Tengo en mi mano el curso de la vida. «En Viena, cuando no tenía dinero, gastaba todo lo que no tenía en libros. En Londres, en los peores momentos, conseguía, contra viento y marea, comprar de vez en cuando libros», dice Elias Canetti en sus Apuntes, 1973-1984. «Nunca he aprendido nada sistemáticamente, como otra gente, sino por excitaciones súbitas. Siempre empezaban con que mi mirada caía sobre algo que tenía que poseer fuera como fuera», añade.
«El gesto de coger, la alegría de tirar el dinero por la ventana, el transportarlo a casa o al local más próximo, el contemplar, acariciar, hojear, el guardarlo durante años, el momento de un nuevo descubrimiento cuando las cosas se ponían serias –todo esto es parte de un proceso creativo cuyos detalles secretos desconozco–. Pero en mi caso nada sucede de otro modo, y por lo tanto tendré que comprar libros hasta el último instante de mi vida, sobre todo cuando sé con seguridad que nunca los leeré», admite.
«Creo que es también parte de la rebeldía contra la muerte. Nunca quiero saber qué libros entre éstos se quedarán sin leer. Hasta el final no está determinado cuáles van a ser. Tengo libertad de elección, puedo elegir en cualquier momento entre todos los libros a mi alrededor, y por ello tengo en mi mano el curso de la vida», concluye Canetti. ¿Concluye?
Como un fantasma. «No puedo negar que me duele no ocuparme de los libros, tengo un sentimiento físico por ellos, de vez en cuando me sorprendo en diálogos de despedida con ellos. En los últimos tiempos han venido a añadirse libros completamente nuevos y valiosos, y la idea de que los he leído tan poco, casi nada, me da fuerzas», prosigue Canetti. «Con la mayor desenvoltura me digo en voz alta que estos libros aún sin tocar no dejarán que me vaya, y quizá es ésta su función y ya ni siquiera espero que llegue a leerlos. Una especie de penoso autoengaño se esconde en este asunto, por primera vez en mi vida tengo la sensación de utilizar los libros para un fin impreciso, y que se trate de un fin comprensible y, a la postre, nada mezquino, no arregla las cosas», se lamenta Canetti. «Me duele pensar que los libros caerán en manos ajenas o que incluso se venderán, me gustaría que permanecieran donde están ahora y que yo pudiera visitarlos de ven en cuando sin ser visto, como un fantasma», admite.
Aún leeré la mayoría de ellos. «Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos», concluye.
Contra el sistema. «La aversión contra los sistemas nace de una sensación de pérdida. Siempre se pierde algo cuando un sistema se cierra. Lo que éste rechaza suele ser, luego, lo más importante. El fácil manejo del sistema cuesta un precio demasiado alto. Además, las cosas se adaptan a las cajas en las que son comprimidas y pierden así su forma. Aún más importante es que, como parte del sistema, pierden su capacidad de metamorfosearse. No engendran ya, han sido emasculadas. Son únicamente aptas para multiplicaciones siempre iguales. El sistema es el que ha determinado la forma de nuestra producción. Las cosas, que como palabras independientes aún contienen vida, se han convertido en objetos. No respiran, no mueren se quiebran», concluye Canetti. Ahora, sí.
Libros abiertos. He seleccionado estos aforismos de entre los muchos que Canetti escribió: esa idea pertinaz, esa máxima rotunda, ese proverbio paradójico. La televisión es lo urgente, lo instantáneo, lo inmediato y, por lo común, nos quita el pasado y la lentitud. Es un medio admirable y temible. Trastorna lo obvio, lo necesario, lo habitual y nos lleva a lo monstruoso, a lo espectacular, a lo imprevisto.
Cuando me aceleran el trabajo o la actualidad, con esa televisión que nos mantiene al tanto, o cuando Internet me absorbe, siempre me doy una cura intempestiva. Llamémosla así: una cura intempestiva es el aforismo, la sentencia breve, justamente intemporal. Hay escritores que cultivan el género con maestría, con genio: enuncian lo real y su envés; captan lo inesperado o lo insólito; expresan y se expresan; aleccionan paradójica y subjetivamente. Uno de ellos es Elias Canetti.
