Brevedad. Un amigo me escribe para manifestarme alguna sorpresa. «Acabamos de recibir Mercurio (con algún cambio de formato,
creo)», dice. «Enhorabuena, veo que te multiplicas. El aforismo y Castilla del Pino lo merecen», concluye el corresponsal. Es breve, brevísimo.
El remitente se refiere a dos artículos que publico en el número 137 de dicha revista, de enero de 2012. El primer texto sirve de introducción al dossier titulado «Arte de la brevedad». En dicha colaboración escribo sobre la «Actualidad del aforismo». El segundo texto es la reseña que dedico a Aflorismos (2011), de Carlos Castilla del Pino. La titulo «Prontuario moral».
«No», le respondo. «No me multiplico. Me divido y me fragmento». Todo lo que hago es chico: me falta fuelle para la gran obra. Pierdo pronto la resistencia: sin duda, algo a diagnosticar.
«Por eso, siempre me ha interesado el aforismo (de Friedrich Nietzsche a Joan Fuster, por ejemplo) y siempre me ha interesado Carlos Castilla del Pino (al que hace años le hice una entrevista para Pasajes)», le contesto a mi corresponsal.
Y cito a Carlos Castilla del Pino, a Friedrich Nietzsche, a Joan Fuster. Pero también podría haber mencionado a Emil Cioran.
Todos estos autores cultivaron el género chico: lo breve, lo escueto, lo hallado y lo tallado en frase irrepetible. En un billete, en un cuaderno, plasmaron el ensayo corto, la idea extensa: tónicos de la inteligencia. De ellos hay motivos para hablar. De ellos celebramos centenarios o novedades editoriales. Pero de momento acabo, que me estoy alargando.
Inédito. Cuando te piden un artículo, a la vez te marcan el objetivo y la extensión: siempre chica. Te lo piden o te lo aceptan. Confían en ti y por eso mismo están obligados a tratarte, a responderte. ¿Y tú? Tú estás obligado a sus requisitos y a sus requerimientos: a escribir negro sobre blanco, ciñéndote. Tantos caracteres con espacio. Espacios: esos huecos que dejamos en blanco. Tú tienes que llenar y ellos no pueden dejarte en blanco. O en el limbo. Prestación y contraprestación, que son obligaciones mutuas. Yo tengo la suerte de ser profesor. Por ello cobro. Lo que escribo no me da de comer: como mucho, mis escritos efímeros completan una dieta de gastos. Punto y aparte.
Joan Fuster –de quien se cumplen veinte años de su muerte– publicaba en la prensa: tenía columnas o tribunas regulares, de periodicidad fija. Escribía reseñas y más o menos vivía de eso. Alguna vez lo dejaron inédito. Quiero decir: alguna vez dejaron sin publicarle esta o aquella colaboración pactada y pedida, cosa que era un grave quebranto para su economía. Como era muy frugal, me lo imagino acomodándose a los malos tiempos, a los recortes, a las rebajas. Me lo imagino en blanco. Sobre ese blanco escribía, anotaba en un diario que luego era el borrador de ensayos más extensos. Las entradas de su Diari son un tesoro. Estamos ante pensamientos cortos, escritos potenciales, ideas, boutades, planes, citas, reseñas que no le publicaron y que alguna revista se perdió irremisible, culpablemente. Todo es muy chico.
Saldos. Todo se reduce, sí. Se rebaja… Sir ir más lejos, el libro de Joan Fuster que editamos Encarna García Monerris y yo hace años ahora está a muy buen precio. En una librería de Valencia figura entre los saldos de esta temporada. No pasa de los tres euros. Dos y pico concretamente. Sólo puedo hablar en pasado: lo publicó Espasa y lleva por título Nuevos ensayos civiles (2004).
Escribimos una larga introducción de cuarenta y tantas páginas para la que debimos documentarnos. En porcentaje no era tanto: como mucho un 5% de lo que habíamos leído de o sobre Fuster. Fuimos brevísimos, pues. El resto del volumen era una selección de los ensayos más relevantes del autor, algo escueto para las miles de palabras que escribió. Hicimos una traducción adaptando al castellano una prosa catalana, erudita, irónica: en ocasiones socarrona; a veces desgarrada.
Fuster fue un gran lector y con sus libros se hizo un mundo propio. Es decir, no tuvo que salir de su biblioteca ambulante: el sedentario Fuster viajaba con esos autores que leía y releía incansablemente; con esa ayuda que los poetas, los moralistas, los ensayistas le prestaron. Hacerse un mundo propio no es necesariamente bueno. En ocasiones te hace vivir en una realidad imaginada de la que hay que saber regresar…
Una de las cosas que Fuster mejor practicó fue, precisamente, el aforismo. Las reflexiones breves y episódicas, las cápsulas de doctrina o las píldoras, según las llamó. Un pensamiento epigramático, una agudeza, la sátira festiva de quien se sabe mortal y ya consumado y consumido, puro combustible. A Fuster lo encumbraron y lo quemaron en efigie. Además le pusieron una bomba en su casa de Sueca, en su biblioteca, una explosión que no le alcanzó y de la que salió milagrosamente vivo.
Este año se cumplen dos décadas de su muerte. Habrá que aprovechar para releer algunas de sus páginas, especialmente ese género chico que él también cultivó. En uno de sus aforismos lo dejó dicho: morir tal vez sea dejar de escribir.
Hemeroteca del día
Justo Serna, «Esta la pago yo», El País, Comunidad Valenciana, 11 de enero de 2012

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