1. Graffiti was here. Acabo de recibir un nuevo número, el octavo, de la revista Cultura escrita & sociedad (Editorial Trea). El dossier se dedica a la historia y al análisis de las pintadas. «Graffiti was here», es el título general que le han puesto y que coordina Fernando Figueroa-Saavedra. Dirige esta publicación Antonio Castillo y a los lectores de Los archivos de JS no les resultará un desconocido: su blog figura entre los selectos que siempre frecuento.
El resultado de ese número es excelente. Los autores que intervienen convierten en materia académica lo que es arte callejero. ¿Arte callejero? El graffiti es una práctica que aún escandaliza porque perturba el paisaje urbano, porque supone una apropiación visual del espacio y de la propiedad, porque es una agresión contra el orden convencional del entorno. Mucha gente detesta a quien se atreve a violentar los bienes públicos y privados con dibujos ostentosos, con colores rotundos, con letras deformes, con ocurrencias retadoras: afirmaciones de un yo propiamente narcisista o rebelde. Sin duda, es eso, pero el graffiti es algo más. Es trastorno público y es autorrealización personal, la expresión de quien se plasma, se proyecta con su nombre, con su tag, con ese alias que es sobre todo comunicación y firma orgullosa.
Un muro, que es cierre, clausura y delimitación, se convierte así en una ventana al mundo, una ventana chiquitita que nos muestra algo que no siempre sabemos interpretar. El espectador anda acelerado por las calles, observa los dibujos hechos con improvisación o con plantilla, lee la contorsión de las letras y se pregunta si eso es arte o vandalismo, si tiene algún valor estético, si es una violación de la propiedad. Pero, además, ese mismo público que accidentalmente transita por allí descubre un día que aquel cuadro ya no está, que ha sido literalmente tapado a brochazos por la brigada de limpieza municipal o por otro nuevo graffitero. Todo caduca.
Justamente por eso, el artista se apresura a conservar su obra efímera. Hace una foto, dos, tresfotos: incluso se retrata camuflado o emboscado durante el proceso y, si dispone de un fotolog, lo hace público en un nuevo muro. Conozco casos cercanos, muy cercanos, que además de hacer todo esto escriben y reflexionan sobre esa infracción que comunica y expresa. Leo esas páginas de autoexamen y veo que el graffitero comparte con los autores del dossier académico una misma inquietud y ambivalencia.
«Cuando alguien pinta graffiti en la pared, lo primero que piensa es cómo lo verán las personas que pasen más tarde por allí. De alguna manera, el artista deja todo preparado para que un rato después alguien que camine cerca de la obra la pueda ver y diga algo. Con el simple hecho de que aquel que pase por allí y diga algo («Vaya destrozo que han hecho» o «Mira qué colores tan bonitos») se establece una comunicación entre el artista y la gente que observa el resultado. Hace más de cinco años que llevo viviendo ese tipo de sensaciones y experiencias. Muchas tardes cuando voy a pintar por mi barrio, en vez de hacer bocetos o dibujos previos, lo que hago es pensar cómo lo verá la gente, y a partir de ahí empiezo. Creo que ese tipo de pintadas si no transmite nada, ningún sentimiento ni ningún mensaje, rápidamente son relacionadas con algo que destruye, con vandalismo«, admite.
Emborronar los muros es un escándalo y una falta de urbanidad, cierto, pero también la urbe –precisamente– ha crecido y se ha transformado a golpe de piqueta, de destrucción, de ocupación. Lo que hoy nos parece obvio fue un acto contra lo establecido, contra la historia, contra la tradición. Numerosas ciudades europeas tenían en el siglo XIX murallas que las circundaban. La piqueta municipal o el pico y la pala de los obreros las abatieron. ¿Para qué? ¿Para orear, para airearse? Sí, pero también para ocupar el espacio disponible, para construir, para levantar nuevos edificios, para especular con la riqueza inmobiliaria. Hoy vemos esas residencias como un resto del pasado, como un vestigio de otro tiempo más burgués y elegante. En realidad, el muro era la historia y la vivienda de nueva planta era un acto de vandalismo histórico. O no. Quién podría decirlo ahora. La revista Cultura escrita & sociedad propone una paradoja: observar los graffiti como «una ventana abierta al muro», que es la segunda parte del subtítulo del dossier. Pienso en ello y estas páginas me hacen remorar una vieja lectura.
