No hay escapatoria

Justo Serna y José Luis Ibáñez

ElBornMiserachsBarcelona1964

La ciudad a la que acabas de llegar es inhóspita. No recibe bien a esos soldados o, mejor a esos reclutas recién adiestrados. Los bares apenas están abriendo. Algunos compañeros han bebido ginebra a lo largo de la noche. Llevaban petacas con las que saciaban su sed. Tú apenas podías mantenerte en pie.

En esa localidad aún se viven los restos del verano en sus calles. O en otros casos todavía se padecen los fríos invernales a poco que te alejes, ese viento seco que te hará desear la muerte. ¿Qué hago aquí?, te preguntas bobamente. Es temprana la hora, apenas el sol despunta, y el sueño que te impide disfrutarla no es capaz de hacerte ingresar en la vigilia.

Entrevés lo que apenas tiene vislumbre. No eres capaz de sacurdirte, no eres capaz de orearte, el olor que te impregna: ese pestuzo del petate. Un algodón recio que ha pasado por distintas generaciones. Pero tampoco puedes quitarte el aroma de esos miles de frutales, naranjos, que te circunvalan.

El autocar te ha dejado en medio de ella, de la ciudad, de ese lugar último, ya entregado. Y ahora has decidido pasear para hacer tiempo, un tiempo que no va a atraparte a ti solo. Te sobran las horas, o eso crees con un porvenir dilatado y hundido. Vas a alojarte o al menos trabajar en un cuartel en el que pasarás los siguientes doce meses de tu vida. ¿O eran catorce?

Ahora se abren sus puertas. Es el segundo establecimiento donde dormirás, donde compartirás cama y rancho con muchachos que no habrías conocido de otra manera. Compartirás tus ocios y tus nostalgias, tus inquietudes y tu manera de mirar un mundo que ya estás aprendiendo: no ha sido creado para ti. Hasta hora eras un tipo de barrio, ajeno a las dimensiones de la Tierra, extraño a lo distante. Ahora, sin embargo, vives un mundo que te desmiente.

Hace unas semanas te habías recostado sobre una colcha descosida con los brazos bajo la nuca, expectante. ¿Esperando qué? Recostado con los pies doloridos. Con los cojones del alma igualmente doloridos recuerdas a Miguel Hernández… Recostado ante el gran trauma de la distancia, lamiéndote la herida de la soledad en medio de una marabunta de compañeros no buscados.

Pensando en ella, en tu circunstancia, hasta el llanto, como si estuvieras en las antípodas y no a unas pocas docenas de kilómetros, escasa separación que aún no sabes que no son sino unos pocos días sin sentirla. Días de carreras, de formación, de gritos que ignoras por qué se repiten con un timbre autoritario, una y otra vez, chillidos que te aturden la primera vez que te llegan y que luego solo forman parte de una rutina menesterosa, un paisaje sin tiempo para la desolación. Sin tiempo que no sea otra cosa que obedecer en el vértigo.

Te has sentado en un banco solitario. Te interrogas sobre los estudios que has cursado. Pobrecito: estudiar, estudiar, para otros acumular. Te interrogas sobre las amistades que has dejado, sobre la novia de la que quieres desprenderte. Estás ahí sentado, derrengado. En un banco escaso, lamentable vestigio de un pequeño parquecito. Estás todavía en una diminuta plazuela de no sabes dónde. Wake up to Reality. La ciudad te redime poco a poco del sueño en que te has refugiado perezoso.

Bostezas y padeces un apetito del que sientes ahora una punzada, remolón como estás e ignorante pero apercibido de lo que se te viene encima en cuanto pongas el pie dentro del Regimiento, el espacio donde habrás de buscarte la supervivencia a partir de ahora. El tiempo se dilata: no puedes ver el horizonte, ni su sentido.

