Uno. «Lo divino está en todas partes, incluso en un grano de arena», decía Caspar David Friedrich (1774-1840). Si cada resto de lo que hay, hasta lo infinitesimal, tiene alma o al menos está insuflado por Dios, eso quiere decir que no hay nada secundario o irrelevante. El producto chiquito o la casualidad material tienen su lugar y se ofrecen al espectador. Por parte de Friedrich no se trata de proclamar, sin más, el panteísmo, sino de despertar lo inerte o lo pequeño. Observen el retrato del pintor, esa mirada aguda, penetrante, quizá extraviada.
«El auténtico arte se concibe en un momento sagrado y es alimentado en una hora santa; a menudo es creado por un impulso interior, sin que el artista sea consciente», añade. El lenguaje religioso no expresa necesariamente una conducta irreprochablemente piadosa: es el instrumento de que se sirve el pintor para describirse. Si la Providencia es lo inefable, lo que no puede ser expresado propiamente, entonces lo humano pertenece también a ese prodigio de la creación. Pero creación no es sólo el acto bíblico original, sino la lucha cotidiana del artista por sacar de sí aquello de lo que es portador. Es, insiste Friedrich, «un impulso interior» a menudo inconsciente. Por eso, admitido que lo exterior sólo es es fuente de sugestión, «la única fuente verdadera del arte son los sentimientos puros, claros, que albergan nuestros corazones». Dicho así –«sentimientos puros, claros, que albergan nuestros corazones» parece una declaración de bondad: la de que el ser humano ha de sacar aquello que mejor lo afirma.
El ser humano es un observador, Friedrich es un observador, y por ello se enfrenta bondadosamente a lo que ve, sí. No quiere dibujar o pintar arrebatado por el mal o por el demonio, sino por la ligereza o por la humanidad que lo constituye, que lo alberga. Pero aquello a lo que se enfrenta es un entorno convulso, indómito, de grandes dimensiones: naturaleza muerta que cobra una presencia amenazadora o la vida animal y la flora de un lugar cuyo movimiento nos atrae: un roquedo con árboles, por ejemplo. «Cada manifestación de la Naturaleza, registrada con precisión, dignidad y sentimiento, puede llegar a ser tema del arte», precisa. No hay temas mayores. Hay, sobre todo, una mirada que se sorprende, que registra, que reproduce o que recrea con limitadas capacidades, admitiendo la pequeñez humana, pero también el empeño del observador. «Debo rendirme a lo que me rodea, unirme con las nubes y con la piedras, para ser lo que soy. Necesito la soledad para entrar en comunión con la naturaleza».
Visité la Exposición que la Fundación Juan March dedica a «Caspar Friedrich: arte de dibujar». Es una muestra a la que tenía muchas ganas de acudir. Está abierta en la sede madrileña de la institución entre el 16 de octubre de 2009 y el 10 de enero de 2010. Antes de pronunciar mi conferencia el pasado pude recorrer la muestra. Iba acompañado de Ana Serrano. No pude tener mejor compañía, tan minuciosa, observadora fiel de los detalles… Escuchábamos la música de los murmullos, el ruido humano, las instrucciones expertas. En la muestra se recogen unas setenta obras realizadas sobre papel con técnicas diversas (acuarelas, gouaches, dibujos a lápiz…).
Esta exposición nos enseña la función del dibujo, lo que representa dibujar en el proceso creador del artista: cómo se acerca a su consumación partiendo de los esbozos, de las filigranas que le inspiran la naturaleza muerta, el roquedo, la ruina, el árbol seco, el túmulo. Como esbozos o filigranas que luego serán detalles de una obra mayor, partes que más tarde se incorporarán. El resultado es un entero cuyas partes han sido logradas antes. Como tantos otros pintores de su tiempo, Friedrich miraba la naturaleza con el vago propósito de imitarla, de copiar hasta su más mínima particularidad. Pero no la mímesis fiel no era su meta. El arte malogrado es imitación esclava, decía. «La tarea del pintor de paisajes no es la fiel representación del aire, el agua, las piedras y los árboles, sino que es su alma y su sentimiento lo que ha de reflejarse». Es decir, son, en el fondo, las sugestiones que provocan en el alma y en el sentimiento del pintor. Lo eterno, lo muerto, lo siniestro, lo sublime. De todas las representaciones que Friedrich plasmó me interesan especialmente lo sublime y lo siniestro, esos temores y temblores del alma romántica que aún hoy nos conmueven.
Dos. ¿Y qué principio ha de seguir ese observador que es Friedrich? ¿Cómo guiarse técnica y pragmáticamente a la hora de pintar? Las teorías son muchas y la ejecución sólo es una. En cada cuadro o en cada dibujo, hay un problema técnico que resolver, pero sobre todo hay una expresión creadora que afirmar. ¿Qué hacer, pues? O, en los términos de Friedrich: «¿qué hay que hacer y hay que dejar de hacer ante tanto parecer y tantas doctrinas?». La respuesta es orgullosa y rotunda: «¡Sigue la voz interior y acepta lo que te dice, y deja para los otros lo que a ellos les parezca justo, o no atiendas a nada de todo eso, pues no todo es para todos!»