2. ¿La derrota del pensamiento? Veinte años atrás, un libro de Alain Finkielkraut me impresionó: La derrota del pensamiento (1987). Desde luego, me hizo pensar. Con el autor podía estar de acuerdo o en completo desacuerdo: era todo un acicate. Entre otras cosas, Finkielkraut se oponía a las equivalencias culturales. O, en otro términos, el autor deploraba el relativismo posmoderno. Lamentaba concretamente la tendencia contemporánea que nos hacía ver como productos culturales una tragedia de Shakespeare o un par de botas: si toda elaboración humana es propiamente creación, artificio, toda fabricación tiene su valor propiamente cultural. Para Finkielkraut, esta conclusión resultaba absolutamente desastrosa, siendo resultado de la revolución del arte, de la descolonización, del autoodio de Occidente, del 68, de la antropología. Como para los etnólogos todo lo que no es natural es cultural, eso a la larga habría conducido a las equivalencias creadoras, al relativismo.
Finkielkraut lo expresaba así, con estas palabras polémicas y contundentes: «…un par de botas equivale a Shakespeare. Y todo por el estilo: una historieta que combine una intriga palpitante con unas bonitas imágenes equivale a una novela de Nabokov; lo que leen las lolitas equivale a Lolita; una frase publicitaria eficaz equivale a un poema de Apollinaire o de Francis Ponge; un ritmo de rock equivale a una melodía de Duke Ellington; un bonito partido de fútbol equivale a un ballet de Pina Bausch; un modisto equivale a Manet, Picasso o Miguel Ángel; la ópera de hoy –«la de la vida, del clip, del single, del spot»– equivale ampliamente a verdi o a Wagner. El futbolista y el coreógrafo, el pinto y el modisto, el escrito y el publicista, el músico y el rockero son creadores con idénticos derechos. Hay que terminar con el prejuicio escolar que reserva esta cualidad para unos pocos y que sume a los restantes en la subcultura«.
La andanada de Finkielkraut ha sido muy influyente y de forma periódica distintos autores deploran esas equivalencias culturales. La última vez que he leído algo semejante es en un artículo de Vicente Molina Foix, publicado en la revista Tiempo. Me lo ha remitido, muy amablemente, Óscar Gual. De nuevo, cunde la alarma. ¿Valen lo mismo un graffiti, un cómic o una tragedia de Shakespeare? Sin duda, la pregunta está mal planteada y tiene truco: una respuesta sabida de antemano que exige la vuelta al canon. La cuestión no es si hay gentes ignaras que atribuyen el mismo valor a todo: claro que las hay. Como hay provocadores que se creen genios. Pero para un historiador eso no es lo relevante: lo importante es asumir la cultura de masas, la fabricación, la composición, la construcción como productos culturales que nos alejan de la naturaleza, como formas de expresión humana que cambian nuestros hábitos, nuestras formas de relación, hoy, en la época contemporánea.
La naturaleza se hace paisaje cuando alguien la observa dándole valores propiamente humanos, cuando la inviste con sentimientos y emociones, cuando se sirve de ella para hallar lo sublime, por ejemplo. Una tormenta o un acantilado no tienen sentido alguno, pero son los ojos alucinados de un espectador romántico los que convierten aquel paraje en paisaje: arrebatado, extremo, convulso. Umberto Ecó dedicó páginas imperecederas a estudiar Superman, un subproducto cultural despreciado por los intelectuales de postín. El semiótico italiano fue capaz de examinar las formas discursivas del cómic y los valores folletinescos que incorpora, sus ecos tradicionales, incluso los restos de un Shakespeare remoto: el mismo Eco que estudiaba a James Joyce y o la estética de Santo Tomás. Ahí es nada.
Salgan a la calle. Tengan mucho cuidado ahí fuera. Echen un vistazo. Quizá encuentren en el último rincón de una calle a Superman volando entre los muros, un superhéroe recreado con las artes del graffiti…
Estimado Justo Serna, soy un alumno de la facultad de Historia de la UV. Me gustaría que aclarases el tema de Finkielkraut porque, al parecer, los dos párrafos en los que tratas sobre el tema son aparentemente opuestos:
Cuando dices: «Entre otras cosas, Finkielkraut se oponía a las equivalencias culturales.»