Caminas vestido de soldado, con la ropa de bonito. Así la llaman. O de Romano. Y la camisa no tanto pero el pantalón… El pantalón, de granito, pica, rasca la sensible epidermis y da calor y encorajina. Menos mal que a la gorra te has acostumbrado, y que la corbata, con su estúpido y payaso elástico que la convierte en un tira y afloja ridículo, es ya una prenda a la que no prestas atención, tan tuya aunque no lo parezca.

Recorres la ciudad sin tener la sensación de que el mar esté cerca, tiene que estarlo, seguro. Hay rumor de oleaje, un bienestar de aguas calmas. Hay vapores, efluvios. Ríos. Y de repente es como si estuvieras en tu ciudad, en esa brevísima primavera o en ese reducido otoño que es en realidad la estación que contemplan las calles por las que pasas, ahora en compañía de otro soldadito que ha venido contigo para cumplir la parte más significativa del servicio militar. ¿Dónde? En la misma localidad y con el que has topado tras separaros nada más llegar a la capital de la provincia.

Prefieres no pensar en los veteranos, en los típicos abusadores cuarteleros, henchidos de rencor hacia quienes pueden irse de rositas sin sufrir las afrentas que ellos ya sufrieron cuando eran unos recién llegados, unos plumas les dirán a donde vas a llegar en unas horas, te dirán en cuanto que aproximes tus rasgos de desconocido, no tu edad ya de 23 años, algo que no les importará mucho a la hora de escogerte para las bromas. Hasta que tú les hagas reparar en ella, en la edad que no aparentas.

Unos plumas, les dirán a donde vas a llegar en unas horas, te dirán en cuanto aproximes tus rasgos de desconocido, no tu edad ya de 23 años, algo que no les imporaá mucho a la hora de escogerte para las bromas. Hasta que tú les hagas reparar en ella, en la edad que no aparentas.

Ves un bar con sus cinco o seis mesas y ves, cómo no iba a serlo, que tienen cocido o paella, y ya el apetito es casi hambre, una furia de posguerra, y le preguntas a Tomás que si pasáis y coméis, que si dejáis de deambular sin sentido, a lo loco, desperdiciando la posibilidad de haber conocido la ciudad que semanas más tarde pasearás ya sí premuras, aunque insuficiente criterio.

La paella es el recipiente en el que se cocina y en el que se sirve y por extensión, aunque eso aun no lo sabes, se llama también al plato. ¿Y el puchero? Y ahora ni imaginas que dos semanas después casi llorarás ante uno que no podrás comerte porque antes habrás cometido el infantil error de almorzar con los lugareños atiborrándote con un bocadillo pantagruélico. Ese entrepán te arrebatará sin tú imaginarlo la posibilidad de saborear lo que probablemente habría sido el mayor manjar que en tu vida podrías haber comido. Ese pueblo, patria y tierra prometida a la que alguna vez regresarás aunque solo sea para echar de menos el plato de arroz y puchero preparado como aquella gente huertana gusta servir, un plato que dejaste escapar con todo el dolor de tu alma.

Habéis comido bien, habéis bebido bien. Y ahora vais ya pensando en acercaros al renombrado tren que os dejará en la localidad donde se aposenta la base militar en la que os espera un futuro al que os entregaréis con más resignación que orgullo. Un futuro de ordeno y mando, de ahora id aquí, ahora allí, ahora formad, ahora romped filas, ahora saludad, ahora descansad, ahora… Ahora. Nunca luego. Un presente continuo, nada que ver con un futuro, un presente lleno de memoria y ausente el deseo que te atenaza en el momento en el que respiras con atención para no perder detalle de la magnífica jornada que dejará de serlo en cuanto empiecen los gritos y las carreras y las columnas de a tres y los a dormir y los despertad y los venga, vamos…

Pero aún hay tiempo de imaginar los muchos meses que tienes por delante, los días seguramente largos en ocasiones, así como también las horas de camaradería y de crecimiento, las de beberte la vida y soñar y… Ahora no llegas a sospechar qué tipos de amigos, o compañeros al menos, serán los protectores de tus sentimientos, los testigos de los momentos anodinos y de los espléndidos, los atendidos por ti en sus miserias o en sus instantes de humanidad.

