Han pasado dos décadas desde que leí por primera vez Auschwitz. Los nazis y la solución final, de Laurence Rees.
Entonces me impresionaron varias cualidades del autor y de la obra: su investigación propiamente dicha, su rigor narrativo, su poder de reconstrucción y, sobre todo, su claridad moral.
Lo leí en 2005, recién traducido al castellano, y me pareció un libro esencial sobre el siglo XX, sobre el mal y sobre el modo en que los hombres lo ejecutan con normalidad burocrática.
Veinte años después he seguido al autor en cada nueva entrega. Ahora, en 2025 acaba de aparecer En la mente nazi.

En este libro, Rees vuelve a interrogarse por los mismos hechos y, al hacerlo, me obliga a releer y a cavilar: a reconsiderar el punto exacto desde donde pienso el pasado, el testimonio y la memoria.
Rees, que sigue siendo un periodista antes que un académico, un narrador antes que un teórico, examina la conciencia de los verdugos. No ha dejado de examinarla.
No se limita a describir lo que ocurrió, sino que trata de comprender la barbarie y la brutalización. Lo hace con prudencia, con esa sobriedad británica que rehuye el énfasis.
Estudia cómo hombres normales, instruidos y obedientes, pudieron aceptar como racional lo que era pura barbarie. En la mente nazi amplía y reorganiza lo que Auschwitz ya insinuaba.
¿Qué cosa?
Que el exterminio no fue solo una maquinaria de muerte, sino antes y muy principalmente una pedagogía de la deshumanización, del desprecio, de la crueldad.
Hace veinte años me congratulaba de la afinidad que se da en Rees: la del periodista y el historiador. Hoy añadiría que Rees es también un antropólogo moral.
Observaba y observa las quiebras del comportamiento humano, el modo en que las convicciones más dementes se solidifican, la manera en que los individuos se endurecen hasta hacerse impermeables a la compasión.
Rees escucha, registra, contrasta, y ello lo hace sin perder el equilibrio, la tensión entre la objetividad pública, profesional, y el horror más íntimo.
El historiador y el documentalista buscan el sentido de lo ocurrido en los documentos, pero también en las miradas, en las palabras, en los silencios, en los gestos mínimos de quienes todavía recuerdan.
En su último libro, En la mente nazi, la mirada de Rees se desplaza: del sistema a los individuos, del dispositivo a las conciencias. Y, sin embargo, la conclusión es la misma.
No hay monstruosidad que no se base en la rutina, no hay matanzas que no se asienten en una cadena de obediencias.
Ya lo sabemos… Wannsee, enero de 1942: quince funcionarios de alto rango discuten la lógica y la logística del exterminio. Más de la mitad posee título de doctor. La cultura, la educación, la formación universitaria no sirven de antídoto. Al contrario, harán más eficaz la aplicación del mal.
Lo que En la mente nazi nos vuelve a recordar —tras tantos pensadores— es que la razón moderna no impide la barbarie: puede ser su instrumento más pulcro, su herramienta más neutra. Y más eficaz.
Rees insiste en algo que veinte años después se me antoja aún más inquietante. Los nazis serán grandes planificadores y pésimos estrategas. Su ambición técnica, su voluntad de eficacia, no evitará el caos.
Hasta 1942, la matanza es desorganizada, hasta chapucera. Cuando Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, cree encontrar en el gas Zyklon B un modo “limpio” de matar, piensa que la técnica lo liberará de la culpa. No es así. Se equivoca culpablemente.