No entiendo por qué luego le citas cuando escribe:
«[…]El futbolista y el coreógrafo, […] son creadores con idénticos derechos. Hay que terminar con el prejuicio escolar que reserva esta cualidad para unos pocos y que sume a los restantes en la subcultura“.
En cierto sentido, el relativismo postmoderno se me antoja un tanto vago. Pero qué voy a saber yo, pobre estudiante de 4º. Me gustaría que hablases del tema un poco más profundamente en alguno de tus artículos si el tiempo te lo permite.
Y, cómo no, enhorabuena por el blog.
Retomo de nuevo la lectura de tu blog después de todo un verano sin aparecer por estos lares.
La situación por la que atraviesa la sociedad catalana, -de incertidumbres venideras-, me resta tiempo para la relajación.
Espero Justo que hayas pasado una serenas vacaciones.
No quiero entrar, y no voy a hacerlo, en la visión de Alain Finkielkraut o de Vicente Molina Foix sobre equivalencias culturales o sobre la visión del historiador sobre sus efectos porque mi opinión es muy impopular, carece absolutamente de importancia y sería demasiado largo exponerla. Sí quiero decirle, Justo, que me hizo mucha gracia lo de ayer de Buenafuente, que me encantó ver la alegría de su hijo y que felicito a toda la familia, aunque a quien habría que felicitar sería a Buenafuente por saber destacar lo destacable.
Y quiero contarle, para que se lo diga a Monigote, si me hace el favor, cómo funciona en Madrid, al menos en mi barrio (que esto es grande y cambia mucho por sectores) la cuestión de los grafiteros. Aquí no tapan unos grafitis a otros, de ninguna manera. Hay un respeto absoluto entre estos chicos y es algo que utilizan los dueños de las tiendas: hay muchas que se cierran por medio de un cierre ciego que los «aficionados», pintarrajean de forma lamentable, en vista de lo cual, se ponen en contacto con nuestro artista local, un chico, amigo de mis hijos, que además de grafitis hace cine, es actor, y se prepara para ambas cosas concienzudamente. Por el precio de la pintura y en domingo, para tener el cierre bajo todo el día, el muchacho decora con sus característicos y luminosos dibujos, cierre tras cierre de este barrio, dando a los días festivos una alegría, un color insospechados hace años. Aquí nadie despotrica de él porque, al contrario, ha logrado que los lugares que antes estaban pringando de feas pintadas, resplandezca de color y dibujos graciosos, con sus letras gorditas y sombreadas. Jamás nadie ha pintado sobre un grafiti en este barrio, hasta el punto que algunos ha tenido que retocarlos y otros modernizarlos por e deterioro el paso del tiempo. Es tanta la demanda que ya hay amigos suyos que vienen a hacerlos por encargo y ahora les ha surgido un nuevo soporte. Mi hijo tenía su feo y triste estuche del violín muy cochambroso y se lo dio al amigo que lo llevó al patio de su casa y lo «grafiteó». Tiene ahora cola de estuches. Me gusta ese nuevo arte, juvenil y transgresor (por aquí poco, bien es cierto, porque hasta a las viejecitas les hace gracia).
Jean Baudrillard trató el tema en el cap. II, titulado «El orden de los simulacros», dedicándole un apartado al que llamó «Kool Killer, o la insurrección urbana». La idea es que el modelo contemporáneo de planificación urbana nos convierte a todos en seres «conmutables» o, si quieren, por servirme de un elemento polémico del blog de hoy, «equivalentes». Privados de la histórica solidaridad surgida naturalmente de los tiempos de la industria y el fordismo -solidaridad de clase, de barrio, de raza-, nuestra condición de automovilistas o anónimos desplazados sin raíz espiritual localizada convierte los espacios «públicos» de los barrios en inexistentes. Como si ya no tuvieran ninguna densidad, como si ya no fueran capaces de revelar ninguna experiencia, como si ya no pudieran adherirse a ellas ningún trazo emocional o biográfico, paredes y aceras quedan relegadas al olvido.
