Cómo conocí a David Bowie

A comienzos de los setenta, yo vivía en una población cercana a Valencia, lugar al que el trabajo de mi padre nos había forzado a desplazarnos. Fue en septiembre de 1970 cuando llegué allí, con once años recién cumplidos, como un niño de ciudad, inhábil y con nulas experiencias.

Por entonces, la población era muy piadosa. Tenía Iglesia Parroquial, otros templos, alguna ermita y, sobre todo, el Calvario. Vivir allí era algo así como un calvario para el jovencito que quería satisfacer sus instintos y hacerse presente.

Todo era levítico. Hasta los ladrillos y otras decoraciones. «Dios bendiga cada rincón de esta casa». La primera vez que vi un azulejo con esa leyenda fue en una de las viviendas que yo frecuentaba.

Aquella población me resultaba insólita, pues sus naturales tenían costumbres y hábitos que me parecían extraños. Por ejemplo, cuando dos amigos se encontraban en la calle sin marchar por la misma acera se saludaban de lejos elevando la voz.

Proferían cosas como: «Xè, fill de puta, què fas per ací?» No tenían reparos en completar sus frases con énfasis religiosos y con expresiones tales como «Me cague en Déu» o cosas así.

Las puertas de los domicilios, sobre todo de las casas de planta baja, permanecían abiertas a lo largo del día, sin echar el pestillo o con la hoja superior abierta para facilitar el acceso. Había allí, entre sus habitantes, mucha familiaridad, quizá excesiva. Dios y la Guardia Civil nos protegían.

Por otra parte, no era infrecuente que en las residencias más pías hubiera una Virgen desplazada. Era la efigie de la Madre de Dios metida en una hornacina portátil.

La Virgen completaba un tour local: de casa en casa, las señoras se aseguraban la protección mariana con estancias de varios días. Luego, la Madre de Dios proseguía su periplo.

En esas casas, decoradas con láminas de bodegones o cacerías recién barnizadas, se practicaba un cristianismo elemental. Los católicos profesaban su fe sin grandes libramientos, sin muchas entregas, y con rutina secular.

Pero esos creyentes buscaban el plácet de la Providencía. Por ello, los azulejos que rezaban «Dios bendiga cada rincón de esta casa» eran señales de aprobación y avisos para navegantes.

Eran cartelitos que probaban las buenas relaciones de los anfitriones con el Padre, que todo lo ve. Si podía bendecir cada rincón, eso significaba que Dios permanecía vigilando. Y vigilados nos sentíamos aquí y allí por esa asfixia confesional, por esa custodia levítica.

Por supuesto, nada escapaba al ojo de Dios y a la persecución de los curas locales, que nos advertían y amonestaban por la descristianización de la que ya éramos víctimas o responsables.

El único lugar que estaba libre de esta atenta vigilancia eran, cómo no, los recreativos. La casa de Dios, las casas de los tipos corrientes, los negocios más prósperos y los establecimientos en general tenían Sagrados Corazones y reproducciones de Santos y Vírgenes a quienes se invocaba. Y tenían esos ladrillitos que nos servían de admonición: la de las bendiciones de Dios.

Uno de los pocos lugares en los que no había presencia clerical era precisamente el local de los Recreativos, sito en la calle Colón, a pocos metros de mi domicilio. En sus paredes no había retratos de la Madre de Dios; tampoco de mártires.

Allí sólo colgaban carteles o algún póster promocional de los cantantes de moda. Entre ellos recuerdo alguna reproducción de las fotografías que ilustraban el álbum Pin Ups (1973), de David Bowie.

Bowie y Twiggy, en 1973, fotografiados en Francia por Justin de Villeneuve

A los recreativos no acudían los beatos o, menos aún, el párroco, sus sacerdotes o los seminaristas de la catequesis. Aunque sí los locos del manicomio cercano a los que daban suelta periódica y regularmente.

Recreativos Colón era un lugar de libertad cercada. Quiero decir, el recinto quedaba al margen de la severidad y del hostigamiento de los curas y de los guardias municipales siempre que en su interior no hubiera peleas a mamporros o a cadenazos.

Y fue allí, precisamente, en donde pude escuchar a David Bowie por primera vez. Tenía la impresión de estar en libertad condicional: allí, en un espacioso y milagroso local en el que proferíamos tacos, blasfemias moderadas y malas palabras. Dios no bendecía sus rincones, desde luego.

Fue en ese sitio en donde empezaron mis primeras clases de inglés vivo y no en el colegio, en donde aprendíamos lenguas muertas: por supuesto no me refiero sólo al Latín.

Me refiero a los idiomas que se nos resistían, esos lenguajes que no aprendíamos ni con el auxilio de la Sagrada Providencia. De eso han pasado cincuenta y tantos años.

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Fotografía: Bowie y Twiggy, en 1973, fotografiados en Francia por Justin de Villeneuve. Ésta o algunas otras tomas iban a seleccionarse para ser la primera plana de la edición británica de ‘Vogue’, pero Bowie la usó como ilustración de cubierta de su álbum ‘Pin Ups’.

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