Javier Tomeo imaginaba

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Javier Tomeo tenía especial predilección por los monstruos, por los tipos raros y averiados. Y uno de ellos, que siempre le enterneció, fue el lobo, incluso el hombre-lobo. Caperucita fue salvada gracias los pastores, un oficio nobilísimo de armas tomar. Acribillaron al antepasado del lobo del que ahora hablamos. Y esta bestia vive con dolor la soledad y esa herida de estirpe. De hecho, murió de soledad, nos dice Tomeo: luego…, es un lobo fantasmal. El colmo. O el colmillo.

Javier Tomeo imaginaba personajes extravagantes, algo locos, que salían desnudos al balcón, en bolas: enseñando sus partes, sus partes pudendas, sus vergüenzas. No me los imagino: soy muy limitado para pensar en un varón en pilota picada. Tomeo imaginaba pajarillos que se alegraban de ver dichas desnudeces. Eran aves normales, no vayan a pensar, absolutamente entregadas al alpiste, rico en carbohidratos y pobre en grasas, según nos advertía Tomeo. Pongamos un ejemplo. El tipo desnudo alimenta al pajarico y al mismo tiempo se exhibe ante la vecina de enfrente. Los colgajos se ven claramente. Lo examina con prismáticos, nada menos. Nos confiesa el personaje que a la dama no le interesa su cara, sino su entrepierna. ¿Será verdad? No me imagino la inmundicia y la impudicia que debe acumular. ¿Quién?

Javier Tomeo tenía especial cariño por la televisión, esa gran desconocida. Sentía simpatía por el televisor, ese monstruo metálico y cristalíneo que literalmente devora. Nos compramos un aparato nuevo, de muchas pulgadas, y muy ufanos lo colocamos en la parte noble del salón. ¿Dispuestos a qué? Dispuestos a sorprender a la audiencia… ¿Cuál es el resultado? Al poco tiempo, la pantalla catódica o plana ha devorado a un par de telespectadores, familiares nuestros que estaban en el comedor. La última vez que tuvimos contactos con ellos estaban abducidos… Mientras tanto, la abuela sigue allí, sin verla, sin inmutarse, sin enterarse. Haciendo calceta.

Javier Tomeo imaginaba personajes que sudaban mucho, como cerdos. El sudor en Tomeo es un dato imprescindible de su literatura: como las borracheras y los ojos asimétricos. ¿Sudan los cerdos?, se pregunta un personaje. Quizá se autorrefrigeren, dice uno de sus locos, esos dementes que se expresan con tanta verborrea. Pero entonces si el personaje que suda está sudando no es exactamente un cerdo. Un galimatías.

Javier Tomeo imaginaba azoteas, casas con altillos, cobertizos, balcones (siempre balcones). Siempre en las alturas, con escaleras inacabables, con escalones interminables. No era infrecuente que esas casas estuvieran habitadas por muñecas muertas, piezas inertes ¿Algo sadomasoquista? ¿Algo fetichista? Bueno, conocemos algún cuento de Tomeo en que todas las muñecas de la casa están ahorcadas y justamente a la medianoche empiezan a suspirar de manera muy sospechosa. La patrona del inmueble es quien las colgó y las exterminó.

Javier Tomeo llegó a soñar con islas remotas, espacios lejanos a los que ir para no regresar, islas rodeadas por mares insondables y hasta inverosímiles: de color amarillo, nada menos, que es el color del dinero. Y el del diablo.Y el del calor. Islas sin horizonte. Como dijo Tomeo en cierta ocasión, «hace tiempo que el horizonte dejó de interesarme». Tomeo era un tipo gordo, pero no tanto como para encarnar al Ogro. O al monstruo… Allí en el horizonte estará riéndose de todos nosotros.

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