El grafitero se instala dentro de esa lógica destructiva para proclamar su insurrección a través del signo. Cuando entramos en un barrio de una ciudad norteamericana cualquiera, empezamos a encontrarnos con signos ininteligibles de tribu, trazas que indican a extraños u hostiles que aquí estamos nosotros, que usted, de alguna manera, entra en un espacio sometido a un intercambio simbólico. «Tierra de hechizos», dice Ethan en The searchers cuando, al fin, se adentra en el territorio de su encarnizado enemigo, el comanche Cicatriz: algo percibe el lector de esos signos que pasa desapercibido a los demás. Ese juego de signos sabe ser leído por quienes poseen el código adecuado: los «iniciados».
El grafitero reconquista los espacios urbanos, se revela contra su infame abandono. Proclama su nombre -en cierto modo de exhibicionismo- renunciado al contenido, al contrario de lo que se hacía por ejemplo en aquella época de los murales, donde se identificaba perfectamente la dualidad entre forma y contenido, se sabía perfectamente por qué se protestaba. En el grafiti no existe ese desdoblamiento, el signo se reividica a sí mismo: «aquí estoy», viene a decir.
Cuando, siguiendo la lógica sesentayochista, hacemos una pintada -yo he hecho más de una y a brocha, es decir, bien gorda- y escribimos «Conseller dimissió», navegamos todavía dentro de una lógica que el sistema metaboliza, se siente capaz de contestar a una protesta. El grafiti «no dice nada», es un juego de signos, se proclama a sí mismo, y ahí es donde radica su fuerza, porque desconcierta. Ha trasladado, como los grandes artistas, la batalla hacia el dominio del código. Al colonizar un espacio de comunicación nuevo, el sistema se queda sin respuesta, solo puede prohibir.
En este sentido el destino del grafiti es trágico, en el sentido más nietzschano de la palabra. El grafitero no puede «normalizarse», no hay manera de institucionalizarlo. Si las autoridades deciden conferirles la condición de «bien cultural», si pasan de las calles a los museos o a los muros tolerados, entonces el sentido profundo de ese lenguaje queda sin efecto. Pierde su efecto inquietante y se convierte en uno más de los lenguajes asumidos y, por tanto, aquietadores. En ese momento se levanta su acta de defunción.
Demonios, me refiero al cap.2 de «El intercambio simbólico y la muerte», en mi opinión, el más brillante de sus ensayos, mi comentario está guiado por ese texto.
El amigo Finkielkraut. Leí hace unos meses «Los latidos del mundo», ajuste de cuentas a la actualidad que recoge una especie de tertulia con Sloterdijk. Siento bastante más respeto por el segundo, aunque los dos caen en el mismo error: creer que todo aquel que critica conductas del Estado de Israel es porque desea la destrucción del Estado de Israel. O, en el mismo sentido, nos parecen históricamente encantadores los judíos mientras son víctimas errantes e indefensas, pero no soportamos que se hayan hecho fuertes a través de un Estado. En fin, tema espinoso.
«La derrota del pensamiento» tiene no obstante razón en algunas cosas. Proyecta una sospecha plausible sobre la confortable ideología de las equivalencias, un trasunto más o menos perverso del «todo vale» de Feyerabend que ha terminado por convertirse en el emblema de la postmodernidad, al menos a ojos de sus enemigos. Igualmente, acierta a mi entender cuando advierte del peligro de insurgencia de nuevas -o viejas- mitologías políticas no vinculadas al principio del contrato. El esfuerzo de desenmascaramiento del estado democrático moderno -inspirado en el contractualismo- que han realizado autores vinculados al postestructuralismo arrastra el riesgo de la equivalencia, es decir, de hacer creer que un modelo constitucional arrastra las mismas claves secretas de poder que cualquier tiranía explícita. Ciertos excesos pueden hacernos olvidar que, por ejemplo, el mundo árabe es cualquier cosa menos políticamente ejemplar.
La denuncia de la conversión del ciudadano en consumidor, de la cultura en self-service… La idea de que «la escuela es moderna pero el alumno postmoderno»,que ha hecho fortuna, se le debe a este libro…
Es un libro que se debe leer el que usted nos recuerda hoy, pero no sé… Presiento un tufo «destroyer» en él. Cuando todo es una mierda -el sesentayocho, los estructuralistas, la postmodernidad, el multiculturalismo…- llega uno a escuchar a teóricos como Finkielkraut con la misma cara con la que miraba a mi abuela cuando le soltaba mamporros a todos los que salían en la tele: ya se callará la vieja cascarrabias. Finkielkraut no es reaccionario por haberse quedado en el siglo XVIII -en «su» siglo XVIII, dicho sea de paso- sino por haber decidido que todas las miradas críticas que se han lanzado sobre la cultura a la que nos abrió la Ilustración son despreciables.
