Uno. Viejos. Quiero dedicar este post a hablar de viejos, a hablar de lo que es la perspicacia de los ancianos aún lúcidos, una sabiduría que ahora derrochamos o ignoramos por culpa de nuestro apresuramiento.
Si con setenta, ochenta o noventa años todavía son capaces de decirnos cosas relevantes nos sorprendemos: tendemos a pensar que la lucidez, la ironía, la ternura, la generosidad o el amor propio son cualidades raras a esa edad. Y no es así. Una vejez consciente es una suerte para el hijo, para el nieto o para ese otro que pasaba por allí. No siempre nos damos cuenta: sobrevivimos en una sociedad que idolatra lo joven y que parece desechar lo maduro.
Durante estos últimos días y por motivos profesionales he debido tratar con tres señoras que tienen ya una cierta edad. Aunque las conversaciones no han sido extensas ni profundas, lo cierto es que he tenido la sensación de que salía de dichos encuentros más templado y con mayor sosiego. La corrección y la buena disposición, las ganas de saber y la confianza con que se me dirigían eran rasgos de buena crianza, recursos personales de que se valían cada una de ellas. El trato con los mayores nos mejora. Sin duda.
Pero es de otros ancianos, en este caso cuatro varones, de quienes quiero hablar a lo largo del fin de semana. Quiero verles cosas en común. Resultan muy diferentes entre sí, pero creo que comparten algún rasgo. Son tipos sobresalientes que, al fin y al cabo, me interesan o me conmueven en distinto grado; son personas que hicieron o que aún hacen de sus vidas ejemplos notables de coraje, de buen hacer, de profesionalidad, de lucidez, de supervivencia. No son santos: son humanos, propiamente humanos, pero tipos con quienes te irías a compartir recuerdos y saberes. Nacieron entre 1917 y 1930 y cada uno de ellos pertenece a un país distinto: por ejemplo, uno dispone de nacionalidad británica; otro, francesa; otro, española; y otro, finalmente, norteamericana. No sé si hablaré de cada uno de ellos por separado, pero son dichos ancianos en quienes estoy pensando.
Si nos fijamos, esas fechas no forman una generación. Los mayores de este grupo están marcados directamente por los efectos de la Gran Guerra, por las consecuencias de la Revolución de Octubre, por el auge del fascismo, por la crisis de 1929. Vivieron incluso como adultos la Segunda Guerra Mundial, la resistencia. En cambio los restantes, que nacen entre 1926 y 1930, son individuos cuya juventud se desarolla a finales de los cuarenta. Son aún muchachos cuando el conflicto mundial ha acabado y cada uno en su país va a ser testigo de la Guerra Fría. Por ejemplo, uno crecerá en la prosperidad americana de los cincuenta y otro sobrevivirá en la España pobretona de la autarquía.
Para evocar al primero de ellos me permitirán parafrasear un célebre íncipit de Javier Marías. Uno de los cuatro –el que más me importa– ha muerto, justo ahora cuando me dispongo a sobrepasar la cincuentena, y eso me hace pensar, supersticiosamente, que quizá esperó a que yo llegara al medio siglo y consumiera mi tiempo con él para darme ocasión de conocerlo y para que ahora pueda hablar de él. ¿A quién me refiero? A mi padre, por supuesto, que murió cinco meses atrás y de quien aquí traté con dolor. Estos días, sus viejos compañeros le rinden un homenaje, al que asistiré, por supuesto. Espero mantenerme entero.
Pero por pudor no es expresamente de él de quien quiero tratar. Sólo quiero evocarlo leve o indirectamente: por contraste o por semejanza con los otros ancianos que aquí mencionaré. Digamos ya sus nombres: Eric J. Hobsbawm, Clint Eastwood y Jean Daniel. Insisto: nada tienen que ver entre sí, pero sus distintas experiencias me educan y me sirven para sombrear, para perfilar mejor la figura del viejo.
Dos. Eric J. Hobsbawm. Hobsbawm es un historiador muy distinguido: un comunista que ha sabido ser riguroso a pesar de sus simpatías políticas. ¿A pesar de sus simpatías…? Desde luego, la ideología entendida como sistema cerrado y autosuficiente no favorece el rigor.
Según Karl Marx -y David P. Montesinos nos lo recordaba días atrás-, lo ideológico es sinónimo de percepción sesgada, de parcial visión, de concepción determinada por el ser social. Falso pensamiento, llega a calificarlo el propio Marx. En todo caso, la imparcialidad y la objetividad, ¿cómo pueden conseguirse si uno se adhiere a una causa, a una filiación? Desde hace veinte años, desde la caída del Muro de Berlín, Hobsbawm se plantea esta cuestión: precisamente desde el fin de la Guerra Fría. Pafraseémoslo. ¿De qué he escrito?, se llega a preguntar. De todo aquello que no comprometiera mi presente en un circunstancia extremadamente ideológica y convulsa. Si me ocupaba del Ochocientos, llega a decir Hobsbawm, podía evitar plantearme la historia del comunismo: su sentido, su práctica, sus errores e incluso sus horrores. Me adherí al comunismo tempranamente, hacia 1936. Al centrarme en el siglo XIX, no tuve que analizar su consecuencia en el Novecientos. Eso nos viene a decir este historiador. Por esta razón se demoró tanto su gran obra de síntesis reciente: la Historia del siglo XX o, en inglés, The Age of Extremes (1994). Tuvo que hundirse el comunismo. ¿Qué decir sobre ello? Algunas de estas cosas me las planteé tiempo atrás abordando su figura precisamente.
Ahora, cuando ha pasado tanto de tiempo de todo esto, me entero de que el MI5 no le permite el acceso a su propio expediente de viejo comunista espiado. Es un anciano quien exige saber de su vida, lo que otros examinaron y anotaron con precisión. El Servicio de Información británico le niega ese derecho. Pero lo mejor es el colofón de los espías: «No debe concluir de nuestra respuesta que poseamos o no cualquier dato personal sobre usted». Viejos colegas…
Tres. Clint Eastwood. Gran Torino es un coche, un modelo de 1972 que desarrollaba otros anteriores de la casa Ford. En la película de Clint Eastwood titulada así, Gran Torino (2008), dicho coche es ése, exactamente. A lo largo del film y en distintas ocasiones se precisa la fecha del modelo: 1972. ¿Algún simbolismo? Para esas fechas, el capitalismo no había experimentado la gran crisis energética que traería la guerra del Yom Kippur (1973). Es decir, aún estábamos en la época de esplendor económico e industrialismo, cuando los automóviles americanos eran gigantescos y consumían muchísima gasolina.
El viejo que protagoniza la película es un estadounidense de origen polaco, un tal Walt Kowalski, alguien que ha trabajado en una factoría Ford. Es, pues, un tipo vinculado a la industria de automoción que dio relumbre a Norteamérica y es un individuo que conserva su viejo vehículo como símbolo de poderío, de orgullo patriótico. Él es la encarnación de la América profunda. El coche aún funciona, su propietario lo mantiene en perfectas condiciones y es, sin duda, su bien más preciado que le queda tras la muerte de la esposa.