Cuando las obligaciones cotidianas me desbordan, cuando me falta tiempo (y ahora me está faltando tiempo), cuando la actualidad ordinaria me hastía, siempre reservo unos minutos o unas horas para depurarme. Frente al sistema, el fragmento; frente a la televisión, el libro. Sí, ya sé que estas dicotomías son erróneas, pero, qué quieren, hoy no doy para más…
Hemeroteca
Justo Serna, «La televisión», El País, 16 de septiembre de 2009
blablablablabla serna
Leí hace unos años la autobiografía de Canetti, quedé impresionada. Página tras página, y hasta cuatro volúmenes fui descubriendo cosas que me impactaron: la capacidad de hacer de unas condiciones adversas un aprendizaje positivo para su vida, del desarraigo, el cosmopolitismo…quizá una de las cosas que más me conmovieron además de su amor por las lenguas fue su pasión por la literatura, que además de la lengua creo que fue uno de sus vínculos más intensos con la figura materna. No conozco sus “Apuntes”, pero del fragmento que aparece en el Post, extraigo una relación particular con la lectura y con los libros .Las relaciones que establecemos con los libros son íntimas, privadas, con cada uno de ellos es diferente. Todo aquél para el que la lectura además de un placer en muchos casos sea auténtica necesidad (una suerte de adicción) puede identificarse también con la voracidad, y con el ansia de poseer los libros, como objetos que nos pertenecen, tocarlos,….buscar un libro con un afán que no admite demora hasta encontrarlo y tenerlo entre las manos, es una delicia mayúscula. De alguna manera, los libros te dan la vida, y tú se la das a ellos, te hacen omnipotente; puedes vivir otras vidas, compras los libros pensando que la vida es muy larga y que alguna vez podrás leerlos, también te ponen delante un límite: todo lo que no vas a poder leer, todo lo que no vas a ser. Leer es una experiencia emocional, y como tal o se vive o no, Canetti está , según creo, hablando de eso.
R.S.R.
R.S.R. Canetti está hablando de eso, efectivamente:
«De alguna manera, los libros te dan la vida, y tú se la das a ellos, te hacen omnipotente; puedes vivir otras vidas, compras los libros pensando que la vida es muy larga y que alguna vez podrás leerlos, también te ponen delante un límite: todo lo que no vas a poder leer, todo lo que no vas a ser. Leer es una experiencia emocional, y como tal o se vive o no, Canetti está, según creo, hablando de eso».
Un saludo.
Lo más interesante que, desde mi punto de vista, ha rodado David Trueba es un documental que, por cierto, consiste en una simple entrevista: «La silla de Fernando». Se trata de la última entrevista que concedió Fernando Fernán-Gómez. Mirando a su biblioteca, habla de la peculiar relación que tiene un hombre mayor con sus libros, algunos de los cuales por cierto le vienen acompañando -y recogiendo polvo- a lo mejor desde hace más de medio siglo. «A veces miro a alguno de ellos, por ejemplo a cierta edición de mi padre de Crusoe y le digo: a ti ya no te leeré más… sí, claro, lo que hago es despedirme de él. Hay otros que los tengo hace mucho y cuyo lomo me resulta absolutamente familiar, pero que resulta que no he leído nunca. Con esos es más extraña la despedida, pues tengo que decirles adiós a pesar de que no los leí y ya nunca lo haré…»
No estoy seguro de que los libros estén para leerse, al menos no es la única forma de relacionarse con ellos que tienen los que son un poco fetichistas, que no son por cierto lo mismo que los bibliófilos. No he leído la mayoría de libros de la inmensa -y delirante, se lo aseguro- biblioteca paterna, pero casi todos los he abierto, he mirado detenidamente su lomo, he escrutado sus manchas amarillentas de moho… Es algo que tiene que ver menos con el contenido tipográfico y más con el objeto, con la «promesa» que simboliza, con la ilusión de inmensa dicha que otorga a poco que acerquemos el oído y escuchemos lo que ese legajo con olor a madera húmeda tiene que decirnos. Así, no puedo disociar «Hojas de hierba» de Whitman de la edición de Lumen o aquel Gulliver en cuya portada aparecían los Houyhnhnms.