No llegas a verte a ti mismo acostando tu cuerpo una noche de verano templado, agotado y extrañamente feliz de estar vivo y tener 23 años y una novia morena que te espera y de la que dudas, ensimismado en tus deseos cuando lo que te llega nítida es la voz de tu vecino de litera. Extremeño, por más señas: un entrañablemente rural y habitante de un mundo menos egoísta, menos vertiginoso, que habla a solas, consigo mismo, como si nadie pudiera escucharle y dice que menos mal que nos reímos aunque sea de mí.

Aunque sea de mí, él que es objeto de constantes burlas que sobrelleva amparado en su corpachón de buenazo, y que no merece ese desprecio al que algunos lo someten por su condición de campestre, representante primitivo de los intactos estilos de comportamiento de un campo que ya ha desaparecido excepto en su entorno de hombre en medio de una naturaleza que añora y que ve representada en su mente; ahora que cierra sus ojos y parece llorar de pena y alegría a un tiempo, albergando en su enorme alma antigua la delicada aspereza de los hombres buenos, inmaculados por la sociedad a la que entran sin mancharse para dejarnos a algunos el regusto excitante de que a las triquiñuelas habituales de la existencia se les puede combatir con la paz de un mulo amable y sonriente, tu, ahora que caminas por la ciudad, futuro aunque breve amigo Valiente, eso es, Valiente, su apellido certero.

Ya estáis en la estación y las taquillas se ofrecen extrañamente solitarias para que pidáis dos billetes a vuestro destino. De ida y vuelta casi grita Tomás, muerto de la risa, anestesiado por su propia ocurrencia para soportar la vergüenza de sus gimoteos exagerados que atraen las miradas de cuantos deambulan por la nave que ya cruzáis resueltos, en pos de las vías que traen y llevan a los trenes, a los desvencijados vagones de madera de la época de Jim West que entran y salen para horadar el hermoso paisaje repleto de verde y naranja, de naranjos y sus frutos de dimensiones gloriosas y del color del más hermoso sol que se pueda contemplar.

No han pasado dos meses desde que llegaste al primer destino de tu vida militar, donde acabas de completar tu instrucción rematada con la espectacular y anodina jura de bandera de tu reemplazo. Espectacular y anodina. Alguien que no haya contemplado una jura de bandera española podrá creer que es un mero uso poético de la cópula de dos palabras aparentemente imposibles de aunar. Nada de eso. Casi dos meses han transcurrido desde que te despediste en una noche pegajosa de ella, de la chica que extrañamente apenas te viene a la cabeza a lo largo de toda la mañana que ya ha finalizado para comenzar a dejarte en ese estado de postración inevitable en el que te sumerges luego de haber comido.

Y no estás preparado para adivinar que en los días que te aguardan en el interior de un cuartel de la ciudad ajena al litoral adquirirás la facultad de echarte siestas de diez minutos, incluso de solo cinco. Cinco minutos de siesta, los que transcurrirán desde que llegues al edificio de tu compañía hasta que comience la tediosa sesión de tarde del poco ejemplar trabajo castrense que justifique el uso de ejércitos en tiempos de paz en territorios en paz.

Y el tren sale de la ciudad y se adentra en el vergel que es la provincia en estos días de naranjos y de sus naranjas como satélites. Y el sueño trata de vencerte sin conseguirlo. Y antes de entrar un ratito en su regazo, crees imaginar cómo es tu destino y ni en el duermevela puedes apreciar tus paseos por los patios del cuartel a todas horas simulando que haces algo muy importante y que todo el mundo te busca para encontrarse siempre con la misma respuesta: estaba hace un momento aquí pero no sé a dónde ha ido, tenía algo que hacer en no sé qué sitio. El arte del escaqueo. La gran palabra, el verbo infalible: escaquearse, hacer como que se está haciendo algo en el sitio donde menos trabajo exista. Escaqueo.