No les voy a contar el film, claro. Creo que es una película de Eastwood, es decir, hay un tipo que carga con alguna culpa, alguien que no puede redimirse fácilmente, un personaje bronco que, sin embargo, tiene un fondo profundamente humano. Pero la intención del cineasta es hacernos odioso a Kowalski: es gruñón, se lleva fatal con sus hijos y demás parientes, y es un racista impenitente que odia a los amarillos desde que estuvo en la Guerra de Corea. Por supuesto, como todo personaje de Eatswood también éste está averiado. El enigma de la película es hacernos ver si es posible algún cambio, si efectivamente podrá vivir rodeado de asiáticos: él, que los odió tanto desde que estuviera luchando contra ellos a comienzos de los años cincuenta. Los asiáticos, así, en conjunto.
Creo que el film es estimable y, como se ha dicho, testamentario, pues uno tiene la impresión de que Eastwood deja muchas pistas acerca de su fin, de lo que es la muerte. Pero no es la obra colosal que algunos han proclamado. Falta algo esencial. ¿Qué cosa? El personaje no se hace odiar suficientemente. Por muy racista que se manifieste, el viejo gruñón es eso: un tipo gruñón que se hace querer a pesar de todo. Por eso, cualquier cambio que lo mejore está apuntado en su propia naturaleza: no es un diablo, ni un ser que encarne el mal. Es un anciano que acarrea el peso de un acto infame. Me recordaba en algunos momentos la memoria de la culpa en La velocidad de la luz, de Javier Cercas. Lo que pasa es que, en la novela española, el veterano era de Vietnam y su atrocidad no era exactamente equiparable.
El Kowalski de Gran Torino es otro veterano al que queremos desde el principio –vemos en él a Eastwood– y del que deseamos su redención. De Harry el sucio a Walt Kowalski… No les explico más. Ese viejo, nos decimos, merece sobrevivir con dignidad: encarna la América sencilla, quizá bronca pero noble. Es por eso por lo que su final, que a tantos ha sorprendido agradablemente, épicamente, a mí me parece algo postizo y con un punto de inverosimilitud: de tan bello y trágico que es. Ojalá el heroísmo generoso de algunos mejorara la condición humana, como ahí se concluye. Pero de verdad: no podemos pedir tanto a los viejos. Y hasta aquí puedo leer…
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Ilustraciones de este post: Serie fotográfica Ayer y hoy, Víctor Serna.
Aunque no tenga que ver con el tema del post, les subo imágenes del momento de la presentación de La nación secuestrada. Y de los instantes posteriores. Es una gentileza de Isabel Zarzuela y de Victor Serna. No he puesto todas. Esto es una selección. ¿Quiénes son cada uno de ellos?
Mirar aquí:
https://justoserna.wordpress.com/la-nacion-secuestrada-fotografias/
Están ustedes bastante reconocibles. El de ricitos es Alejandro, ¿me equivoco? Me alegro de que hayan disfrutado del evento. Un saludo desde un país que ha perdido las galescolas y que van a tratar de convertirlo en monolingüe. ¡Menos mal que nos quedan las «rúas»!
Don Justo, no acabo de adivinar a mis amigos contertulios. A usted, por supuesto, y a su mujer, de quien guardo un grato recuerdo de su visita a Sagunto y también a su cuñada a quien -como le dije- conocí en un Congreso sobre liberalismo en Salamanca. Si, como dice, las fotos son de doña Isabel, imagino que la mujer que aparece en primer plano en dos fotos -con grafas coloradas-, debe ser doña Marisa, ¿no?. No alcanzo a más.
Qué gran tema, don Justo: la vejez. Nos llama tan de cerca, aviva algo tan íntimo… Como vivencia próxima, en calidad de nieto y, ahora, de hijo con padres instalados en la ancianidad, tengo de ella una opinión contrariada, de dulzura y dolor, de terneza y rabia. Mis abuelos paternos, ante todo mi abuelo Antonio, pertenecía al mito, un campesino silencioso huésped de los cortijos de la sierra malagueña de Tejeda, en ese arcádico pueblo de Canillas de Aceituno. MI abuela materna, Carmen, mi gran madre, mi carne, la que me enseñó el idioma de la imaginación, con sus historias y chascarrillos, ante la presencia siempre ausente de mi abuelo Rafael, muerto en la cárcel de Jaén, apenas acabada la guerra…¡Dios, qué vacio! Cuánta sabiduría y cuánta vida en los pliegues de un rostro envejecido.
Juan Antonio, no he querido identificar a los amigos contertulios que están en las fotos con nombres y apellidos. No sé, me da reparo.
¿La vejez? Seguimos. Yo aún no me he repuesto.
También la vejez va asociada, en multitud de ocasiones al abandono, el deterioro, la soledad, la hipocresía social y familiar, la injusticia…Vemos en sus figuras algo lejano que nos es próximo, una quemazón íntima, la imagen futura de nuestro espejo.
Me enfrenté al tema de la vejez hace unos años -en 2001- cuando tuve que presentar el segundo volumen de la poesía de Jaume Bru i Vidal, poeta valenciano de la generación del 50, miembro del llamado «Grup Torre», junto a Fuster, Casp, Valls. Fue una presentación póstuma, del ciclo de poesía «de senectute». La presentación se publicó en la revista saguntina, Braçal, y quisiera rescatar ago de lo que allí escribí:
«La vejez es bella. «La tremenda belleza del viejo es donde se mira el espejo de la edad del mundo», ha dejado escrito el filósofo italiano Manlio Sgalambro, en su Trattato dell´età. Hay muchas formas de envejecer. Don Santiago escogió la más fructífera, la más serena, la más solidaria.»
Recordé allí otras palabras del sociólogo italiano Norberto Bobbio, de su libro, De Senectute:
«El tiempo del viejo…es el pasado…aquel donde a través de la remembranza te refugias en ti mismo, retornas a ti mismo, reconstruyes tu identidad, que se ha ido formando y revelando en la ininterrumpida serie de todos los actos de la vida, concatenados entre sí, te juzgas, te absuelves, te condenas y también puedes intentar, cuando el curso de la vida está a punto de consumrse, trazar el balance final».
Ese balance, ese juicio, esa absolución y esa condena, la ensayó el poeta Bru en su última poesía, y yo intenté demostrarlo en ese artículo titulado,
precisamente, «Últimas lecciones». Allí recordé la última esena de Edipo en Colonna: «…cuando Oedipus, después de recuperada su «moira» extraviada, y previsto su próximo fin, recuerda una antigua promesa: donde su cuerpo more, florecerá una gran ciudad. Sófocles hace avanzar decididamente a Edipo hacia el bosque, hacia el final del escenario, y desaparece».
Señores, yo les pediría una definición de viejo. O al menos alguna regla general al uso, para saber con alguna precisión a partir de qué edad puede considerarse vieja una persona.
Es algo que no tengo claro en absoluto. Y cada vez que veo aparecer la palabra «viejo», una especie de congoja me oprime el corazón.