Sr. Montesinos, qué emociones nos detalla. Me he sentido retratado cuando usted dice eso tan sincero: «No he leído la mayoría de libros de la inmensa -y delirante, se lo aseguro- biblioteca paterna, pero casi todos los he abierto, he mirado detenidamente su lomo, he escrutado sus manchas amarillentas de moho…»
Mi padre tenía una biblioteca cuyo sentido yo no acababa de entender. Como tampoco acababa de entender las valoraciones escritas que él se hacía de cada una de sus lecturas. Ya lo he contado y está recogido en unas páginas de ‘Héroes alfabéticos’.
Sr. Montesinos, usted siempre describe con ternura, con ironía, emociones que son intensas y propias. Gracias.
La intervención del Sr. Montesinos, me ha hecho pensar en mis libros olvidados, esos que nunca he leído, y que ni siquiera sé muy bien cuales son, pero que me acompañan, que me han seguido en mis mudanzas externas e internas, sobre todo en las internas en esas que no se ven pero en las que también hay que embalar, guardar, desechar…Siguen ahí, esa, al parecer, es su única función.
Sr, Serna ha elegido un tema emotivo, inspirador, y para mí, fascinante. Ayer, cuando le vi, se lo hubiera dicho, pero…
R.Sanchez
Sánchez,(no quería ponerlo y lo voy a tener que repetir)
R.Sánchez, muchas gracias. No sé cuándo me vio (sería en la Facultad) y no sé quién es. No hay problema. Tampoco hay por qué revelar la identidad. Las iniciales tienen también su motivo inspirador, claro.
Un saludo, JS.
Un masajito al señorito!!
Gracias a usted por el placer de su amistad, y a sus enemigos también, porque empiezo a pensar que nos faltaría algo sin ellos.
La alusión a Canetti me ha hecho recordar una anécdota graciosa que leí sobre él en su día. En la introducción del primer volumen de las «Obras Completas» de Canneti publicadas por Galaxia Gutemberg – Círculo de Lectores (el volumen que contiene el texto de «Masa y poder»), Juan José del Solar, el traductor y rsponsable de la edición, cita un breve texto de Claudio Magris en el que este escritor italiano explica lo que le sucedió un día cuando llamó a la casa de Canetti en Londres y le respondió una misteriosa voz. Copio el texto de Magris:
«Hace tres años, antes de partir para Zúrich, llamé por teléfono a Canetti, esperando que en aquellos días estuviera en casa y me fuera posible volver a verlo. Como nadie respodía, probé a llamar al número de su viejo apartamento de Londres, la ciudad en la que había vivido oscuro e ignorado durante tantos años – desde 1939, después de haber abandonado la Viena ocupada por los nazis – y donde lo había conocido. La voz de una anciana señora inglesa, una vez oído mi nombre, me dijo amablemente que el señor Canetti vendría de inmediato y, en efecto, un instante después él se ponía al teléfono, cordial y afectuoso, y me decía que se había retirado a Londres por unas semanas, lejos de la familia, para teminar un libro – la autobiografía – y, sobre todo, para estar solo. Es más – añadió después de una pausa -, discúlpeme, ¿sabe?, yo mismo contesté al teléfono hace un momento, cuando usted pidió hablar conmigo»
Canetti, Elias, «Obras Completas», Vol. I, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2002.
Sr. Fuster, simpática anécdota. Pero, hablando de escritores, de creadores de ficción, no deberíamos fiarnos de la veracidad de sus propios recuerdos. «Las cosas veraderas que cuento sobre mí son las que antes se me antojan mentiras», dice el propio Canetti en ‘El suplicio de las moscas’.
Bien,no le quitaré pues,el placer de que lo descubra usted mismo,porque lo hará,lo hará.
Vuelvo a leer lo que usted señala de Canetti en el Post y lo que venimos comentando y recupero algo que Schopenhauer, en su libro «Pensamiento palabras y música» dice . Es algo así como que: «sería bueno comprar libros , si también, se pudiera comprar el tiempo para leerlos».Creo que esto se nos olvida,afortunadamente.
Más de uno va a decir que su artículo en El País es una banalidad: vaya con el profesor universitario, solazándose en el barro de la prensa rosa, aunque me temo que no es el tipo de críticas que le quitan a usted el sueño, ni falta que le hace.
