El profesor de historia, el historiador como educador, no debería ser un mero transmisor de saberes ya establecidos, sino un guía que tutelara con mano firme el descubrimiento de los muchachos y el descubrimiento de esos sujetos con quienes se contrastan y se comparan.
Los jóvenes deben aprender a hacerse y a hacer propios una serie de valores que a todos nos aúpan y que nos mejoran, los valores que a ellos los hacen individuos valiosos en sí mismos, irrepetibles, imprevisibles, individuos tomados como fin y no como medio, y que son los valores de la tolerancia, de la libertad incondicionada, de la democracia, en fin.
Pío Baroja no confiaba en la democracia ni en la república, no confiaba en el colectivismo. Tampoco aguardaba gran cosa de la monarquía y del sistema político tradicional. En realidad, era un individualista irredento que esperaba hacerse a sí mismo. ¿Y esto cómo se consigue?
Si ellos, los jóvenes, y nosotros, los adultos, estamos aquí, si hemos conseguido llegar hasta aquí, es gracias a un marco normativo que nos permite a cada uno sobrevivir al margen de las culturas de cada cual, al margen de las concepciones y de las fantasías de cada cual.
El adolescente no tiene nación (o eso creíamos hasta ahora en este tiempo nacional-nacionalista) y se distancia de la familia; el joven carece de comunidad de iguales; el muchacho se descubre o, al menos, deberíamos ayudarle a descubrirse como perteneciente a una comunidad de disidentes, de desiguales. Imagino al Pío Baroja arisco y enrabietado parcialmente con el mundo.
Yo no soy uno más, yo soy un tipo original, soy perecedero y caducaré, pero, mientras tanto, soy irrepetible y estoy solo y a los otros los veo tan solos como yo. Si no me tomo como individuo, como meta, como objetivo que me distingue, si me veo sólo como uno más de una nación que actúa de consuno o a la que estoy atado (el País Vasco ancestral o esta España que me duele), no hay tarea de la que enorgullecerme, no hay labor que me justifique como sujeto.
Expresada así, tomada así, será posible, además, sortear las odiosas prescripciones generacionales que hacen de la historia un saber nacional, instrumental o gris. Expresada así, la historia comenzará a ser muy interesante para los jovencitos. ¿Por qué razón? Porque gracias a esos descubrimientos, a esos ejemplos, a la lectura y a la guía tutelada y entusiasta del educador, el muchacho podrá explorarse, indagarse y hacerse y rehacerse, buscar sus propios modelos de excelencia, desmentir o confirmar lo que de él se exige, asumir y relativizar las pertenencias que lo anulan o que lo apresan.
Si conozco el pasado y los grandes modelos del pasado, los indivduos reales o imaginados, los personajes grandes y pequeños, amables y detestables, si tengo cultura histórica (y dentro de la cultura histórica caben todas las producciones y logros del pasado), sabré mejor qué clase de individuo soy o aspiro a ser o no quiero ser si otros antes que yo lo fueron. Tener conocimiento del pasado o leer con furia, con denuedo, me fuerza a asumir mi condición de arrojado al mundo, mi contingencia y mi finitud, mi lucha contra el valor infinitesimal que me define; me permite rebelarme contra la falta de necesidad, contra la determinación que me niega, contra la debilidad, la enfermedad y la muerte.
La experiencia de mi vida es fugaz y ese personaje que creo ser, que creen que soy y al que acabo aceptando me es previsible. Es de los demás de quienes aguardamos el relato de otras vivencias que alivien el tedio que nuestro conducta nos provoca o el miedo que mi futuro me depara. Las historias que nos cuentan nos amplían el mundo, nos dan sus límites, su periferia y su centro y nos informan acerca de experiencias de otros, de las vidas de otros.
Los relatos populares y las ficciones novelescas son generalmente la narración de algo excepcional, de algo que rompe la normalidad de las cosas, de algo que obliga a alguien a comportarse de un modo diferente del que cabría esperarse por su posición. Los relatos populares o las ficciones novelescas no son la narración de una rutina, sino la evocación de una experiencia nueva o incluso extraordinaria. La historia o la realidad inventada son un repertorio inagotable de experiencias similares, de conductas odiosas y de gestas pequeñas y heroicas, de imaginación moral.
Los libros nos proporcionan el relato de otras vivencias con las que contrastar y conjeturar la propia, su época y la mía. Si me informo acerca de esas otras existencias (verdaderas o ficticias) es porque las esa vidas me sirven para cerciorarme acerca de mí mismo, para aliviar la incertidumbre que como individuo me inquieta, para evaluar la moralidad de mis decisiones, el acierto personal de mis elecciones, y para restar novedad o gravedad a lo que me sucede. Baroja no dejaba de escribir relatos morales, textos inventados con los que tener contraste.
Las lecturas de esas obras, de Baroja y de los grades novelistas, son una forma indirecta de autoanálisis, son instrumentos para la vida, para averiguar los perfiles de la vida propia. Lo que hace grande la lección que se extrae de esas lecturas no es el tamaño del héroe ni la gesta del personaje, la tremenda aventura a la que se atreve, sino la vivencia que vemos relatada, su condición irrepetible y la vertiente universal que encierra.
La vida vale la pena vivirla sin restricción y sin renuncias previas y no hay miedo ni freno ni pertenencias que rompan el hechizo y el vértigo que da vivir la propia vida, como aspiraba Friedrich Nietzsche. Ése es un ejemplo moral y ésa es una lección historia, de sabiduría y de coraje, de caos interior y de creatividad, válida para hacerse una idea de lo que fue la experiencia de nuestros antepasados y válida para el presente, para ese presente en el que irrumpe con desconcierto, con esperanza y con dolor el joven que fuimos y del que aún quedan vestigios.
Pío Baroja supo mucho de esto. Pero todos necesitamos a alguien que nos cuente: que cuente nuestra historia real o fantaseada o la historia de la que somos partícipes. Hay que contar una buena historia, que una fábula haya sabido crear intriga y atención por un personaje y por un avatar de los que no teníamos noticia ni interés. Necesitamos a alguien que, sin renunciar al relato, haya sabido organizar los motivos de una trama y al modo de los mejores narradores nos haya presentado el ejemplo irrepetible de su dimensión universal.
Pero para que ese acto milagroso se consume, para que en un libro inerte haya vida y de él se extraiga lo universal que encierra la vivencia particular, hacen falta narradores experimentados, como fue Pío Baroja, educadores que ejerzan la inteligencia y la tolerancia y que empleen la historia y la literatura y la filosofía, no porque lo dicte el currículum, no porque lo exijan los contenidos académicos, sino porque esas disciplinas son sus nutrientes, porque les alimentan el espíritu, porque les forman integralmente y con su ejemplo de excelencia persuaden.
Hacen falta adolescentes, lectores…, dispuestos a tomarse como individuos, dispuestos a hacerse adultos por sí mismos. Hacen falta padres orgullosos de ser tal cosa, que les exijan a sus hijos con fuerza y con tolerancia, con energía y con ironía, que den ejemplo y que cuiden a la prole, que la atiendan sin apresuramientos y que lean y que les lean.
Pero hacen falta también profesores de humanidades que ejerzan como educadores, que no se abandonen a un fatalismo avinagrado, que se descubran igualmente creadores de sí mismos más allá de las obligaciones escolares y de las prescripciones ministeriales, que inspiren con el caudal de ejemplos que aportan, que tutelen porque se saben, ellos y nosotros, arrojados al mundo.
——–
Ilustración: Pío Baroja, por Juan de Echevarría Bilbao, España, 1875 – Madrid, España, 1931
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.