Y siento el vértigo de la velocidad del tiempo, que ni siquiera te pemite aferrarte a algo sólido, algo de aquello que determinó tu vida, tratando de ralentizarlo, de retrasar el fin de todo.
Doña Marisa, creo que sería bien difícil dar una definición exacta, con límites precisos. Más allá de los criterios de edad, biológicos, o de situación profesional, creo que priorizaría en ella lo que Bobbio dijo en la cita que les expuse anteriormente: esa sensación de «balance final», de visión de «la curva del camino». Perdone tanta metáfora, pero quiza la vejez no sea más que eso, la suprema metáfora de la vida. Permítame que le traiga aquí un bello poema de Pessoa, «Para além da curva da estrada»:
Más allá de la curva del camino
quizás haya un pozo, y quizás un castillo,
o quizás sólo la continuación del camino.
No lo sé ni pregunto.
Mientras voy por el camino antes de la curva
sólo miro el camino antes de la curva,
porque no puedo ver más que el camino antes de la curva.
De nada me serviría estar mirando para otro lado
y para aquello que no veo.
Que nos importe sólo el lugar donde estamos.
Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte.
Si hay alguien más allá de la curva del camino,
que se preocupen ellos por lo que hay más allá de la curva del camino.
Ése es su camino.
Si tenemos que llegar allí, cuando lleguemos lo sabremos.
Por ahora sólo sabemos que allí no estamos.
Aquí sólo hay el camino antes de la curva, y antes de la curva,
el camino sin curva alguna.
Muy bello poema, señor Millón. Lo difícil es aplicarlo a la vida. ¿Cómo explicarlo?
Imagine una cinta de las que llaman «sin fin». Esas que se utilizan en los gimnasios para correr. Sólo que allí tienen la velocidad que uno mismo elige en los mandos. Pero en la vida no hay mandos. Una trata de no pensar en la curva del final del camino, pero parecería que la cinta adquiere, según se acerca a ella, más velocidad. Y entonces, si no quieres caer por el borde, lo único que puedes hacer es correr hacia atrás. Metafóricamente, claro.
Porque sólo se puede avanzar sin temor hacia el final cuando se tiene el convencimiento de haber hecho todo cuanto debías hacer. Si esto no ocurre, el final sólo se puede considerar un accidente.
Queda la opción, entre tanto, de actuar al máximo de las posibilidades de cada uno, sean éstas las que sean. Y no siempre las fuerzas llegan. Ni las circunstancias lo permiten.
Que el final no nos alcance solos, ni desprevenidos. Ése es mi deseo.
Perdonen que introduzca un cambio en lo que se viene diciendo, pero quisiera informarles de un video muy interesante que acaban de enviarme en el que Mónica Oltra, de Compromís, muestra su valentía y su contundencia, así como se asiste a una actitud absolutamente reprobable del President, en una institución democrática tan decisiva:
Gracias, Sr. Millón, por traer a este blog versos tan bellos. Siempre nos aporta cosas interesantísimas. No es casualidad que sea usted medio romano :-)
Hace un par de meses, David P. Montesinos escribió un interesantísimo post en su blog, ‘La cueva del gigante’, que llevaba por título ‘Cirugía’. En él transcribí una pequeña parte del ensayo ‘La vejez’ de Simone de Beauvoir. Se trata de un magnífico libro que escribió la filósofa cuando contaba con 64 años. El fragmento que transcribí en el blog de David se trata de una pequeña parte de la introducción, que ahora creo conveniente reproducir aquí:
“Llegado el momento, y ya al irse acercando, por lo común se prefiere la vejez a la muerte. Sin embargo, a distancia, consideramos con más lucidez a esta última. Forma parte de nuestras posiciones inmediatas, nos amenaza a toda edad; a veces llegamos a rozarla; con frecuencia le tenemos miedo. En cambio nadie se vuelve viejo en un instante: jóvenes o en la fuerza de la edad, no pensamos, como Buda, que estamos habitados ya por nuestra futura vejez, separada de nosotros por un tiempo tan largo que se confunde a nuestros ojos con la eternidad; ese futuro lejano nos parece irreal. Y además, los muertos no son nada; se puede sentir un vértigo metafísico ante esa nada, pero en cierta manera tranquiliza, no plantea problema. ‘Ya no seré’: conservo mi identidad en esa desaparición. A los 20, a los 40 años pensarme vieja es pensarme otra. Hay algo aterrador en toda metamorfosis. De niña me quedaba estupefacta y hasta me angustiaba cuando imaginaba que un día había de transformarme en persona mayor. Pero el deseo de seguir siendo uno mismo generalmente queda compensado a esa tierna edad por las ventajas considerables de la condición de adulto. En tanto que la vejez aparece como una desgracia: aún entre las gentes a las que se consideran bien conservadas, la decadencia física que entraña salta a los ojos. Porque la especie humana es aquella en que los cambios debidos a los años son más espectaculares. Los animales se consumen, se descarnan, se debilitan, no se metamorfosean. Nosotros sí. Se nos encoge el corazón cuando al lado de una joven hermosa vemos su reflejo en el espejo de los años futuros: su madre.
(…) No sigamos trampeando; en el futuro que nos aguarda está en cuestión el sentido de nuestra vida; no sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad nuestra condición humana. Por lo mismo no seguiremos aceptando con indiferencia la desventura de la postrera edad, nos sentiremos incluidos: lo estamos. Denuncia de modo flagrante el sistema de explotación en que vivimos. El viejo incapaz de subvenir a sus necesidades representa siempre una carga, pero en las colectividades donde reina cierta igualdad (…) el hombre maduro, sin querer saberlo, sabe sin embargo que mañana su condición será la que asigna hoy al viejo.”
Simone de Beauvoir pensaba como usted, Doña Marisa: “La muerte es un accidente, y aun si los hombres la conocen y la aceptan, es una violencia indebida”
Doña Marisa, del magnífico texto de Beauvoir sus últimas palabras me han hecho reflexionar: «…el hombre maduro, sin querer saberlo, sabe sin embargo que mañana su condición será la que asigna hoy al viejo.» Arrinconamos la muerte, la apartamos lo más lejos posible -recuerdo ahora las reflexiones de Philippe Ariés-, ahora también acece el mismo proceso para la vejez, se aparta, se recluye. Olvidamos nuestra condición, nuestro futuro. Nos decimos: yo no llegaré a esto, no pasaré por ahí. ¿Valentía, temor, acto supremo de resposabilidad,…? Afrontar, dirigir la mirada sin mediación a la vejez, al tiempo que pasa, y obtener de ello enseñanza y felicidad. ¿Ideal estoico? No sé.
Hace veinticuatro años publiqué un pequeño poema, donde ya aparecía -me sorprendo ahora- ua cierta idea de vejez, una cierta sabiduría que vi en una mujer en la calle, a la que ayudé a llevar una garrafa de agua de lluvia, y a cambio me contó su vida:
ESPERANDO UN POEMA
Haré un poema, no sé si convenido,
de la lentitud de las aguas.