Última cosa. Puestos a quedarme con este tipo de autores que se lanzan contra la corrección política y ciertos vicios de una izquierda blanda, simulacional y acomodada, me quedo con «La cultura de la queja», de Hughes, también publicado en Anagrama. Merece la pena.
Que cuanto no es natura es cultura, es una obviedad irrefutable. De las pocas que tienen tal condición. Que, de ahí, se induzca que cuanto es cultura tiene el mismo valor para el ser humano por el simple, argumento que es una creación humana, es, en efecto, una simpleza. Tratar las obras humanas debe hacerse según un orden de oportunidad, interlocución e inteligencia.
No deja de ser paradójico que cuando la Ilustración aflora, o sea, en el XVIII, la gastronomía y la moda alcancen, por primera vez desde tiempos de Roma, una categoría de excelencia y prioridad social para las clases sociales que se lo pueden permitir. Qué curioso, estas dos mismas actividades culturales, hoy, con la desintegración del pensamiento crítico, precisamente, el nacido el el XVIII, irrumpen en los programas de cultura (sin ir más lejos en “Le Mag” se tratan estas cuestiones sin rubor) de la mano de la postmodernidad. ¿Cuál puede ser la diferencia entre la consideración de un sastre o un cocinero del XVIII y la de un “modisto” o un ¡¡”restaurador”!! del XXI?. Me refiero, más allá de la soplagaitez del uso de las palabras.
Me aventuro a proponeros una. Pensemos en una reunión social de personas “que se lo pueden permitir”. O sea, con dinero – “conditio sine qua non” – y una presunta cultura de calidad (han podido estudiar en los mejores lugares para hacerlo). Los espejos de la sociedad. En el XVIII, estas personas entienden cuando es oportuno hablar de cocina o de ropa o de la última carta de Voltaire a Leibniz; y, por tanto, saben cuando se debe hablar de telas, de ingredientes, de filosofía o de ciencia. En resumen: son capaz de discernir entre lo anecdótico y lo categórico.
En el XXI, no. Es obvio que para ese hipotético grupo, para cumplir con su condición social, el dinero sigue siendo imprescindible. Sin embargo, lo que optimistamente llamé “cultura de calidad”… bueno, ya no es imprescindible. Suelen ser gañanes enriquecidos por cualquier “pelotazo” especulador de los ochenta, noventa o del presente inicio de siglo tienen. Y no es que en el XVIII no hubiera nuevos ricos, es que estos, lo primero que trataban de hacer para disimular su origen humilde era, eso, ilustrarse. En la actualidad, no. No hace les falta. Con la pasta ya les vale. El resto huelga. Así, dado el sentido pintoresco con el que se interpreta la democracia, adobado, ello, con la postmodernidad que riega de relativismo el pensamiento débil, cualquier grupo de la clase dirigente (y dominante) reunido en agradable sobremesa, es incapaz de distinguir lo categórico de lo anecdótico, así, ubican en el mismo nivel al artista y al impostor, al simulacro y a lo auténtico…
“… Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, ignorante, sabio, chorro, generoso o estafador… ¡Todo es igual!. ¡Nada es mejor!. Lo mismo un burro que un gran profesor. No hay aplazaos ni escalafón, los ignorantes nos han igualao. Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. Qué falta de respeto, que atropello a la razón!, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón… Mezclao con Stravinsky va dom Bosco y La Mignon, don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín… Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, se ha mezclao la vida,
y herida por su sable sin remache ves llorar la Biblia junto al calefón.”
Le agradezco a Enrique santos Discépolo el anterior párrafo. Lo tomé, claro, de su tango “Cambalache”. Lo escribió en 1932. Y ese ha sido el espejo en el que se ha mirado el mundo contemporáneo. Ya por entonces se veía las orejas al asno con el que finalmente el siglo XX culminó su camino hacia la estupidización generalizada (o globalizada, como ahora tanto gusta definir). Una herencia que el XXI atesora como el Golum su anillo siniestro. Así que no os extrañe, ni que Supermán y Odiseo se hayan equiparado, ni que El Rey del Pollo Frito tenga la misma alcurnia que Juan XXIII, total, todo es igual.
