Elvira Lindo y Nueva York.
Como turistas utilizamos guías, manuales del viajero y prospectos. Como espectadores nos servimos de imágenes atesoradas, hechos que hemos visto en numerosas películas y series televisivas. Como lectores nos valemos de novelas, de cuentos, de relatos en los que el espacio y el marco son estadounidenses.
¿Es posible descubrir ahora esa metrópoli? Con las películas, con las guías, con los libros nos hemos hecho una información abundante. Una visita a Norteamérica nos obliga a acarrear con un saco de noticias, aunque sean imprecisas.
Es una manera cómoda de viajar, de corroborarnos. Son datos muchas veces estereotipados, datos enciclopédicos sobre los destinos a los que llegaremos. Con frecuencia, desplazarse es verificar lo que ya se sabe, confirmar lo que se ha aprendido. Es raro que el viaje sea una sorpresa.
Hay, quizá, otra manera de desplazarse. ¿Cuál es? La de viajar como turistas inquisitivos: escrutar lo común, lo repetido, haciendo evidentes los tópicos con los que cargamos. No se trata de ponerse en peligro o de adentrarse por donde no es recomendable. Se trata de ver lo sabido de otro modo.
En vez de llegar para reconocer, hay que marchar para conocer (como tantas veces digo). Hay que visitar un mundo del que creemos saber cosas, unos lugares que creemos recordar y que en parte nos desmienten. ¿Cuál es el resultado? Que lo insólito está en cada rincón, que lo inesperado te sorprende.
Elvira Lindo ha escrito una guía de viajes: Lugares que no quiero compartir con nadie (Seix Barral, 2011). Es una memoria emocional de Nueva York, es un homenaje a la Norteamérica real y es un cuaderno de campo, las notas que ella toma mientras disfruta o padece.
Al modo de los antropólogos ha hecho observación participante: vivir durante varios meses entre los neoyorquinos, sacando de esa experiencia lecciones de vida, contrastes, nuevas sabidurías. Desde hace años hace eso: reside en la gran ciudad durante un semestre. Allí participa de sus ritos, de sus valores, de sus normas. Aprende y desmiente parte de lo que creía saber.
Les recomiendo vivamente Lugares que no quiero compartir con nadie. La autora hace de cicerone: nos guía con mano firme por el Nueva York realmente existente. Pero también por la ciudad imaginada gracias a la literatura, el cine, la música. Y a la vez nos revela intimidades, datos de su existencia más particular. No se trata de cotilleos, sino de sentimientos y angustias, confesiones alegrías. Resultan envidiables esa emoción y desparpajo que le pone a las cosas.
Involuntariamente, Elvira Lindo me ayuda en un momento en que trastabillo, ay. O nos auxilia: por ejemplo, a Alejandro Lillo y a mí, mientras preparamos para el Centre Cultural La Nau la Exposición Covers (USA, 1951-1964). La lectura de su libro es providencial. ¿Por qué?
Elvira Lindo habla de sí misma, de sus soledades y de sus ansiedades. Como a un servidor le gustaría saber hacer. Habla de restaurantes, de tabernas, de clubs musicales, de tipos comunes o extravagantes: con la soltura de quien ha perdido los reparos. Y habla de Nueva York, esa ciudad que está esbozada en El guardián entre el centeno (1951), de J. D. Salinger: justamente la fecha con la que empezamos Covers. Gracias a ella, regreso a Salinger y a Holden Caulfield. Alejandro y yo hablamos de ese adolescente problemático. Ay, los adolescentes problemáticos.
Holden Caulfield.
«El guardián entre el centeno nos enrocaba aún más tozudamente en la adolescencia, como si provocara un orgullo de pertenecer a esa primera juventud en la que la vida, según Salinger, está a punto de ser corrompida para siempre y sin remedio». Eso admite, con razón Elvira Lindo.
Un tipo sarcástico, observador, analítico y algo demente, que se expresa con sutileza y que es un genio en composición tiene que provocar el interés de jóvenes insolentes. Pero en Holden Caulfield y en otros caracteres de Salinger la rebeldía también tiene algo de reaccionario y puro: «en el sentido de que no es el progreso lo que desean sus personajes sino que no se cansan de reivindicar al hombre inocente, primitivo», añade la escritora.
El joven Caulfield arremete contra las incongruencias de la civilización, de la gran ciudad. Y, como otros salvajes, desea una sociedad sin corrupción. Se imagina a unos padres y adultos menos decepcionantes. Pero no sólo los mayores. También sus colegas son tipos de muy bajo perfil: egoístas y zafios, gentes que en público siempre están cortándose las uñas o reventándose granos. La suya, la de Holden, es una voz literaria potente, creíble: «la voz de un ser humano contrariado, irritado, descontento, asocial».