El olor y el brillo fluorescente del paisaje te despiertan de tu escaso cabeceo adormecido y te depositan frente a la realidad que te invadirá durante meses hasta hacer de ti un acomodaticio soldado acostumbrado al desorden en medio de millones de órdenes. Un cabo, más bien, que ese será tu fulgurante recorrido por el breve cursus honorum de tu exigua vida castrense, sin que puedas creerte que al final de tus meses de campamento un mando te llegará a ofrecer quedarte en el Ejército, reengancharte. Palabra obtusa: reenganche. Como el de las enormes piezas cadavéricas de carne hibernadas en las cámaras de las tripas de nuestras ciudades.

Estación de trenes. Estiras las piernas y desciendes hacia el primer bar propicio que ya está a la vista, en el que entras y pides una cerveza, junto a otros soldados que tal vez conozcas o no, qué importa, que acaban de llegar como tú a su futuro de enajenación civil, en mitad de la década en la que tu país volvió a tener gobernantes socialistas después de quinquenios de absoluto acuartelamiento de la población derrotada o adormecidamente victoriosa, compuesta esta última por aprovechados o por contundentes representantes de sígeneralmigeneral.

Desde la ventana en la que casi te dejas caer, mientras piensas en esa nada que nos devuelve de vez en cuando al redil de los animales del que salimos para creernos dioses, desde ese cristal enorme que te muestra una carretera que te llevará horas más tarde al muy cercano cuartel de tus meses venideros, desde el breve paisaje expuesto para que de vez en cuando repares en él mientras dormitas o no sabes bien si escuchas a tus posibles compañeros hablar de sus vidas tan ajenas y tan tuyas, desde ese recostarte acompañado de tu puño meciendo tu barbilla y de tus ojos que se cierran y se abren dispuestos a sorber el futuro sin el ámbito tranquilo de los años que conoces porque los has vivido en un remanso apacible de turbulentas corrientes sanguíneas que no te han tratado del todo mal, desde esa parsimonia cálida y como de crisálida apostada en un vientre original y remoto, desde esa mirada aturdida por un sopor del que no te separas en todo el día puedes imaginarte deambulando por un regimiento sintiéndote importante y haciendo sentir a los demás que lo eres, que eres imprescindible y que estás siempre donde has de estar: no donde el orden marcial desvencijado en el que te vas a instalar querrá tenerte.

Es ahora otra ventana la que atraviesa tu mirada todavía engañada por la recién sobrevenida vigilia y embadurnada por el amanecer que rodea tímidamente a la ciudad a la que llegas, a tu tierra imprescindible pero cierta, no soñada, no convertida en una patria por la que morir o por la que matar, solo un refugio en el que verter la infancia recobrada una y otra vez, esa sí tu verdadera patria.

Estás sentado en el tren que te lleva de regreso para siempre a la vida civil y que te aproxima a la mujer que te abandonará o abandonarás pronto para hacer de ti el hombre que escribirá estas palabras ya enamorado del eterno femenino engendrado en el cuerpo y en el alma de una mediterránea que ni podrías soñar en este viaje de retorno a los días sin uniforme, empapado de la dicha del final de un túnel como el que ahora te impide vislumbrar las afueras de tu ciudad, que hace del ventanal un espejo donde te ves pleno de una juventud que ya no te abandonará nunca pues es la del hombre que siempre has sido, la del muchacho que fuiste y la del anciano que serás, del viejo que eres y del niño que sigues siendo, la del chico que envejeció para no ser nunca un viejo y convertirse en ti.

——–
Fotografía: Miserachs

Un comentario

  1. Estimado maestro y desconocido:

    JÁ,JÁ,JÁ … la “mili” … ese mito carpetovetónico de la juventud española.