No hablará de gloriosas catedrales
sino de cisternas que guardan en silencio el fruto de
la lluvia.
Hablará de la tenacidad de los cielos
y el ánimo paciente de la ternura,
no del implacable cantero, de sus extraños signos.
De sequeros de melocotones y de unas manos
que llegaron a los 78 con una increíble belleza.
Del rostro valiente que no gasta una lágrima
porque su cuerpo es un pozo gota a gota ganado;
que si acaso olvidó cómo se saluda a los amigos,
si recluida tiende su mirada a la piedra, siempre
la misma,
guarda, sin embargo, todos los rostros reconocibles.
No habrá en el poema mayúsculas palabras,
sólo sonidos que envuelvan los silencios y a ellos
conduzcan.
Hablará del agua, de la lentitud de las aguas.
Dejará hablar, sencillamente.
Debo agradecer, y así lo hago, a Juan Antonio por el regalo de su bellísimo poema, que tiene además -para mí- resonancias consoladoras.
También agradezco a Isabel, por traer aquí las lúcidas palabras de Simone de Beauvoir sobre la vejez, concediéndome el inmerecido honor de igualar mi pensamiento con el suyo.
Les aclaro, por si no se han dado cuenta aún, que no es a la muerte (en ocasiones amiga y liberadora) a la que temo. Tampoco a la vejez, entendida como cúmulo de años, con lo que puede contener de sabiduría, o cuanto menos de experiencia.
Es la decrepitud la que me asusta. En lo físico, porque siempre se hace acompañar de dolores malamente soportables, y en lo mental, por el riesgo que tiene de hacer que olvides todo aquello por lo que viviste y que te hizo soportable el largo camino. Y porque no quisiera, de ningún modo, que mi cuerpo siguiera aquí, cuando mi pensamiento se haya ido ya, tal vez en busca de otros mundos mejores que éste, de otros libros que leer y otros amigos con quienes hablar.
Gracias, Isabel, tan oportuno el texto que nos aportaste entonces como ahora.
Cuando regresé a Valencia después de casi una década de destierro empecé a trabajar en un Instituto donde tardé muchos meses en entender de qué iba la cosa. Era como si todo resultara hostil y desagradable. Nunca olvidaré la mañana en que un compañero nos trajo a Reme y Florián, singular pareja a la que estoy seguro que algunos de ustedes conocen. Aquella mañana empecé a entender cuál era el sentido de mi trabajo allí. Aquellos dos personajes parecieron a mis descarriados y apáticos alumnos un par de vejestorios. ¿Qué podrían contarles los dos ancianos, tan abismalmente alejados de todo lo que en la vida podía interesar a mis chicos?
Y empezaron a contar.
Supe todo lo que algunos ya sabéis por el libro o la película sobre «Celia», nombre en clave de guerrillera adopado por Reme. Y supe también de las aventuras de Florián el Grande en la guerra. Después de vicisitudes que solo pueden asimilarse traducidas al lenguaje de la épica, acabaron por juntarse de nuevo en Praga, muchos años después de la guerra y de que Reme fuera encarcelada y torturada durante años por los esbirros de Franco. Allí estuvieron juntos aquel día de la primavera del 68 en que los tanques del estalinismo ahogaron los esfuerzos aperturistas de las nuevas generaciones checoslovacas. «No fue una broma», contó Reme, «os aseguro que disparaban obuses espantosos aquellos tanques… Para Florián y para mí fue la mayor decepción de nuestras vidas… Nosotros éramos comunistas. Aquella barbaridad no tenía nada que ver con aquello por lo que nos habíamos jugado la vida durante tantos años»
Cuando acabaron aplaudí de tal manera que mis alumnos se miraron unos a otros con perplejo aire de burla pensando que ese tipo tan serio que explicaba Ética se había vuelto loco. Luego en clase les dije que, acostumbrados a ver a matones ciclados por el gimnasio del barrio y a jugar a videojuegos donde la muerte no huele mal y donde a uno solo le matan de broma, no se habían dado cuenta de que las dos personas que gracias a un profe del insti habían tenido el privilegio de escuchar eran dos héroes de verdad. Pero claro tenían noventa años, eran dos viejos contando batallitas.
Clint Eastwood, Ingmar Bergman, Eric Rohmer, Zygmunt Bauman, Kirk Douglas (acaba de estrenar una obra de teatro, sí, sí, no es coña, qué tío este Espartaco)… Veo a esta gente en su mejor momento y me sonrojo pensando que yo, cumplidos los cuarenta, me amedrento de vez en cuando con ese dolor lumbar que me entra alguna mañana de invierno o con esa misteriosa pereza que me invade en los momentos en que toca ilusionarse con alguna empresa realmente hermosa.
Añado un esbozo de contestación a la pregunta que hace Marisa. (Ver De senectute, de Cicerón) En las sociedades tradicionales, el viejo es «el bendecido por los dioses». En la medida en que en los ciclos de intercambio simbólico que proporcionan sentido a la experiencia comunitaria tienen como referente más elevado a los muertos, los ancianos han de aparecer a la fuerza en el referencial del prestigio. En nuestras sociedades, me temo, son objeto del desprecio hacia lo que no es inmediatamente rentable, desprecio que nos tranquiliza mucho cuando lo convertimos en «tercera edad», «espacio de atención social» o alguna otra de esas fórmulas con las que disfrazamos nuestra renuncia a llenar de sentido nuestra deambular por el mundo dejándonos alumbrar por quienes ya han pasado por todo lo que nosotros aún hemos de pasar. No es extraño que comunidades tan refractarias a lo moderno como los gitanos continúen confiriendo autoridad a sus ancianos.Si me permite, esbozo una modesta respuesta que, sospecho, no resulta tranquilizadora. Viejo es aquel cuya visión del mundo se alimenta de referentes cuyas condiciones de origen han quedado muy lejanos y presuntamente desbordados por tantas y tantas nuevas lluvias. El error es pensar que esas claves de inteligibilidad resultan inoperantes para proyectar miradas lúcidas sobre la rabiosa actualidad… Y sin embargo, algo hay entre nosotros, entre la gente con la que trato, en los medios de comunicación… un prejuicio odioso que se extiende entre nosotros secretamente y que tiende a dar por muerto, y lo que es peor, por inútil todo lo que no parece fresco y juvenil. Y lo curioso es que somos los adultos -afectados extrañamente todos por el síndrome de Peter Pan- los que fomentamos tal estado de opinión, convencidos de que solo acertamos el día en que logramos parecer menos afectados por el paso del tiempo. Qué estupidez, es nuestra experiencia y la sabiduría que a duras penas y a fuerza de muchas hostias hemos adquirido con los años lo que nos hace valiosos.
Por esa razón, porque tan valiosos somos, nos exponen en esas tiendas de antigüedades, donde nadie va a comprar nada, apenas una ojeada de algún pariente que, pensando que algún día formará parte de ese mismo decorado, cumplimenta a su antigualla como para asegurarse de que, también él, será visitado.
