Ya tenemos título. Norteamérica existe en nuestra cabeza y Nueva York está en nuestra memoria. A esos lugares podemos acudir: a esa América en parte imaginaria en la que estamos alojados podemos regresar. Mientras preparamos una Exposición para la Universitat de València, Alejandro Lillo y yo accedemos a un espacio imaginario que nunca podremos visitar.
No existe esa Norteamérica que tenemos bien aprendida y de la que podríamos indicar destinos y monumentos. Es un país joven y para jóvenes, para aquellos rockers de los cincuenta que hemos imitado o cuyas indumentarias hemos copiado. Es más: de algún modo, quienes envejecemos seguimos instalados allí, en ese mundo ficticio que nos mostraron el cine y la música. De repente nos miramos y nos vemos como réplicas, gentes que aún se visten con tejanos o que todavía llevan cazadoras de cuero. Nuestros cuerpos son perchas, qué perchas, de modelos remotos. De James Dean, por ejemplo. O eso queremos pensar.
En el nuevo número de Ojos de Papel se habla de este mito trágico, pero sobre todo hablo de los créditos de Rebelde sin causa (1955), de la secuencia de apertura. Ahí está todo. O eso intento plasmar…
¿Qué muchacho no se ha inspirado en él? ¿Qué adolescente no ha calcado consciente o inconscientemente su desazón? En él nos hemos proyectado, de él hemos admirado su belleza o nos hemos compadecido. Pero también nos vemos tarareando canciones de aquellos años gloriosos: de los cincuenta, de los primeros sesenta, precisamente cuando todo estaba cambiando. Las letras decían más de lo que nuestro precario inglés podía entender. Ahora, justamente ahora, descubrimos la poesía de un rock sensual y sexual.
Seleccionamos objetos, leemos y releemos y escribimos para una exposición que será eso: la recreación de un lugar que sólo existe en nuestra fantasía, esa Norteamérica material y consumista de la que creemos saberlo casi todo gracias a las películas y a las canciones, a las novelas y a los discos. Ya tenemos título. Anótenlo:
COVERS (USA, 1951-1964)
Cultura, juventud y rebeldía
En el Centre Cultural de La Nau podrán visitarla. ¿Cuándo? Ah, no se me amontonen, que diría Cantinflas. Pronto les anunciaremos las fechas de inauguración. A partir de marzo vayan haciéndose un hueco en su agenda para acudir a La Nau. Será un viaje a la América de hoy. Sí, a la de hoy: a esa que aún tenemos en nuestra imaginación.
El consumo del rock. La América opulenta y material está en nuestra imaginación y está en los sones que nos llegan de aquella época. Hacia 1955, fecha de estreno de Rebelde sin causa, el rock ‘n’ roll esta naciendo. Poco tiempo después, esa nueva música tiene ya artistas reconocidos, tiene hitos. Se han presentado y han triunfado. En parte, su propia imagen es el espejo en el que se miran los muchachos estadounidenses. El tópico del rocker será el de un tipo con coche o moto, el de un joven peinando su tupé, el de alguien con guitarra…
Avancemos hasta finales de los años cincuenta, apenas ha transcurrido un lustro del estreno de la película que protagoniza James Dean. Un cantante muere pronto. Será un cadáver exquisito del rock, dejando en herencia dos grandes clásicos: Sumertime Blues y C’mon Everybody. Nos referimos a Eddie Cochran. Ambas canciones son el ruido airado de aquella generación y sus ecos sonarán en artistas posteriores: por ejemplo, en The Who o T. Rex (con Marc Bolan).
Elvis Presley era la rebelión del sexo, de la explosión hormonal y de la insinuación explícita. Eddie Cochran era otra cosa. Es la ira, el malestar. Muere pronto y muere en un accidente de coche. Como en el caso de James Dean, también Cochran fallece jovencísimo, pilotando su máquina. Su vida se ha consumido.
Son la generación de la prisa, de los satisfechos materiales y de los descontentos emocionales. Lo quieren todo, con vehemencia, lo quieren sin demoras. Ese hedonismo es una rebelión: pero será también una asimilación. De eso, de rebeldía, juventud y consumo escribe Alejandro Lillo en Ojos de Papel. Fíjense: éstos son esbozos que les presentamos, los breves apuntes de algo que aún no exponemos. Pero les proporcionamos avances. Añadimos reflexiones a la exposición de La Nau. O si prefieren: añadimos exposiciones a la reflexión que mostraremos en la Universitat a partir de marzo.
Como les pasaba a los rockers: esto es un no parar…
¿Volver al pasado? En la exhumación de lo pretérito (de la cultura del rock’n’roll, por ejemplo), hay generalmente melancolía:
insólita melancolía. Aunque muchos no hayan vivido en los cincuenta echan en falta aquella forma de vestir, de existir: o de morir joven, incorrupto y temprano. Eso es comprensible.
James Dean murió bellísimo y Eddie Cochran falleció cuando solo contaba veintiún años. En cambio, quienes estamos aquí nos perdemos: perdemos pelo, lozanía, vigor. Envejecemos desmintiendo, además, muchas expectativas, frustrando lo que de nosotros se espera o lo que nosotros mismos deseábamos.
La imagen del joven que consume su existencia apurando hasta el último sorbo es un mito actual que en parte procede aquella cultura. Por eso regresamos. Proponemos examinar esa insólita melancolía, algo perfectamente actual. Nos interesa dicho pasado remoto no porque haya muerto, sino porque sigue vivo en los mitos con los que vivimos.
A pesar de que los primeros rockers murieran pronto o malamente, sus ecos nos llegan. O mejor aún: entonamos sus canciones porque advertimos que sus ritmos nos agitan, nos desentumecen; o porque descubrimos que sus letras son la escritura ficticia de nuestra existencia. No somos así, pero pudimos ser así, creemos.
Hay una frase que los historiadores repetimos: la historia se interesa por lo pretérito. Valiéndonos de documentos, reconstruimos el pasado tal cual fue. Esa idea tiene algo de verdad. Y tiene algo de error: para lo que vale la historia es para saber ver el presente.
Si regresamos a los años cincuenta, no es para hacer arqueología cultural de una época ya concluida. El historiador no traslada los huesos de un cementerio a otro. Si volvemos a aquel tiempo es porque el presente es un depósito vivo de una sociedad que entonces nace. Hoy no es ayer, cierto. Pero la vida de nuestros días está hecha de los restos de aquella época. Hacemos cosas que hicieron aquellos antepasados. Decimos cosas que dijeron en los cincuenta o en los sesenta. Vivimos lo que otros vivieron de otro modo.
De otro modo: ahí está la clave. Los historiadores no desenterramos figuras de otro tiempo por melancolía. De repente comprobamos que somos copias desvaídas de personajes pretéritos: impura refacción, ruinas de aquellos muertos gloriosos.
Años cincuenta, años sesenta. Nos precipitamos. 
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Hemeroteca
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Primera entrega:
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Segunda entrega:
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