Les recomiendo un artículo de Umberto Eco que se titula justamente «La pérdida de la privacidad» y que se recoge en «A paso de cangrejo». Hubo un tiempo en que el cotilleo podía tener una función socialmente cohesionadora. De hecho, en alguna localidad pequeña donde he vivido descubrí que aún lo tiene. La televisión rosa y el reality nos han llevado a otro bucle de la espiral: «ya no son los verdugos los que cotillean acerca de las víctimas, sino las víctimas las que se prestan encantadas a cotillear acerca de sí mismas. Ya no son víctimas de ninguna murmuración. Ya no hay secreto. Tampoco es posible ensañarse con las víctimas, porque han tenido el valor de convertirse en verdugos de sí mismas poniendo al descubierto sus debilidades. El cotilleo ha perdido por tanto su naturaleza de válvula de escape social para convertirse en exhición inútil».
¿Es un monstruo la Esteban? No, es -si me permiten burlarme un poco de Hegel- la expresión de un Espíritu del Tiempo, en un sentido tan intenso como Dan Brown, Berlusconi o Madonna. Vivimos en un tiempo de exhibicionismo, una época que parece haber abolido la magia del secreto, de ese rumor inconfensable de lo que apenas se pronuncia entre dientes y nunca llega a decirse del todo. Todo se autoobliga a «comparecer», todo secreto debe ser arrancado de sus tinieblas porque esa es la ley del espectáculo, cuya lógica va más allá de la televisión -internet es heredera en parte de todo ello- y alcanza nos guste o no hasta las chozas.
Fíjense bien, llamamos exhibicionista al tipo que se saca el pene ante las señoras en un parque, pero las calles, las reuniones, los vagones del metro están llenos de idiotas con o sin telefonino que nos hacen enterarnos de su vida, de sus disputas conyugales, del asco que le tienen a no sé qué vecina.
Belén es en todo caso la avanzadilla de una cultura de la colonización de los espacios de la intimidad que ya desbordó los límites de la pantalla y campea por las calles y las alcobas. «La gente», dice Eco, «se va convirtiendo en exhibicionista porque aprende que no hay nada que pueda ser privado, y si ya no hay nada privado ninguna conducta puede ser escandalosa. Ahora bien, los que atentan contra nuestra privacidad se van convenciendo lentamente de que las propias víctimas están de acuerdo y, por tanto, no se detendrán ante ninguna violación. Lo que intento decir es que la defensa de la privacidad no es sólo un problema jurídico, sino moral y antropológico cultural.Tendremos que aprender a elaborar, difundir y premiar una nueva educación de la intimidad, educar en el respeto a nuestra propia privacidad y la de los demás.»
Este es pues el desafío; hay batalla, creo, y acaso convenga no limitarse a cerrar los ojos con asco ante todo este circo por si acaso todos acabamos siendo -de grado o a la fuerza- un poco Belén Esteban.
El artículo lo acaba Eco citando la breve nota que dejó Pavese en su suicidio: «Que no haya demasiados cotilleos»
Sr. Montesinos, esto es preocupante: no hay manera de que podamos discrepar. Estoy de acuerdo incluso en su empleo de nuestro admirado Umberto Eco. Me acordé de usted y de Jean Baudrillard al pensar en la obscenidad televisiva y en la hiperrealidad mediática. Qué cosas.
Tengo el lamentable desagrado de coincidir una y otra vez con David y, en esta ocasión ¡hasta con Serna! No obstante, no puedo evitar sufrir un cierto vahído, aquí, en lo alto del tejado desde el que os miro (bajo mi paraguas, que hoy llueve) ante la aseveración de Erreeseerre que Serna subraya: “de alguna manera, los libros te dan la vida…”… mmm…
Los libros, en todo caso, opino, transmiten vidas. Vidas. Pero la vida, la de verdad, incluso la de ficción televisiva, sólo la da el vivir. Coincido en el placer por la lectura, incluso con su apasionamiento, hasta con la bibliomanía, pero, vaya, al menos yo, no voy a cambiar una experiencia en primera persona, aunque sea enfangado en un agujero pestilente, por una ensoñación de gabinete, calzado de pantuflas, al calor de una estufa, me resulta demasiado burgués, obscenamente burgués.
Burguesa, individual, silenciosa y en gabinete es la lectura moderna. Retirados en una sala, cómodamente intalados, con más deseos de soñar, de fantasear, que de experimentar. Hay seres que somos así de sedentarios.