Pero hoy no es día de lamentaciones. Es domingo, 8 de marzo, y dentro de un rato saldré a manifestarme, como cada año, con mis congéneres (las mujeres trabajadoras) y con los muchos hombres que, afortunadamente, nos acompañan en este día reivindicativo de nuestro lugar en la sociedad. Si alguno de ustedes piensa ir, allí nos vemos. Y si no nos viéramos, por la gran afluencia que tendrá la mani, démonos por saludados.
Gracias a Isabel y a Juan Antonio por los pasajes y el poema. Las palabras que ambos transmiten expresan una primera necesidad puramente existencial, la de dar sentido a la vejez o la de lucha contra la decrepitud. Cuando jóvenes, lo decrépito nos parece algo ajeno: siempre que no tengas a alguien próximo que se esté derrumbando. Ahora, a partir de ciertas edades, la vejez y el deterioro son algo próximo: de unos padres mayores, por ejemplo, que ya vivieron lo suyo, cosa que no nos consuela. Sus palabras describen el dolor y el gozo de vivir, el instinto de vivir, la experiencia tenaz de los viejos. Ellos no son mejores que nosotros, simplemente se han curado la inconsciencia o la culpa. ¿Cómo se han redimido? La cercanía de la muerte ayuda a redimirse, sin duda. ¿Cómo se redime el personaje encarnado por Clint Eastwood en su última película? No lo diré, por supuesto, pero arriba en el post le pongo algún reparo…
Parece mentira, amiga Marisa, que en pleno siglo XXI aún tengamos que reivindicar nuestros derechos como mujeres; ¡y eso que vivimos en un lugar del mundo privilegiado! Sobre este tema de discriminación de las mujeres, acabo de leer una novela que os recomiendo: “Mil soles espléndidos” de Khaled Hosseini; habla de las mujeres de Afganistán; su vida es dura, muy dura, pero hay esperanza.
Sobre tu comentario sobre la vejez, estoy de acuerdo contigo. Escribes: “ Por esa razón, porque tan valiosos somos, nos exponen en esas tiendas de antigüedades, donde nadie va a comprar nada, apenas una ojeada de algún pariente que, pensando que algún día formará parte de ese mismo decorado, cumplimenta a su antigualla como para asegurarse de que, también él, será visitado”.
También yo relaciono la vejez con decrepitud, soledad y, sobre todo, dependencia. No la asocio a una edad concreta, se puede ser viejo a los 70, 80 o 90 años; para mí el rasgo definitorio de la vejez es la falta de autonomía por la pérdida de las facultades físicas y mentales. Yo así no quiero llegar a vieja.
Tus palabras, Marisa, me recuerdan a la novela que estoy leyendo en estos momentos: “A elegancia do ourizo” de Muriel Barbery. Una de las protagonistas, Paloma, de doce años, una niña superdotada que no quiere vivir en el mundo de los adultos que la rodean y piensa suicidarse cuando cumpla trece años, reflexiona sobre la vejez. A su abuela la metieron en una residencia de ancianos de lujo y su padre, el hijo de la anciana, tiene mala conciencia. Os copio el fragmento, traducido del gallego: “No hay que olvidar a los viejos de cuerpo podrido, a los viejos a dos pasos de una muerte en la que los hombres no quieren pensar (mientras confían a la residencia de ancianos la tarea de llevar a sus padres a la muerte sin alboroto ni molestias), la inexistente alegría de esas últimas horas que tendrían que aprovechar en vez de pasarlas sumidos en el tedio y en la amargura, rumiando los mismos recuerdos. No hay que olvidar que el cuerpo se degrada, que los amigos mueren, que todos te olvidan, que el final es soledad. No hay que olvidar tampoco que esos viejos fueron jóvenes, que el tiempo de una vida es irrisorio, que un día tienes veinte años y al siguiente ya son ochenta […].
De manera que, de olvidar, nada de nada. Hay que vivir con la certeza de que envejeceremos y que no será algo bonito, ni bueno ni alegre. Y decirse que lo que importa es el ahora: construir ahora, algo, como sea, con todas nuestras fuerzas. Tener siempre en la mente la residencia de ancianos para superarse cada día, para hacer que cada día sea inolvidable. Escalar paso a paso cada uno su Everest y hacerlo de manera que cada paso sea un trocito de eternidad.
Para eso sirve el futuro: para construir el presente con verdaderos proyectos de seres vivos” (pp.163-4).
Aunque no pueda verla de forma inmediata, sus palabras, don Justo, sobre Gran Torino, hacen especialmente atrayente la visión de la película de Eastwood. Esa lectura suya, que apela a una totalidad, desde fragmentos de secuencias, es admirable.
Señor David, aplaudo también -desde la lectura- el relato de Reme y Florián que usted nos muestra, así como su actitud ante la enseñanza de sus alumnos. Son experiencias que deberíamos fomentar en las aulas y de las que deberíamos aprender todos.
Doña Fuca, siento mucho la ruptura de sus expectativas en el gobiero de Galiza. Gracias por presentarnos el texto de Muriel Barbery.Es hermosa esa línea final: «Escalar paso a paso cada uno su Everest y hacerlo de manera que cada paso sea un trocito de eternidad.». He de decirle que me hubiera gustado, asímismo, leerlo en galego, lengua que está en los orígenes de la literatura peninsular, hermanadísima desde un principio y que sólo la locura de la ignorancia puede oponer o minimizar con respecto a otras lenguas. Siento orgullo de contar entre mis paisanos a Martin Codax, Rosalía, Castelao, Dieste o Rivas.
La película la ví hace un mes y la revisé ayer. Espectacular y crepuscular EastWood. La redención final me parece bastante superficial… pero, aún así, la película es magnífica (de inteligencia y sentido del humor, claro:-)
Es como atender al día de la mujer (o del papagayo o de la lengua o del viejo de cuerpo y quién sabe si de espíritu o del orgulloso por lo que sea.. sin sentir vergüenza ajena). Cuánta invalidez peripatética.
Se me olvidó. Cuánto fetichismo de grupo.
Aunque llevo poco tiempo en este habitable espacio, voy viendo que hay algunos que no dejan de dar coces a la más mínima ocasión que alguno de sus estereotipos se siente aludido. Que se celebre y hable de la mujer en un día determinado -o en todos los días- no sólo no llama a escándalo, llama a la vergüenza: la de ver las declaradas injusticias y discrimanaciones que aún hoy se sigue padeciendo por el sólo hecho de tener un sexo diferente. ¡Vamos, hombre, un poco de esfuerzo! Y recuerdando a Ramón Irigoyen, desde que besé a una mujer griega amo todas las lenguas del mundo.