¿Hasta qué punto se parece a J. D. Salinger? Por lo que se sabe de él, el escritor era un tipo de agravio creciente, de repudio también asocial, algo que le venía del éxito, pero también de su carácter y del estrés postraumático que padeció tras participar en la Segunda Guerra Mundial. Nos lo recuerda oportunamente Elvira Lindo no para que salvemos al rarísimo Salinger, sino para que leamos sus obras sabiendo cuáles eran sus terrores.
La escritora española ha vuelto a releer El guardián entre el centeno y admite ahora, con el paso de los años, lo bien que se acomodaba el sarcasmo de Caulfield a su modesta rebeldía, femenina y adolescente: en parte, Salinger fue uno de los modeladores de su discurso, de su «incipiente sentido del humor o de un sentimiento trágico amateur».
Sentimiento trágico amateur. No sé si los jóvenes sabrán a qué se está refiriendo. Probablemente sí: el sarcasmo es una lucidez adolescente de la que luego, generalmente, nos quitamos. Para bien y para mal.
El mundo según Caulfield, por Alejandro Lillo. Aunque convertida en un clásico de la literatura juvenil, El guardián
entre el centeno no fue una novela escrita para un público adolescente. J. D. Salinger se dirigía a lectores adultos. Quería mostrar la actitud y los pensamientos de un chico problemático en los Estados Unidos de la posguerra. Sin embargo, los jóvenes se identificaron con muchos de los elementos de la trama y convirtieron a Holden Caulfield en la personificación de sus propios malestares, de sus propias insatisfacciones.
Es algo que sucede con frecuencia en la época. Escritores y cineastas se interrogan sobre temas que les preocupan, como la aparición de esos rebeldes que comienzan a dar la nota, y reflexionan sobre ellos. Sus mensajes van dirigidos a los adultos, pero son los adolescentes quienes finalmente se los apropian. Rescatan lo que les interesa, con lo que se identifican, y lo difunden a conciencia: lo reproducen, lo imitan, lo elevan a categoría de icono, de mito, de referente.
Holden Caulfield es un chaval de 17 años con problemas de adaptación al que todo le da asco: desde sus compañeros de colegio hasta sus profesores; desde sus eventuales ligues hasta las estrellas de cine del momento. Expulsado del colegio en el que estaba internado, acaba vagando por la ciudad de Nueva York, aguardando a que sus padres se enteren de la noticia: bebe, fuma, se va a bailar, e incluso paga por los servicios de una joven prostituta. Los adultos le parecen unos falsos que viven en un mundo hipócrita y falaz, y el detesta la falsedad y la hipocresía. Eso dice. Vive rodeado de falsos, de mentirosos, de gente que le provoca arcadas. ¿Capta Caulfield el espíritu adolescente de su tiempo?
Estamos en los 50, en una época en la que no se habla de sexo, pero en la que nace la exitosa revista Playboy; en un país que se vanagloria de su libertad pero en donde los negros deben ceder al asiento a los blancos en los autobuses; son años en donde el televisor llega a todos los hogares, tiempos de bienestar y prosperidad, de audiencias multimillonarias, pero también del escándalo del Quiz Show, una serie de programas basados en preguntas y respuestas que resultaban estar amañadas por las cadenas televisivas. ¿Tienen los jóvenes, entonces, motivos para rebelarse? ¿Tienen cosas que echarles en cara a sus mayores? Hablaremos, hablaremos largo y tendido de lo que algunos de ellos les reprochan a sus padres, de lo que les acusan y ante lo que se sublevan.
De lo que no cabe duda de que Holden Caulfield aparece en el lugar oportuno y en el momento preciso, aunque lo cierto es que la novela de J. D. Salinger no ha dejado de editarse y de leerse desde entonces. Su herencia y la fuerza de sus postulados sigue viva hoy en día, incluso a través de la música. ¿Cómo es que una novela escrita hace más sesenta años nos sigue apelando, sigue captando el interés de jóvenes y adolescentes? ¿Qué tipo de sociedad describe? ¿Y qué pintamos nosotros en todo eso?
Hemeroteca:
Justo Serna, «James Dean y el sueño americano. Los créditos de la rebeldía»,
Alejandro Lillo, «Rebeldía, juventud y consumo: apuntes para una reflexión»,





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