Hace más de un año, en mi bitácora comenté un libro de poemas de Miguel Veyrat titulado Babel bajo la Luna. Me atreví a relacionar la oscuridad y la claridad, la oscuridad babélica del origen (no hay manera de entendernos) y la claridad cartesiana que nos impone la comunicación (necesitamos entendernos). Cuando cerré mi primera etapa como blogger, hice desaparecer todas las entradas de aquella bitácora (Los archivos de Justo Serna, 2005).
Un par de lectores fervientes (no descubriré quiénes) me han pedido expresamente que reponga (como en los cines de antaño) aquel texto mío. Aunque no acostumbro a repetir por repetir, deseo complacer a estos seguidores y, por tanto, vuelvo a colgar otra vez de mi blog ese texto. Ha de interpretarse sobre todo como el aturdimiento que experimenté al leer el poemario de Veyrat. Creo que debo reponerlo como homenaje a un lector –el propio Veyrat— que me es fiel a pesar de nuestras serias discrepancias sobre la Transición política española (asunto que, por cierto, muy pronto volveré a tratar para provocar la animosidad de mis queridos radicales).
Ahora, además de mi texto, lo que le pediría al autor de Babel bajo la Luna es que con mano maestra seleccionara unos poemas con el fin de incluirlos y añadirlos en este scriptorium…, para deleite de los adeptos.
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El poeta y el periodista
(6 de marzo de 2005)
El pasado 10 de febrero [de 2005] Félix de Azúa publicó un artículo en el verso de la sección de Opinión de El País. Era un texto extraño, algo así como una venganza tardía y en parte rencorosa contra una generación, la suya. La razón: haber quedado fascinada en los años sesenta y setenta por el lenguaje abstruso del estructuralismo, por la oscuridad verbal de Roland Barthes, por ejemplo: por la tiniebla expresiva de unos autores de procedencia francesa, Louis Althusser, Julia Kristeva, entre otros, que tanto habrían atentado contra la claridad (la clarté, ay), unos autores que habrían hablado con hermetismo y con resuelto desenfado, con esa libertad enunciativa que da la palabra esotérica en la que resuenan los ecos remotos de los poetas voluntariamente indescifrables. Azúa les afeaba su locución, su coquetería, su artificio, su irresponsabilidad verbal.
En España, la consecuencia de aquellas indigestas lecturas, añade, habría sido la de una generación intelectual aquejada de confusas charlatanerías, además de una incapacidad manifiesta para ejercer la crítica. De aquellas tinieblas se habría seguido un galimatías expresivo, el desorden verdaderamente alfabético, de unos políticos inhabilitados para llamar a las cosas por su nombre. El propio Azúa admitía la evidente exageración de su panfleto, un ajuste de cuentas en el que le propinaba un puntapié a Ibarretxe y a sus adeptos o a Carrillo y a sus antiguos camaradas en el trasero del Roland Barthes. Tal vez, Azúa pecaba de lo mismo que denunciaba y, por tanto, su argumento contra toda una generación tenía su mejor prueba en la andanada y en el estrépito del propio autor. Con ello no quiero afirmar que los españoles de su edad no merecieran una reprimenda por su irresponsabilidad verbal, pero tengo para mí que es mucho decir que esa irresponsabilidad procede de lecturas de unos autores que por ser frecuentemente impenetrables fueron más citados que leídos o comprendidos.
Pero olvidemos, de momento, a Azúa, al que siempre leo con delectación, y tomemos en serio el asunto de la clarté expresiva, algo que parece la mar de evidente, siendo como es el problema filosófico del siglo XX. O, mejor, no abandonemos aún al escritor barcelonés. Frente a la oscuridad de los colegas franceses, decía Azúa, los académicos británicos se habrían caracterizado por su claridad, para alivio de los lectores. La búsqueda de un lenguaje neutro y transparente, una prosa científica del mundo acoplada exactamente a lo real, habría sido su tarea básica. En efecto, ésta habría sido obra de todos los positivismos lingüísticos del Novecientos, una ímproba labor condenada en parte al fracaso, como el propio Wittgenstein llegó a reconocer al final de su célebre Tractatus. Lo importante, el significado profundo de las cosas, el sentido, la ética, los principios, los valores, en definitiva, no pueden ser objeto del lenguaje lógico y sólo quedan dos cosas: el silencio o, como en parte le pasó al pensador austriaco, la recaída en un misticismo renovado.