Lo nuevo y lo viejo como opuestos. Ya hablamos de esto en otra ocasión subrayando la velocidad asociada a la juventud y el desprecio que ésta siente ente lo viejo, entendido como lentitud, reflexión y razonamiento. Creo que es un asunto que quedó claro. Por eso resulta lamentable la poca atención y consideración que se presta a los viejos, a lo viejo, en nuestra sociedad. En todos los sentidos. Yo, por el momento, reivindicaré mi aprecio por lo viejo acudiendo, esta misma tarde, a la Feria del libro Antiguo y de Ocasión. Ya les contaré a mi regreso…
Sólo falta el día de la marmota… Ah, no, que ese ya existe:-P
La vejez, por otra parte, no es lenta sino vertiginosa. Hace un rato deambulaba por Benimaclet. Unos pandilleros me habían abierto una brecha en la ceja. Alguien curó mi herida mientras contenía el dolor y, sobre todo, la impotencia y el miedo. Al regresar a casa seguía teniendo 17 años. Eso fue ayer. Hoy sólo sangra la herida cuando redibujo su cicatriz. Lo hago a menudo. Por placer. El tiempo viaja en esas marcas superficiales pero se concreta en las invisibles…
La vejez es una tema que me toca, en este momento, muy de cerca, aunque siempre me ha peocupado ese momento en el que traspasas, sin ser muy consciente de ello, la barrera entre la madurez y la vejez.
¿Definir la vejez? La vejez es indefinible o tiene muchas formas de definirse. Un profesor mío decía que uno es viejo por la edad de sus arterias. Otro, por no ser menos, decía que la vejez se notaba en las articulaciones.Yo creo que la vejez está en el cerebro y que se envejece cuando las ideas se olvidan, no se crean otras nuevas,se confunde la sal con el azúcar,la harina con el yeso.
¿Qué esto puede darse a edades juveniles? Cierto.
He conocido jovenes de 90 años y viejos de 17. A los 90 años se puede escribir un libro que necesite aprender un idioma diferente al nuestro como el árabe o el arameo.
A los 17 años, puede que no les resulte interesante conocer nada más. Se lo saben todo (todo lo que creen que necesitan para vegetar).
No estoy menospreciando a los jovenes, ni mucho menos. Solo quiero poner en el punto de mira de su atención que no es la edad un condicionante para definir la vejez.
Hay que dejar paso a la juventud, que tiene fuerza, ideas, ganas de trabajar y jubilar, en el mejor de los casos a los viejos. Soy mal pensado o quizá vea a los viejos en la urgencia o en una cama de un hospital, olvidado de su familia. O en una residencia donde se le aparca, a la espera de que la muerte les alcance. Los viejos, son un estorbo, una carga, un obstáculo.
En la antigüedad, en los pueblos existía un consejo de ancianos. Ahora es impensable que exista esa organización social. Con la cantidad de viejos que hay,en muchos pueblos habría más gente en ese consejo que en el Ayuntamiento. Y eso no se puede permitir. Los viejos están en este mundo de prestado y lo suyo es esperar la muerte, que es lo que toca. Y en un momento como el actual, de crisis,son una carga para los fondos de pensiones, que están para que con ellos se hagan grandes negocios, no para que los viejos vivan mejor. O para el sistema público sanitario,llenando las urgencias de pulmonías, si hace mucho frío.
No estoy depresivo, ni de»broma». No. Lo estoy viviendo desde hace años y desde hace años que vengo denunciando esa situación. Ni caso. Nadie hace ni caso.
Vejez debe ser, pues, la antesala de la muerte. Acuerdénse de esto cuando lleguen a viejos, si es que llegamos.
Qué curioso. Me pasa algo semejante a lo que cuenta Juan Planas. Tengo una cicatriz en la frente que casi no se advierte. Es una vieja herida que me hice atravesando una puerta de cristal. También en Benimaclet. Yo quería acceder a una terraza. Era a finales de los años ochenta. Los carámbanos de cristal –porque eran auténticos carámbanos– no me mataron.
Yo quiero pensar que esa cicatriz es ahora casi invisible. Me cosieron con finura y profesionalidad. Sin embargo, cuando me paso el dedo índice por la ranura de esa vieja brecha aún me duele. Hace veintitantos años de todo eso, pero aún me duele, ya digo. Mi cicatriz no es símbolo de nada: es, sin más, una de esas marcas superficiales de las que habla Juan Planas. No sé por qué, pero cada vez que se desliza mi dedo pienso en Juan José Millás: él es muy dado a hablar de heridas más o menos superficiales.
Pero hay otras brechas profundas que todavía sangran: son las humillaciones antiguas. No me recuerdo muchas: básicamente porque procuro olvidar, evitando solazarme en el dolor. Soy muy optimista y siempre pienso que todo saldrá adelante. En principio, esa actitud está bien. Sin embargo, no recomiendo mi carácter olvidadizo, que es una forma de escapada, de huida.
Que a las mujeres se les dedique un día no es para tanto ni para escandalizarse, como dice Juan Antonio Millón. Creo que debemos recordar la humillación de que han sido –y de que son– objeto ahora mismo. En ciertas partes de África siguen lapidando mujeres adúlteras. Aquí, el adulterio era delito hasta hace cuatro días… No hay frivolidad alguna en este recuerdo.
Caso de que lleguemos intentaremos, por lo menos, que no se nos haga demasiado largo. No regalo adjetivos habitualmente, pero la que antecede es la más hermosa de las intervenciones que le he leído, Arnau. No me es ajeno lo que cuenta, he pasado tiempo en los hospitales por una u otra razón en los últimos años… Hay salas de urgencias que me recuerdan a esas películas de la viejas guerras donde tras un ataque aéreo el caos se apodera de los hospitales, las enfermeras van locas sin dar abasto y el corazón del mundo parece a punto de colapsarse. Y sí, llama la atención ver a ese viejo recién infartado con el gotero puesto que me mira desde la camilla olvidado en un pasillo… Médicos y enfermeros ya hechos a la idea de que no pueden llegar a todo… qué desastre.
«Este habitable espacio», sugerente definición, sí, es la misma sensación que yo tengo. Y se está haciendo mayor, por cierto nuestra tertulia… cada vez hay que decir una burrada más grande para que la gente se irrite y el intercambio de ideas dé lugar al intercambio de exabruptos.
Cito al señor Millón, por cierto, con lo del «habitable espacio», mis saludos, amigo.
Nuevas fotos de la presentación en la Casa del Libro el pasado jueves.
Por gentileza, otra vez, de Isabel Zarzuela. No me pregunten quiénes son…
Otras fotografías del mismo acto:
https://justoserna.wordpress.com/la-nacion-secuestrada-fotografias/
Tengo para mí que la vejez sienta mejor sus años en la mujer que en el hombre. Desde luego hablo en términos generales y muy personales. Es, al menos, lo que he vivido o vivo; aunque también es una intuición de ese insondable mundo de «la mitad del cielo». Precisamente la imagen mítica de la abuela que aparece en el film de Gutierrez Aragón, es para mí consustancial de la vejez femenina: sabiduría, ternura, serenidad. Todo extraño y cotidiano, como la imagen, la voz o la escritura de María Zambrano o Marguerite Duras, en sus avanzadas edades. Y no es sólo literatura, la he visto en muchas otras mujeres, y es para mí un misterio.