Sr. ‘noleanElPais’ y restantes contertulios, en primer lugar les pido disculpas por mi silencio. He estado perdido en la montaña desde el viernes… Mañana lunes les contesto con mayor esmero. Ahora sólo me gustaría decirle, sr. ‘noleanElPais’, que Finkielkraut se oponía en su libro ‘La derrota del pensamiento’ a todo pensamiento posmoderno, a toda suerte de equivalencia cultural entre productos distintos de jerarquías diferentes. En principio, yo no me opongo a las jerarquías. Me parece que hay que sopesar: pero no por géneros, sino por productos. El resultado concreto es lo que cuenta. Hay pésimas novelas y excelentes cómics. Como hay películas regulares y estampas de filatelia. Finkielkraut deploraba la equiparación de géneros que presuntamente se estaría dando ya en los ochenta. La cita literal suya que reproduzco es la paráfrasis verbal que él mismo hace del posmoderno-tipo que deplora. Ese retrato no refleja lo que él piensa, sino lo que rechaza. Lo caricaturiza, vaya. No sé si me explico: no son horas.
Seguiremos…
Por cierto, vaya un nick con el que carga (‘noleanElPais’). Imagínese que yo me hiciera llamar ‘alejémonosdeAbc’. No me sentiría cómodo con ese alias. Bienvenido.
noleanaserna.noleanaserna
Las chorradas de Paco:
noleanaserna.noleanaserna
Lean a Serna.Lean a Serna
«La naturaleza se hace paisaje cuando alguien la observa dándole valores propiamente humanos, cuando la inviste con sentimientos y emociones, cuando se sirve de ella para hallar lo sublime, por ejemplo. Una tormenta o un acantilado no tienen sentido alguno, pero son los ojos alucinados de un espectador romántico los que convierten aquel paraje en paisaje: arrebatado, extremo, convulso.»
Sara B, muchas gracias. Pero, por favor, no se moleste en replicar al replicante.
El replicante que mola es Nexus-4, de «Blade runner», viejo amigo de Pumby por el sabor que me llega de antiguos debates.
Bueno, David, el modelo 4 de los Nexus, es un poco anticuado para mi gusto. Yo, con todos sus inconvenientes, prefiero el modelo 6. Aunque, ¿qué más da?… ya sabes, ellos, nosotros, todo, desaparecerá como lágrimas en la lluvia.
Esa idea tuya final, Pumby, me sorprende y me conmueve a partes iguales. No sé si atribuirla a una más de tus ironías, juegos de referencias, o si quieres expresar a través de ellas algo más sincero. O quizá ambas cosas a la vez. Sea lo que sea, hoy a mí también aquellas palabras han vuelto a sonarme («Todo desaparecerá como lágrimas en la lluvia. Es la hora de morir»)al ver un corto que me han pasado por un e-mail. Es una pequeña pieza llena de algo entrañable, algo que olvidamos y que nos constituye también: todo desaparecerá. El corto pertenece a un joven director griego, Constantin Pilavios y se titula, «¿Qué es esto?». Éste es el enlace: http://www.youtube.com/watch?v=kckeoENihKM
Mi referencia, Juan Antonio, a Nexus 6 viene de la mano de David y la puse sólo para recordarnos lo que el replicante nos recuerda: nuestra condición volátil, fútil, intrascendente: ni héroes ni villanos, ni cómodos burgueses ni arriesgados aventureros… la muerte nos iguala a todos y todos vivimos para ella, así de magnífica es la vida. Por eso me divierto tanto viviendo. “Allá muevan feroz guerra ciegos reyes por un palmo más de tierra que yo tengo aquí por mío cuanto abarca el mar bravío a quien nadie puso leyes”, vaya, Espronceda también tenía algo que decir. Ah y gracias por el nexo, en cuanto YouTube se decida a cargar la información de una forma más diligente que hoy (¿o será cosa de mi ordenata que se me rebela?) lo veré con interés.
Mil gracias, Juan Antonio Millón; es un corto de una belleza durísima.
[…] y a los documentos personales. A esta revista, dirigida por Antonio Castillo, ya hice alusión tiempo atrás. La reflexión a que nos fuerzan Dosse y las páginas de dicha publicación es de primera […]