Los poetas llevan tiempo intentando expresar lo inexpresable o al menos lamentando su frustración grave y se empeñan con las metáforas y con los otros recursos oscuros del lenguaje con el fin de rozar lo fundamental, que es lo que Wittgenstein intentó con majestuoso fracaso. Es cierto que el abuso de las metáforas es una lacra en el periodismo y en el lenguaje público. ¿Por qué razón? Porque tiende a convertir en simbólico lo que es real, bien concreto, una cosa o persona que siempre pertenecen a un contexto y que por el hecho de devenir emblema de algo que los sobrepasa dejan de ser lo que en verdad son. Tomar el rascacielos Windsor como metáfora ha convertido su incendio en símbolo de la ruina política del Gobierno Zapatero; tomar el hundimiento de las edificaciones del Carmelo como metáfora ha servido para tratarlo como símbolo de la ruina política de Cataluña. El Windsor y el Carmelo son dos acontecimientos concretos, unos acontecimientos con damnificados a los que no les debe de hacer ninguna gracia que los piensen como emblema de nada: sólo quieren, supongo, que les reconozcan como seres concretos que han padecido de la incuria autonómica o municipal o empresarial.
Pero que se abuse de estas operaciones retóricas no significa que podamos o debamos desprendernos de las metáforas en el lenguaje público. No son ganga desechable: en la práctica nos servimos de ellas en el lenguaje corriente (como de un eficacísimo instrumento) y al final empleamos algunas sin ser conscientes de su origen, imperceptibles e instaladas ya en nuestros usos. Pero las metáforas de los poetas son de otra índole, por supuesto, y rastrean la oscuridad que hay siempre en el hecho de nombrar las cosas, esa oscuridad de la que hacía crítica guasona Félix de Azúa. El escritor barcelonés hablaba de intelectuales franceses, unos intelectuales a los que podremos dispensar o no nuestro aprecio o recuerdo, pero en todo caso deberemos admitir, contra Azúa, que fueron los miembros de una generación, la de posguerra, que se propuso poner al día (que no ocultar) el pensamiento de un país sumido en el estupor. Y en ello les fue de especial ayuda el saber de Heidegger.
Acabo de leer un importante libro de poemas recién aparecido. Su título: Babel bajo la luna. Veo que su autor, Miguel Veyrat, parte de una invocación precisamente heideggeriana, una cita extraída de uno de los textos del filósofo alemán y plantea buena parte de los interrogantes que aquí he expresado sobre la clarté o sobre las tinieblas. Dice así Heidegger: “el exceso de claridad arrojó al poeta a las tinieblas”. Tiene un gran valor ese exergo, ese principio, porque quien lo asume, Miguel Veyrat, es poeta y es periodista, alguien que debe batallar con las palabras sabiendo que oscuridad y claridad, en lo privado y en lo público, en el lenguaje particular del creador o en el lenguaje común de la crónica, no se resuelven tan sencillamente como parecía defender Azúa. Entre otras cosas, porque cuando hablamos expresamos las voces de otros aunque no lo sepamos, voces cuyo significado se adosa a nuestras palabras. La conciencia de ese hecho le sirve a Miguel Veyrat para hacer explícitos los ecos de otros poetas o pensadores que quiere hacer resonar en sus poemas.
Aún me cuesta sobreponerme a la erudición herida de la que hay muestra explícita e implícita en su libro, un estrépito inagotable de cánticos previos, de unas voces que le preceden y que hace propias expresando esa deuda y, a la vez, convirtiéndose él mismo en portavoz involuntario de un coro a veces inaudible y no siempre afinado y congruente, el nuestro, el de los contemporáneos de la incertidumbre, que es él y que somos nosotros. De ahí, precisamente, el subtítulo que le da al libro: Trilogía de la incertidumbre. Entre las muchas cosas a las que pasa revista o sobre las que se pronuncia oscuramente, desde esas tinieblas que habita, según el Heidegger que invoca, está el individuo solo, inarticulado, que espera y desea empezar a hablar, a expresarse, para lo cual se sirve de un armazón lingüístico heredado, rabiando a la vez por inaugurar el lenguaje, un lenguaje que tiene por propósito, nada menos, que el de designar el mundo, algo que es inaprensible y dudoso, algo que se está edificando (como la Torre de Babel) al tiempo que se hace la propia expresión y el nombre de las cosas.
