Uno. Tras meses y meses de espera, el jueves 28 de abril vi un par de capítulos de The Walking Dead. Forman parte de la tercera temporada, que ahora está emitiendo La Sexta. Por razones personales no había podido incorporarme como espectador de esta tercera temporada hasta ahora mismo.
Sin duda, los programadores han elegido buenas fechas. Tenemos un Apocalipsis financiero en ciernes. Estamos hasta los mismísimos… Y hay días en que nos gustaría emplear las armas más letales para dar una lección a tanto espantajo. Como somos sensatos, como somos personas con valores, nos reprimimos. Y así sublimanos nuestra pulsión de muerte, que diría Sigmund Freud. Y así también los mandamos indirectamente al
Infierno: o vicariamente, ya que hablamos de estas cosas.
Dos. En la serie, ya lo saben, hay muertos que reviven o que sobreviven o que malviven: salvo que los secciones, los sajes; o excepto que les atravieses sus partes vitales (¿vitales?). En The Walking Dead, hay Apocalipsis venideros. La comunidad se cierra, claro; se clausura frente a las acometidas del exterior. Propiamente, los zombis no andan muy bien. Quiero decir: que caminan a trompicones, como desarbolados, con una desarticulación algo patética. Sólo debemos temer su mordedura fatal o su repugnante aspecto. La verdad es que hace falta ser feos para llegar a tal estado de monstruosidad. A veces pienso eso mismo cuando veo a otros personajes de actualidad: no sé si en programas rosa o en telediarios de última hora. Y dicha fealdad, propiamente moral (o inmoral) no sale del mundo de los animales, no. Sale de esta humanidad tan pagada de sí misma que, a poco que la dejes, se convierte en un conjunto de bestias gregarias y malencaradas. No damos para más…
O sí, sí que damos. De repente, en la serie vemos ciudades artificiosamente felices que se han construido como fortines: como fortaleza asediada, por decirlo con expresión tópica. Son bastiones de la humanidad que aún queda. De los restos que aún quedan… ¿Del resto de humanidad que aún queda? En la ciudad van aceptablemente limpios y tienen una dieta aparentemente saludable. En cambio, los protagonistas que esperan llegar allí están perdiendo el norte, el oremus, las ganas de vivir y la fuerza.
Tres. La comunidad ideal está regida por un tipo como nosotros: bueno, quizá un poco más alto, desgarbado. Es David Morrisey, a quien en la serie le llaman ‘El Gobernador’, que suena a personaje de Franz Kafka. Vaya un individuo. Tiene cuerpo, sin duda, pero dirige con mano de hierro una aldea que ha sucumbido a prácticas inhumanas: odiosos combates entre varones rodeados de zombis a los que cuidadosamente les han arrancado los dientes para que no lastimen. Los niños ven y aprenden lo más detestable de la conducta adulta. Ole, ole y ole. No son toros, pero hay sangre abundante y una ferocidad cobarde.
Por mediación de un amigo, Errata naturae me obsequió con un ejemplar de The Walking Dead. Apocalipsis zombi ya. Me dispongo a leer dicho libro, que tiene un aspecto inmejorable. Me dispongo a leerlo si encuentro el volumen, claro. Mi biblioteca se desordena a pasos agigantados. O a pasos pequeños y torpes, como los de los muertos vivientes. Soy un superviviente y veo que El Gobernador, sea quién sea dicho personaje, nos la tiene jurada. Nos hace estar en una ciudad sitiada, con aparente tranquilidad y con un cáncer corrupto que nos liquida. No es metáfora… ¿Europa? Europa nos la tienen raptada, como el mito clásico que en The Walking Dead reaparece. Espero tener una conducta digna.
El abuelo fílmico de esta serie, Walking Dead es La noche de los muertos vivientes de George A. Romero.
Magnífico post, don Justo. Me ha gustado mucho esa reflexión final sobre Europa. No había podido leerlo hasta ahora. Lástima que se me haya pasado el tiempo. El libro de errata parace interesante, sí, aunque la portada no acaba de concordar con la estética de la tercera temporada de la serie. Quizá tan sólo se refiera a las dos primeras. Ahora, desde luego, Rick ya no luce uniforme. Ese mundo más o menos ordenado y más o menos previsible ha quedado atrás, tan atrás que el pasado de cada uno sólo sirve para engañar y matar a otros, tal y como anoche mismo pudo verse.