Actores y espectadores. He aquí la cuestión. Actividad o pasividad. Hacer o ver como hacen. Como la especie humana tiene un abanico de opciones bastante amplio – por más que mengüe alarmantemente su diversidad – encontraremos de todo y, obvio, a todos, de entrada, respetaremos. Otra cosa será considerar “la lectura moderna” algo burgués. Tiene la burguesía – si acaso aún existiera, y desde luego, es constatable en aquella que existió – el sucio vicio de atribuirse para si lo que es patrimonio de otros. Ya por ignorancia, ya por mala fe, la burguesía, inequívocamente occidental y cristiana, tiende a no ver más allá del Adriático, ni atiende a nada que no ocurriese en su tiempo. Le pierde su eurocentrismo y “contemporanismo” si se me permite el palabro.
Eurocentrismo porque individual, silenciosa y en gabinete es lo que podríamos denominar la forma asiática clásica de lectura. De Corea a Sri Lanka, del Tibet a Japón, desde hace milenios, se lee así en los domicilios particulares. Y es una forma de leer que, paradójicamente, en Occidente, se remonta también a una antigüedad considerable: Egipto, Oriente Próximo, Anatolia, Grecia, Roma… aquellas culturas también tenían lectores individuales y silenciosos que disponían de un espacio específico en sus mansiones para leer. La universalización de la lectura ya es otro cantar. Así que vamos a dejar a los teóricos con su batín y birrete, al amor de la estufa, con su propia, silente, lectura, por supuesto pero, por favor, que estos no adornen su inacción con méritos que le son ajenos pues lo son de otros.
Llegados a este punto, uno se pregunta, ¿es pasivo leer?… hombre, deglutir la “Crítica de la razón pura” sobre un monopatín no es sencillo pero tampoco considero necesario hacerlo. Lo replanteo: ¿necesariamente el lector moderno debe ser un individuo encerrado en su espacio burgués (su gabinete) y hermético (poco o nada comunicativo, dada su soledad)?. Veo en ello poca ósmosis y menor reciprocidad entre el lector y la sociedad que le permite leer de esa forma regalada; al revés, veo mucho conventillo endogámico de intelectual que deja espacios libres para que aflore el belenestebanismo y otros tomates más ácidos (intransigencia, racismo, violencia…). Igual convendría repensar si debemos llevar el libro en el macuto, como hace Corto Maltés o el Príncipe Dakar, o encerrarnos en nuestra cálida alcoba de lectura. Yo, como gato, ya podéis imaginar por qué opción me decanté; como decía el trobador ampurdanés: “no, no em puc aturar i mirar la vida des del finestral” (“no, no me puedo detener y mirar la vida desde el ventanal”).
Yo lo siento, pero aunque en algunos momentos me he sentido interesado por su obra, desde un ¨Auto de fe¨ juvenil hasta bastantes textos estimulantes como los que compartes aquí, desde que leí el «Multitudes y poder» de 1960 y las sandeces que soltó alimentando estereotipos y levantando prejuicios culturales le tuve que eliminar de mi referente intelectual. Realmente vergonzoso el texo y casi más que el mismo que fuera aún una de las referencias académicas en un curso de posgrado de estudios urbanos.
Saludos,
Daniel
[…] el centeno. En mi lista sé cuál vino después: Travesía del horizonte, de Javier Marías. Así, desordenadamente como siempre, sin un sentido abarcador, llegué a aquella obra que protagoniza Holden […]
[…] cultivamos las humanidades –o las enseñamos– seamos serios y no meros diletantes. Pero también admiro a quienes piensan lateralmente, con capacidad de conexión, de relación a partir de criterios comunicables. Admiro a quienes […]
[…] Nunca he aprendido nada sistemáticamente, escribí aquí en un pasado post. Es cierto. Así es. Ir de un libro a otro sin línea establecida, sin un plan rígido: como mucho, sabiendo cuál es el siguiente volumen que voy a leer. Estoy seguro del resultado. Esa obra me producirá una impresión, favorable o desfavorable. O simplemente abrirá posibilidades que ignoraba o que yo mismo tenía adormecidas. Es entonces cuando me veré obligado a cambiar de rumbo viéndose alterado el plan que me había trazado. […]