Hay un proceso interesante en la población de edad avanzada: la asunción de «roles femeninos» por parte del varón. Es lo que el sociólogo Julio Pérez Díaz ha llamado «feminización de la vejez». En la edad madura y en la primera vejez, los varones están asuminedo tareas que hasta ahora estaban reservadas a la mujer, y el alcance sociológico e incluso psicológico de estos cambios debería tenerse en cuenta. Extraigo la siguiente cita de Pérez Díaz:
«…convendría reconocer el potencial de las personas de mayor edad, incluidos los varones, especialmente los varones, para desempeñar papeles importantes en la sostenibilidad de los hogares de sus hijos jóvenes y adultos. Ya han empezado a hacerlo, y la tendencia se acentuará en el futuro, pero se trata de una revolución silenciosa, poco investigada, y aún menos fomentada. Quizá suene descabellado, pero la mejora de las prestaciones a las personas maduras o a las que están en la primera vejez, podría repercutir en mayores facilidades para que sus hijos formen su propia familia y tengan más hijos. Las ventajas no acabarían ahí, porque también la otra gran preocupación resultante de la evolución demográfica, la del aumento de la dependencia senil, encontraría una respuesta positiva.»
Acabo de regresar de viaje y os encuentro la mar circunspectos hablando de senectud. Me causa sorpresa leeros, mayoritariamente, hablar en tercera persona de “los viejos”; como si fueran algo ajeno a nosotros mismos. Me temo que los jóvenes y maduros que así hacéis no sois conscientes de una evidencia perogrullesca: los viejos no son “ellos”, lo somos todos. Lo somos desde que nacemos, como somos niños (¡pobre de quién lo olvide!) y somos muertos (¡lástima de quien viva como tal!). Considero que los seres humanos somos – dejadme que por un momento abandone el disfraz de Pumby – un todo inextricable que se concreta en una fracción temporal de vida (por eso llevamos implícitamente la condición de cadáver en nosotros) que percibe el mundo con su propia consciencia para alcanzar la felicidad. ¿Viejo?, ¿niño?, ¿joven?, ¿maduro?, ¿recién nacido o difunto? ¿qué más da?, somos, sólo, un todo, seres humanos.
Yo mismo confieso mi tendencia a atribuir a la senectud la sabiduría aunque se que no siempre es tal. De la misma forma que tiendo a pensar que el joven es un impaciente propicio a la egolatría, el “sabihondismo”, la desmesura y la precipitación pero se que yerro porque también me transmiten una frescura, interés y curiosidad de la que no anda escaso y que es capaz, por eso, de salvar su inexperiencia. Ello me refuerza en mi opinión. La condición de viejo no es demostrativa de nada más allá de haber visto pasar más almanaques que un joven. Incluso su más precioso bien, la experiencia ganada en el transcurso del tiempo, no la garantiza su edad, más bien, la edad, ratifica la condición individual de cada uno: el que ha sido un lelo con dieciocho seguirá siéndolo con noventa y ocho y con noventa y ocho, no se habrá enterado que ha vivido; igual que un chaval de diecinueve con hambre por saber, conocer, aprender, aprehender y vivir, será un chaval de noventa y nueve plenamente consciente y satisfecho de lo vivido.
Evidentemente, en ese transcurso de vida, algunas jóvenes esperanzas se truncan en estúpidas madureces y patéticas ancianidades – y tenemos casos muy próximos –; pero eso, como diría Ende, ya es otra historia.
Vuelvo al disfraz felino, vuelvo al gato, a Pumby.
Nada puedo decir más, comparto vuestras palabras e ideas – bueno, menos una :-) – pero como Juan Antonio ya la ha recriminado con mejor arte del que pudiera tener yo, no aportaré más de la reflexión que os hice más arriba desde fuera de Villa Rabitos.
En efecto, Fuca, no se equivoca. Como tampoco lo hace Hobsbawm cuando renuncia a investigar su propio siglo XX. Este historiador inglés nacido (ojo) en Egipto, siempre me ha interesado, tanto por la calidad de sus trabajos como por su apuesta por la “historia desde abajo”. Pero lo que más de interesa de este hombre es su honestidad. Conocer la opinión de personas honestas, sea cual sea su pensamiento, me parece una de las mejores formas de aprender cosas de la vida. Si esas personas, además, tienen una cierta experiencia a sus espaldas, años de investigación, de trabajo, de vivencias, se convierten en fuentes de sabiduría andantes, y debería estar tipificado como delito el no callarse cuando ellas hablan. Hobsbawm me parece uno de esos casos. Es honesto porque en ningún caso oculta en sus escritos de dónde proviene y qué sesgo tienen sus estudios. A este respecto –y lamento volver sobre el tema- Fede, César y otros muchos no me lo parecen, porque ellos pretenden hablar desde la pura verdad, desde una posición completamente objetiva. Como eso no es así, no puede ser así y además ellos lo saben, el resultado es que están engañando a sus lectores, manipulándolos. De Hobsbawm jamás se podrá decir eso. Otro gran historiador inglés de 71 años que me viene inevitablemente a la cabeza cuando hablo de Hobsbawm es Perry Anderson. Ahora que están tan de moda esos libros en los que se plasman las conversaciones entre distintos intelectuales, qué daría yo porque algún periodista avispado colocara frente a frente a estos dos gigantes de la historia.
Clint Eastwood también me interesa mucho. Estudiando su trayectoria, una vez más se demuestra que no sólo es el pasado el que explica el presente, sino que también se necesita del presente para comprender acertadamente el pasado. Viendo ahora las películas que hace como director, ¿qué pasaba por su cabeza cuando interpretaba esos maravillosos spaghetti westerns o a Harry el Sucio? Ahora, conociendo sus trabajos más personales, ¿no nos cambia la imagen que tenemos de ese actor duro y chuleta que parecía que sólo servía para dar mamporros y hacer de policía pseudofascista? Como director, al menos, su honestidad también me parece brutal, no como la de ciertos directores tipo “El sexto sentido”, que fundan su película en una mentira. Un tesoro andante, este Eastwood.
Espero el comentario de Jean Daniel, al que no conozco, pero que, estando incluido en este selecto grupo de “viejos” (¿viejos? Yo también estoy con Arnau, ya les gustaría a muchos jóvenes tener la energía y las ganas de hacer cosas que tienen ellos), debe ser también una figura fascinante.
«Vejez debe ser, pues, la antesala de la muerte. Acuerdénse de esto cuando lleguen a viejos, si es que llegamos».
Esto nos dice don Arnau Gómez, aunque yo, más que antesala, la llamaría «preámbulo». O casi, como esos ensayos generales con público, que se suelen hacer en el teatro, inmediatamente antes del estreno. Lo cual estaría muy bien, si no nos pillara -como suele- desprevenidos.
Nuestra mascota gatuna, que es muy sabia, nos dice:
«La condición de viejo no es demostrativa de nada más allá de haber visto pasar más almanaques que un joven. Incluso su más precioso bien, la experiencia ganada en el transcurso del tiempo, no la garantiza su edad, más bien, la edad, ratifica la condición individual de cada uno».