El programa propuesto es la expresión de esa libertad interna a la que aspira el artista consumado, que no es una libertad incondicionada, sino un autoexamen, un análisis de lo que forma o constituye al pintor, en este caso. ¿Inventa? Cuando lo hace, «¿no significa esto, en otras palabras, que se ejercita en separar remiendos y recoser?», se pregunta Friedrich. Separar remiendos y recoser: verdaderamente es tarea de creación, pero –si nos fijamos– tiene un sentido puramente artesanal, la laboriosa faena de obrar con lo viejo ahora rehecho. Friedrich no niega tal posibilidad, pero aspira a más. Ante la obra, la prefiere «no inventada, sino sentida». Porque invención tiene en el pintor una acepción artificiosa. ¿Cuál es la solución? ¿Copiar?
Él desea apoderarse de lo que ya es para poder expresar lo que aún no existe, algo que es equidistante de la invención y de la mera reproducción. «El pintor no debe pintar meramente lo que ve ante sí, sino también lo que ve en sí. Y si en sí mismo no viera nada, que deje entonces de pintar lo que ve ante sí», señala. ¿Por qué razón? Pues porque, «si no, sus cuadros parecerán biombos tras los que uno sólo espera ver enfermos o, quizá, cadáveres». Naturaleza muerta, en el peor sentido de la expresión. Realidad inerte. Friedrich, por el contrario, observa. Solo, extraño, quizá algo enajenado, se sube a un promontorio o a una colina. ¿Y qué divisa? «¡Reproduce las cosas en el cuadro tal y como ellas actúan sobre ti!», recomienda. Atisbando con dificultad, distinguiendo malamente lo que está al frente.
Aprehende algo grandioso, algo informe, propiamente indefinido, inconmensurable, nebuloso o confuso. Esa impresión le hace suspender el ánimo y de ello deriva un sentimiento de angustia e incluso de dolor o de temor. Adquiere conciencia de la insignificancia, la insignificancia de quien observa. Pero inmediatamente después se rehace ese espectador, se erige orgulloso, captando lo informe, lo inconmensurable por medio de sus sentidos, de sus recursos, de su finitud. A ese proceso de captación, impresión y reelaboración se le llamó el sentimiento de lo sublime y Caspar David Friedrich supo plasmarlo en sus cuadros. Lo pequeño, lo escueto, el detalle dibujado y luego trasladado al lienzo…, todo ello es parte de la misma exploración. ¿Un tópico del romanticismo? Algo más: una constante humana que sólo unos pocos saben expresar.
Tres. Pero apreciando los dibujos de Friedrich, sus obras aún inacabadas, sus iluminaciones, descubrimos ya las raíces de lo siniestro. Intuimos que algo puede pasar, que podemos precipitarnos justamente en el dibujo. Friedrich mira las cosas de cerca, incluso de muy cerca, aquello que sólo con lupa podría distinguirse.
Ana Serrano y yo nos sorprendemos de esas miniaturas, de su perfil. Hay que encajarse bien las lentes para percibir lo que él pudo advertir y supo dibujar. Y en los precipicios, en las ruinas, en los rostros, en las figuras humanas, en los árboles, en los roquedales, hay siempre un aura inquietante, quizá un abismo literal: antes o después de la figura o del paisaje hay una vida orgánica que ignoramos, algo que puede descomponerse o que ya está descompuesto. Todo puede precipitarse, en efecto. Bastan unos pocos trazos sabiamente ejecutados sobre el papel para que sintamos la inminencia de la finitud, de la muerte o de lo perecedero.
Lo siniestro, decía F. W. J. Schelling, es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado; es aquello que, habiendo desaparecido, regresa alterando el orden actual y previsible de las cosas. Es una referencia mil veces repetida en la que finalmente se inspiró Sigmund Freud. Sombra y nieve, roca y soledad, tras la imponente loma que aquí vemos es posible distinguir algo inconmensurable que nos perturba. La imagen nos resulta familiar pero Friedrich sabe «romantizar» lo común o lo ordinario.
«La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror», había dicho Immanuel Kant en Lo bello y lo sublime (1795). «Altas encinas y sombrías soledades en el bosque sagrado son sublimes«, había añadido. «La noche es sublime«, insistía. O también «una soledad profunda»: todo aquello que expresa la contingencia humana en medio de una naturaleza desatada, «el escenario en que la imaginación ha visto terribles sombras, duendes y fantasmas». No hace falta que haya terror explícito. No es necesario que aparezca un espectro. Basta con lo grande, con lo sencillo. Por ejemplo, una gran altura, añade Kant. Nos produce estremecimiento, un particular pánico y un agrado impreciso. A ese sentimiento, que conmueve más que encanta, lo llamó lo sublime terrorífico, justamente aquello en lo que Friedrich será maestro.
Fonoteca: Ciclo «Las máscaras de un género». Fundación Juan March:
Conferencia de Justo Serna, jueves 22 de octubre de 2009 (aquí)
Todas las conferencias del ciclo (aquí)

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