El verdadero baño de sangre no es el líquido, sino el moral. El asesinato a distancia no purifica: únicamente enfría el peso de la culpa, justifica la irresponsabilidad.
Ese es, quizá, el núcleo que conecta ambos libros. Auschwitz documentaba la maquinaria. En la mente nazi examina su justificación. Rees no busca explicar el horror como un accidente del pasado, sino como una posibilidad persistente de la condición humana.
Los nazis de entonces, recuerda, no se ven a sí mismos como asesinos. Son hombres que piensan actuar por convicción, por deber, por fidelidad a una idea de orden. Conscientemente o no están las circunstancias que mejor concuerdan con sus prejuicios.
Esa es la fórmula del fanatismo: ajustar el mundo al estereotipo hasta que la realidad encaje con la doctrina. Hoy, al volver sobre aquellas páginas o al leer estas nuevas, uno entiende que la actualidad del fascismo y el nazismo no es la de su repetición literal, sino la de su lógica.
La deshumanización del otro, la sustitución del juicio por la consigna, la comodidad moral del que obedece: esos son los mecanismos que se reactivan en cada época.
Rees, en su obra reciente, no nos advierte solo sobre el pasado, sino sobre la continuidad de ciertas disposiciones mentales. En ese sentido, En la mente nazi es un libro de historia. Pero es también un espejo cuarteado de nuestra fragilidad ética.
El historiador y documentalista británico se pregunta cómo fue posible que la población alemana —cultivada, moderna, urbana— asumiera el antisemitismo como verdad de Estado.
Responde con una advertencia: lo decisivo no es la ideología en abstracto, sino la repetición constante de un discurso que convierte la mentira en evidencia. La propaganda no crea el odio, lo ordena, le confiere una lógica.
Hoy lo vemos en otros registros, en las plataformas digitales, en las cámaras de eco que proyectan certezas instantáneas. Lo que Rees demuestra es que el horror comienza mucho antes de que la violencia física se atisbe: empieza con el lenguaje que clasifica, que separa, que niega.
Antes de la cámara de gas está la palabra que excluye. Si Auschwitz era una investigación sobre la eficiencia criminal, En la mente nazi es una pesquisa sobre la mentalidad que la hizo posible.
En sus entrevistas, Rees detecta una pauta común: la autojustificación. Los perpetradores no se perciben como culpables, sino como ejecutores de una tarea necesaria: la de obedecer órdenes, la de cumplir el protocolo.
Eso pueden decirse quienes se desentienden de las consecuencias de sus actos. Lo que Rees nos recuerda —y Hannah Arendt nos enseñó— es que el mal moderno adopta la forma y el formulismo del procedimiento. En principio, no es la violencia del bárbaro, sino la diligencia y la prontitud del funcionario.
El nazismo, escribe Rees, no es una anomalía, sino una culminación. Llevará hasta el extremo una lógica que ya estaba presente en la civilización industrial: la fragmentación de la responsabilidad.
Pocos matan por completo; pero muchos, casi todos, pueden contribuir un poco. Esa evidencia, que Hannah Arendt analizó como la “banalidad del mal”, sigue siendo una advertencia para nuestro presente: cuando las tareas se disocian de sus efectos, la conciencia se vuelve inerte.
Hoy, el ingeniero que optimiza un algoritmo discriminatorio, el político que deshumaniza al inmigrante, el burócrata que aplica una norma inmoral… todos pueden reconocerse, aunque no lo sepan, en el retrato que Rees traza de aquellos hombres ordinarios.
En su último libro, Rees no concluye con moraleja alguna; concluye con una alarma. Al estudiar las mentes de los verdugos y sus acólitos, no busca excusarlas, sino comprender cómo la indiferencia puede extenderse hasta hacerse engranaje del sistema.
Las entrevistas a antiguos SS, realizadas décadas después, revelan una constante: muchos siguen convencidos de que su deber fue patriótico, un sacrificio necesario.
Esa persistencia del autoengaño muestra lo difícil que es desmontar un relato totalitario: cuando el crimen se reviste de deber, cuando la crueldad se legitima como misión, el pensamiento y la memoria se corrompen.
Esa es la advertencia principal de Rees para nuestro tiempo. Los mecanismos de la deshumanización se repiten con otros ropajes: la saturación informativa que impide distinguir la verdad del rumor, la estetización de la violencia, la trivialización del sufrimiento ajeno.
En la mente nazi no es un libro para especialistas, sino para los ciudadanos. Pero a los expertos les haría bien leerlo. Las advertencias de la historia no son lecciones remotas.
Su tesis es sencilla y devastadora: nadie está vacunado contra la barbarie. El mal no surge de una convicción repentina, sino de la erosión lenta de la humanidad y, también, de la renuncia cotidiana a pensar por cuenta propia.
Vistos desde hoy, Auschwitz y En la mente nazi forman un díptico sobre la civilización y su hundimiento. No hay distancia entre el burócrata y el asesino, entre la orden y la ejecución.
Lo que Rees demuestra —y lo que el tiempo confirma— es que el mal se piensa antes de hacerse, se justifica antes de ejecutarlo.
Rees pertenece a ese linaje de cronistas que escriben contra el olvido. No ofrece consuelo, sino lucidez. Sus libros no son ejercicios de erudición, sino de responsabilidad.
En un mundo en el que vuelven a reaparecer con fuerza el autoritarismo y las masas intolerantes, su trabajo nos recuerda que la violencia no comienza en los campos, sino en las conversaciones, en los discursos, en la forma en que nombramos —o dejamos de nombrar— al otro.
Laurence Rees, con la paciencia del historiador y la sensibilidad del narrador, nos enseña a desconfiar de la rutina moral. Y eso, veinte años después, es quizá la lección más provechosa que sigo recibiendo de este gran colega.
La última parte de En la mente nazi condensa lo aprendido. Lo hace en una lista que Rees llama Doce advertencias históricas. Allí aparecen los patrones que anuncian el autoritarismo.
¿Cuáles?
El “ellos contra nosotros”, la glorificación del líder, la manipulación del miedo, la deshumanización del adversario, la erosión del lenguaje racional, la censura y la corrupción de la juventud.
El historiador nos advierte de algo archisabido, pero que debemos repetir y difundir: la democracia es frágil. No se destruye de golpe, sino desde dentro. Y lo dice con crudeza: es un auténtico milagro que tengamos —que ‘aún’ tengamos— democracias.
Pero no se descuiden: pestañeamos y en las pantallas aparecen los primeros síntomas de la erosión, cuyos efectos se extienden con sorprendente rapidez.

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