No soy independentista. No hace falta jurarlo. No soy catalanoparlante. No hace falta corroborarlo. No soy partidario de la identidad firme y uniforme. No hace falta constatarlo. No soy sensible al patriotismo. No hay que rastrear mucho. Me solidarizo con Antonio Muñoz Molina…
No me hierve la sangre cuando veo la enseña española o la senyera. Me disgustan los trapos, los pendones, los estandartes. Con ellos te significas: tienen un origen bélico que me repele. Además, yo no quiero identificarme con un signo exterior, sino con mis cosas interiores: con mis vergüenzas. Hablo mal todos los idiomas. Un desastre.
No me eriza los cabellos la enseña nacional. Besé la bandera española en el Servicio Militar: no tenía más remedio. Era un día frío de enero de 1982, en la Córdoba de Cerro Muriano. Llovía. El acto lo realizamos en el gimnasio: quedó muy deslucido. ¿Podía negarme? Sí: podía negarme, siempre y cuando apechugara con prisión. Acabada la condena, vuelta a empezar. Como me pasa con Ardor guerrero, de Muñoz Molina: no sé cuántas veces lo he leído y vuelvo a empezar.
No me conmueve el Himno Nacional, pero me gusta cuando se toca lento y despacito, como el Dios salve a la Reina: eso dijo Javier Marías en un artículo de Salvajes y sentimentales. La Marcha Real es una pieza del Setecientos muy atendible. Nada más. O nada menos. «…cuando nuestra Marcha de Granaderos, del XVIII, no está nada mal, tocada suave y lentamente –de manera derrotista, sólo la he oído así una vez–, llega a ser casi tan melancólica y poco ofensiva como la cuerda de Haydn cuando es sólo cuerda». Eso apostilla Marías.
No me emociona el Himno de Riego. Tampoco Els segadors. Ni siquiera La Muixeranga. Si el fin de los himnos es aunar, ahormar, afirmar, adherirte e identificarte, lo siento, pero no. No puedo. Siendo joven me compré un single con La Muixeranga. La carátula tenía un texto patriótico de Joan Fuster: no me convenció, pero la música me pareció meritoria, muy meritoria. Es una pieza bonita.
Y así voy…, cargando con lo español. Y con la cosa valenciana. Soy español por accidente, por nacimiento. Y porque no puedo ser nada mejor: no hay mucho dónde elegir. Pero me gusta la lengua española, que diría Julián Marías. Me parece un idioma excelso, de una finura retórica insuperable. Y me gusta el catalán, lengua en la que estudian mis hijos con fervor. Nada más. Sin mayores aspavientos. Lo estudian, entre otras cosas porque es su lengua materna. Lo aprenden porque tiene una rica literatura que combinan con la creación en castellano. Aprenden inglés (como pueden) y saben francés. Todo ello, gracias a la enseñanza pública española.
Vivo sin vivir en mí. No sé si soy patriota o soy un ciudadano que ejerce sus derechos. En Valencia, la Generalitat ha restringido la línea en valenciano y ha reducido los recursos de la enseñanza pública. Así estamos. Vivo sin vivir en mí y tan baja vida espero que no muero porque no puedo.
Saludos desde Panamá, Justo.
Tampoco creo ser nada patriota. La prueba es que me han acusado de varias cosas y de sus contrarias. Por ejemplo, un compañero gaditano que consideraba fascismo tener que aprender la lengua vernácula tras haber aprobado en nuestras tierras las oposiciones, me llamó con mucha gracia «batasuno» cuando le mostré mi discrepancia. Algunos nacionalistas pancatalanistas me consideran un nacionalista español. Y en este mismo blog un contertulio me acusó en una ocasión de practicar un «españolismo soterrado» porque me puse muy borde con las expresiones más violentas del separatismo en algunas comunidades del Estado.
A mí me gusta más ser valenciano de lo que creo que le gusta a usted, pero mi madre es medio manchega y la lectura que más me ha marcado habla de un tipo de la Mancha que se volvió loco de no dormir devorando novelas de caballerías. Para colmo siempre he soñado con ser un andaluz, cordobés para más señas, y cuando se me olvida el hechizo de la Mezquita se me ocurre que me gustaría ser francés. Fíjese, a usted no le gusta ningún himno, pues a mí sí, resulta que me conmueve La Marsellesa, cuya letra habla de hacer correr la sangre de los enemigos de la Republique, pero a mí me suena a aquella escena de Casablanca en que cantarla es oponer la libertad al nazismo. Hoy mismo he estado a punto de emocionarme mientras la cantaban los jugadores de la selección gala -por cierto africanos y árabes casi todos- y resonaba en el estadio lo de Allez le bataillon», y luego me he divertido viendo como los españoles les ganábamos con un gol de un canario. («les ganábamos», dese cuenta, utilizo la primera del plural para terminar de liarla) Ya ve, usted es español porque no puede ser otra cosa y yo soy un tipo sin criterios. Así no vamos a ninguna parte.
No puedo estar más de acuerdo con David: somos lergión los que aprendimos a leer con don Alonso Quijano, nos emocionamos con La Marsellesa, e incluso alguna vez hemos gritado ¡viva Garibaldi!. Creo que en toda la UE no hay nadie más eueropeo que nosotros. Pero las patrias particulares, las pequeñas patrias, no nos impresionan. Y no importa que no vayamos a ninguna parte: alguna parte vendrá a nosotros…
Me gusta la última frase, doña Marisa. Por cierto, lo de Viva Garibaldi, eso no lo viví, qué pena habérmelo perdido.
Tantas cosas nos hemos perdido, David… lo único que envidio de los vampiros es que han podido asistir a todos los hitos históricos.
Y hablando de perderse: no se pierda usted «El magatzem dels llibres solidaris». Le gustará.
Dejé un comentario y no aparece. Censura?
Luego vuelvo, que están ustedes muy finos.
Le respondo a jjj. No hay censura. La sola duda ofende. Su comentario lo depositó usted en el blog de ‘El País’: en ‘Presente continuo’. Hay que frenarse antes de sembrar la duda.
Acepto con gusto el consejo y tomo nota, señora Bou.