor: los enunciados del psicoanálisis no podrían falsarse o, en otras palabras, era tal la falta de pruebas en la teoría freudiana (y por tanto inaceptables para quienes no suscribían sus fundamentos, simple arcano) que las ideas Freud, sus hallazgos, no admitirían evidencias alternativas. Por lo tanto, seudociencia, como el marxismo, añadía Popper.
Los freudianos respondieron a estos reproches tempranos refinando sus pruebas, mejorando sus procedimientos, depurando sus teorías, verificando en la clínica lo que la experiencia les dictaba, tarea que no siempre han compartido todos los psicoanalistas y labor que, al final, no logra la anuencia de los rivales.
En todo caso, para el individuo actual, lo que queda de la herencia freudiana es una antropología de la condición humana extraordinariamente elaborada, sugerente y, en muchos aspectos, convincente. Al menos, bajo determinadas circunstancias, pues se trata de una antropología técnica guiada por un noble fin: aliviar el dolor humano.
Pero más que esto, para los lectores de hoy, queda una obra de expresión verdaderamente admirable, un repertorio de estudios osados y muy bien escritos.
Las historias clínicas, por ejemplo, son auténticos relatos que pueden tomarse como apólogos de esa condición humana averiada.
¿En qué posición deja esto a Mario Bunge?
Los críticos de Freud son obstinados, numerosos e influyentes, y sus descontentos, variados, severos, zotes o sutiles.
Hay dudas acerca de su concepción antropológica; hay reproches antiguos acerca de su cientificidad, acerca de los enunciados científicos en los que dice fundarse.
Y, en fin, hay reparos serios acerca de la eficacia de su terapéutica, acerca de la sanación que cabe esperar de un tratamiento tan largo.
Freud fue un determinista, se nos dice; se aventuró con interpretaciones de imposible falsación, se añade; ideó una técnica, la de la palabra y la evocación diferida, sabiendo que el tiempo, en efecto, todo lo cura…
Aquello en lo que hay acuerdo, sin embargo, aquello que los lectores, próximos o distantes, le suelen reconocer es su genio de escritor.
Sus obras tienen la morosidad y el cuidado del orfebre, del erudito, del creador que recrea el mundo con la palabra.
De ahí que hasta sus críticos más hostiles, puestos a enjuiciar su legado, acaben por admitirle al menos un valor literario, como si éste fuera un seudovalor o un valor de segundo grado.
No me interesa si en este caso lo literario se toma como otro más de los reproches que imputarle.
Lo que me interesa es el acuerdo universal que le concede la elegancia de su discurso analítico y narrativo, su virtud relatora o estética, el deleite que nos da con sus casos clínicos o el placer que nos procura con el ‘mot juste’.
Y de eso, Vidal Castaño, era un gran conocedor.
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