En todos sus poemas, la palabra herida, insuficiente, aventurada, es la gran cuestión del ser, digámoslo con Heidegger, y es la gran zozobra de su poesía, la necesidad y la imposibilidad de nombrar las cosas, del nombrar como gran operación de asimilación del mundo. Por lo que le he leído se trata de una tarea y de un empeño que hacen propiamente humanos a los hombres. Y con ello revelan de otro modo lo que es la arrogancia de nuestra especie, sabedora de sus límites, esa muerte, esa carencia física; así como ese lenguaje que coincide (eso queremos creer) con los límites de ese mundo: limitados pero vomitándose a sí mismos, como transeúntes desposeídos, antiguos habitantes de… ¿un paraíso?, que abandonamos con el pesar inconsolable de los primeros desterrados para, como dice Cioran, caer en el tiempo, peatones del camino real, aspirantes a suplantar a ese ser ignoto y primordial, tal vez tiránico, distante y a la vez imperfecto por el que se empezó a edificar la Torre.
Hay en sus poemas un eco de la fantasía primordial de la unidad indiferenciada entre el hombre y la naturaleza y, por otro, hay también y principalmente una nostalgia o un espanto (no sé) de aquel tiempo, prebabélico, en que coincidían las palabras y las cosas, de aquella fase auroral en la que disponíamos de un solo significante para cada cosa que nombrar. Pero aquello se dilapidó y no hay restitución posible del objeto perdido. El ser que canta en los poemas parece desear con afán y con horror una vuelta al origen, a ese origen en que ese mismo ser se desconocía y sólo era potencialidad sin actualizar. Hay, en efecto, en todo el libro una fantasía trágica de retorno, de muerte, un deseo de regresar para recuperar, aunque fuera con las palabras, aquello que perdió, pero esa recuperación fantasmagórica anularía su propia subjetividad: la plenitud del paraíso prebabélico sería, en efecto, la pérdida del ser mismo que habla.
No predica la náusea ni tampoco se abandona a un lenguaje torrencial, sino al cripticismo heideggeriano, a la oscuridad herida y sentida. Practica una observación deslumbrada y paradójica, viviendo en un espacio que sabe temporal, intentando celebrar el goce de las pequeñas cosas de la vida sin revestirlas a la vez de trascendencia grave o esencial: sólo que son un misterio que el lenguaje ordinario no aclara, no ilumina, no liquida. El amor, por ejemplo, ese amor carnal que aparece constantemente, en parte velado y en parte obscenamente expuesto. Pero la decadencia o la muerte acechan, nos acechan. Por eso la voz que se expresa en los poemas no parece tomarse con sobrante énfasis y se contempla con ironía, con la ternura y el distanciamiento incluso sarcástico del que se reconoce sólo y desvalido. De ahí que la muerte, los huesos, el fuego candente que consume, la hoguera, las brasas o las gotas de agua que se evaporan, el rocío, la lluvia que llueve hacia arriba, fenómenos cuya evanescencia expresan nuestra finitud, incluso la circunstancia angustiosa y liberadora de ser uno mismo propiamente imaginario, sean las imágenes poéticas de que se sirve con angustia y recurrencia.
¿Aún estamos dispuestos a hablar de la inutilidad de lo oscuro, de lo indescifrable? Michel Foucault, otro pensador de aquella generación que mencionaba Félix de Azúa, escribió un volumen que fue luz (vaya, otra metáfora) de aquella cohorte de pensadores. Llevaba por título Las palabras y las cosas. Paradójicamente, con un idioma propio, Foucault arrojó luz sobre el lenguaje, sobre los lenguajes públicos y científicos que han constituido una parte de Occidente y analizó la locución de las ciencias, cierto, cuyo “exceso de claridad arrojó al poeta a las tinieblas”. De ese poeta heideggeriano, Miguel Veyrat, consciente de la insuficiencia verbal de la claridad, nos habla Babel bajo la luna.
Una conmoción.
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Scriptorium:
Primera selección de poemas de Miguel Veyrat
Segunda selección de poemas de Miguel Veyrat

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