Vale, Pumby, puede que esto sea verdad en la mayoría de los casos. Pero reconocerás también que, en algunos casos, una juventud insípida puede transformarse, con la experiencia y el empeño personal, en una vejez pletórica de vida, en una nueva oportunidad de vivir. Lo cual estaría muy bien, si el ser humano (como el gatuno) no tuviera fecha de caducidad.
¡Repámpanos! He «pillado» una muletilla, que dice: «Lo cual estaría muy bien, si…»
Eso me pasa por escribir del tirón, sin reflexionar antes un poco.
¿Jean Daniel? Ya verá, sr. Lillo, como conoce más de lo que cree y de lo que éste trata…: de un gigante que fascina a Àngel Duarte, nuestro colega. Con razón.
¡Anda que las cosas que dicen!
¡El elogio de un comunista!
Recapacite.
Sin Dios nada.
¿Qué dios, el tuyo o el mío?
¿De qué dios hablas, Jack, del tuyo (que por fuerza es falso)o del mío (que obviamente es el verdadero)?
¿Sin Dios nada?
Sin Dios, nada.
¿Y eso qué significa?
Precisamente la conclusión de este post con otro viejo admirable –que inevitablemente ha de prolongarse en un nuevo post– trata de esto. Me ha dado usted el título. O como dice el lindo gatito: ¿de qué Dios habla?
Bueno, formulemos la pregunta en sus términos y con comas.
¿Sin Dios, nada?
Uy, Pumby. Lamento estropearle el éxtasis del pensamiento único:-)
Por lo demás, la vejez es sólo un estado físico sin mayores añadidos metafísicos. Aquí es donde se suele citar el valor de la experiencia… pero no, las experiencias de un joven mediocre dan paso a un adulto mediocre y a un viejo mediocre.
Los años sólo mejoran lo que ya es bueno (aunque sólo lo sea potencialmente).
Alejandro, hace años, cuando Anaclet Pons y yo dirigíamos el aula de debates de la Universidad de Valencia, invitamos a Perry Anderson. Nos hizo caso y vino: gracias a los buenos auspicios y a la intermediación de Ronald Fraser. Anderson era -al menos entonces- muy ‘british’, frío y flemático (perdonen el tópico) y uno de los mejores lectores que he conocido. Sólo le vi perder la compostura ante… un plato de tellinas. Nos preguntó que cómo se comían. Le dijimos que con las manos y él, rápidamente, tomó un puñado. Disfrutó: a su edad estaba aprendiendo algo nuevo.
Vaya, señor Serna, debió ser una delicia. Me gusta el detalle de las tellinas. Abunda en lo que venimos comentado en este post que ya termina: las ganas de saber, de aprender, que acompañan a determinadas personas y que no les abandonan por muchos años que tengan.
Añadiendo una definición nueva a las ya dadas por los distintos contertulios sobre la vejez, diría que un viejo es la persona que ha perdido todo interés por la vida.
De nuevo, Alejandro, no es cosa de la edad, es cosa de la persona. Perder el interés por la vida lo puede tener un adolescente, una persona enferma terminal de cualquier edad, un mentecato (la cosecha del 56 es especialmente rica en necios) o cualquier creyente de cualquier secta de iluminados pero ¿una persona por ser vieja ha de perder interés por la vida? ¡al revés! cuanto más mayor se es más se puede paladear, más se puede apreciar, más se puede vivir, con mayor intensidad, con mayor urgencia. No, no, no acepto esa visión, compréndeme que no se si me explico bien.
Oiga Pumby, usted no debería decir nada ni de la edad ni de la vejez, que se conserva exactamente igual que cuando Sanchis lo parió en 1952. Según mi definición es viejo quien pierde el interés por la vida. Por tanto, nada tiene eso que ver con la edad. Tal vez me haya expresado mal.
Pumby, no sé cómo salió su cosecha, pero usted es sólo pura bazofia. Debería de apodarse Detritus:-)
Sr. Planas: con ‘Paco’, Lázaro’, ‘Pedro’ o ‘Jack’, tenemos suficiente. No sea tan cansino como ellos, por favor, que a usted lo conocemos, hombre.
Dejemos a un lado los insultos y no le demos la razón a Javier Marías ;-)
Usted disculpe y tenga cuidado con el minino. Pero insultar a toda una generación no podía quedar sin respuesta -adecuada o no, eso no lo sabe ni Marías:-)
«la cosecha del 56 es especialmente rica en necios» puede ser una frase, general, insultante, pero «Pumby, no sé cómo salió su cosecha, pero usted es sólo pura bazofia. Debería de apodarse Detritus» es un insulto directo, gratuito en el momento en que se hace y que me parece intolerable, incomodísimo para los demás contertulios, fuera de lugar e inconcebible para ser dicho por algien que parece sentirse por encima de las pequeñas cosas y que se llama poeta. En mi foro, un lugar absolutamente libre, sólo hay una norma: no se admiten los insultos personales, que borro en el acto, si no se disculpan y, a la tercera, cierro la posibilidad de entrar a quien demuestra así su falta de respeto.
No lo entiendo.
Ya saben que Pavlova, de vez en cuando, se apodera de mí, pero quiero decir que suscribo todo lo que ha escrito (menos lo de algien por alguien), pero quiero añadir que la justificación ante las sabias palabras de la Ratita: «Pero insultar a toda una generación no podía quedar sin respuesta «, no sirve. “la cosecha del 56 es especialmente rica en necios” no se refiere a toda una generación y la respuesta es similar a matar moscas a cañonazos. Si a eso vamos, Planas a ridiculizado, insultado y vejado a todas las mujeres que ceebran el 8 de marzo. Nadie le ha respondido en su tono porque es eviidente que se respeta el lugar y a Justo, para el que la tesitura de llamar la atención a alguien aquí, debe ser incomodísima. Por eso, fundamentalmente, me he tomado la libertad de hacerlo yo.
Perdonen que no me levante ante los últimos post.
1)No ofende el que quiere sino el que puede.
2)Cuando se habla de la «mayoría» de una cosa no me doy ,normalmente, por aludido.Ahora bien cuando se me dice «imbécil» directamente, puedo acabar por chafarle las narices al insultante.
3)Por favor, que cunda la calma.
Su libertad es suya. Sus opiniones, también. Bye.
Sr. Arnau. La calma cundirá, eso seguro. Otra cosa es que el «matiz» entre una frase general e insultante (según Pavlova) y un insulto directo, gratuito, fuera de lugar e incomodísimo (también según Pavlova) sólo se sostenga en ese lugar ingrávido que ya no pertenece al lenguaje común sino al esoterismo interpretativo de cada cual… Lo confirma, luego, Ana Serrano (aquí ya no es Pavlova) prendiendo la mecha de otras supuestas ofensas que sólo puedo calificar de alucinaciones suyas, que, en cualquier caso, no contravienen, para nada, mis observaciones sobre el fetichismo grupal (o el victimismo, que igual así se entiende mejor).
Por lo demás, no tengo nada que añadir ni rectificar: el lenguaje siempre es incompleto y parcial. La palabra sin su lector adecuado es estéril. Sí.