Yo no soy ese que tú te imaginas

UmbertoEcoAnneSeldersHace años en un texto que después se recogería en Literatura y fantasma (1993), Javier Marías nos advertía contra los fáciles paralelismos que tienden a hacerse entre el autor de una novela y el narrador que cuenta las cosas. En ocasiones se parecen mucho, en otras son calcaditos o en otras son aparentemente distintos pero tienen mucho en común. Lo normal que los autores diseminen su yo en múltiples personajes y que incluso desarrollen potencialmente algo que ellos no hicieron pero podían haber hecho. Por tanto, el juego es arriesgado.

El narrador de Todas las almas (1989) se parece extraordinariamente al autor –al autor empírico–. Muchos lo podríamos suponer su reproducción. Y, sin embargo, dice Marías, «me bastó atribuir al Narrador una circunstancia o hecho que en modo alguno tenía correlato en mí, en el autor». Con ello no se refería a aquellos recursos propios del narrador que son imposibles en la vida del autor, sino más bien poner en la vida del narrador algo que eventualmente pudiera haberse dado en la vida del autor y que la habría hecho distinta.

No se trataba de darle al personaje un rasgo que el escritor no tuviera (alturas distintas, color de pelo diferente, etcétera); se trataba, por el contrario, de darle, de concederle, un hecho o atributo que estuviera potencialmente en el autor y que de haberse actualizado o desarrollado habría hecho de él una persona diversa. A partir de ahí, añade Marías, «el Narrador pudo seguir acumulando características o elementos del disfraz del autor».

Fijémonos qué curioso: a excepción del nombre y alguna cosa menor, el personaje estaba casi totalmente elaborado con retales y materiales del escritor, pero lo que lo hacía distinto no era ese nombre o esa cosa menor, sino un rasgo potencial que también estaba en el novelista y que, tomado en serio y actualizado, aleja la vida del narrador de la del autor. Estos hechos o estas diferencias son justamente las que impiden la lectura mimética, las que dificultan los fáciles paralelismos a que nos llevan nuestra pereza o la ilusión realista en la que nos empeñamos.

Sin embargo, como nos advertía Lubomír Dolezel en uno de sus libros, este tipo de lectura perezosa e inmediatamente referencial, «practicada por los lectores ingenuos y fortalecida por los críticos de los periódicos», es frecuente, habitual y fuente de errores. Es fuente de atribuciones indebidas, de juicios al autor en nombre del narrador y, es, en fin, «una de las operaciones más reduccionistas de las que la mente humana es capaz: el vasto, abierto y tentador universo ficcional queda reducido al modelo de mundo único, el de la experiencia humana real».

No sé si las ficciones que hoy leemos cuentan con pocos o muchos lectores ingenuos, pero por lo que he podido ver sí que hay críticos de los periódicos que las evalúan y las enjuician a partir de las coincidencias reales o presuntas que se dan entre la voz narrativa que les da soporte y el autor empírico que las firma.

Es más, hay alguno incluso, que al hacer el escrutinio del narrador y sus vicios reprocha al autor cosas de aquél. Podría pretextarse que si se dan esos juicios es porque el propio autor ha facilitado las confusiones. Algo así ocurrió con el personaje principal de El cementerio de Praga (2010), de Umberto Eco.

Como resulta que al principio dicho individuo suelta una soflama antisemita tremendamente enojosa y ruin, ciertos lectores ingenuos y ciertos críticos de los periódicos adoptaron el expediente reduccionista más cómodo: el personaje es un calco de Eco, luego Eco es un furioso antisemita. Luego, cuando el autor deshizo el entuerto estúpido que algunos habían enredado, le llamaron embustero y provocador.

Oh, hipócrita lector; oh, crítico mentecato, una ficción es una ficción es una ficción.

Tu le connais, lecteur, ce monstre délicat,
— Hypocrite lecteur, — mon semblable, — mon frère!

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