    Os ponéis muy románticos y sensibleros para lo que era la realidad en aquellos años de plomo (1980:93 asesinatos de ETA; 1981:32; 1982:41; 1983:44; no cuento, por falta de información y ganas, los muertos por atentados de otros chalados). El susto no nos llegaba al cuello de la camisa de los jóvenes quintos en cuanto pensabas en tus obligaciones -constitucionales- para con la patria. Lo que pasa es que, entonces, fuera la edad o los tiempos que vivíamos, los que nos habían tocado vivir, pues la irresponsabilidad, afortunadamente, primaba sobre la prudencia o sobre el más allá de lo que aconteciera fuera del próximo fin de semana.

    Mis dos primeros sorteos me localizaron en Vitoria. Pulsadas las prórrogas universitarias pertinentes acabé en Cerro Muriano (Córdoba) en enero del ‘82. Apenas a unos cientos de metros de donde Capa tomó conciencia de un instante letal que le llevaría a la inmortalidad vía MAGNUM. Éramos la quinta de los estudiantes. No se si de materia muy diferente del contingente principal que formó el ejército argentino pocos meses después en el espinoso asunto de las Malvinas. Ya ves, ¡que ilusión! Según entré, me contó el primer cabo tomatero que me tocó en suerte que su primera experiencia sexual había sido con una cabrita, Lucero, que aún le esperaba ansiosa en su villorrio de la Granada profunda alpujarreña. No me extraña, a pesar de la leyenda del bromuro a nadie se nos ponía ahí tiesa. De ahí que lo de la cabra, pues bueno … todo era posible. Fijaros: por la noches nos metían dentro de las taquillas de la camareta, más de ciento cincuenta tíos con sus feromonas brincando, cerraban el trasto y nos usaban de JUKE-BOX humana, tirando monedas por la rejilla. Desgraciadamente el nivel sónico de aquellos bárbaros solía quedarse en Julio Iglesias, del que siempre nos pedían que cantáramos, para salir del apuro, “Tropecé dos veces con la misma piedra” (y en cuestión de amores nunca he de ganar). Lo jodido es que en esos tiempos de plomo mis grupo favoritos eran The Jam, Parálisis Permanente, The Who, el Doctor Alimantado y su genio del DUB, … todo ello al mismo tiempo que empezaba ya a coquetear con el incipiente hip-hop de Africa Bambaataa, Grandmaster Flash & the Furious (The Message) y ese manoseado sample robado del ‘Good Times’ de Chic. Y, mientras, en Jerez ensayábamos con unos descarriados que osaban llamarse ‘Bukowski y los empalmados’. Claro, todo eso pegaba poco con el divino Julio y los retratos de Franquito en las salas y cantinas de oficiales y suboficiales. Pero no adelantemos acontecimientos.

    De la ciudad de los Califas marché destinado a Jerez. De artillero a pelo, pues por no decir no dije ni que tenía carnet de conducir, no sea que la liáramos. Jerez, Cádiz, El Puerto, el mar, Sanlúcar, Ronda, La Isla, las ventas, Zahara, Barbate, Bolonia, Tarifa y la Roca, … todo eso catorce meses, tres hostias y firmes, solo dos baños en bañera, siete guardias, más de veinte días en pavera y el título honorífico del más arrestado de mi batería. Unos cincuenta libros (mi estreno fue con la Rosa de Eco, editado por aquellas fechas; Guide, Nabokov, Saul Bellow, Patricia Highsmith y Ripley, August Derleth y un montón de hard boiled). Y risas, muchas risas de todos los gustos, sabores y colores. Risas de alegría y de tristeza. Histéricas y de “zumbaos” que íbamos. Impotentes y nerviosas. Risas de joven que no volverán. Rápidas como un gatillazo.
    Siempre hay que recordar lo bonito y dejar a un lado la amargura.
    Creo que es lo mejor.

    Al eco de Muñoz Molina, en ‘Ardor Guerrero’ lo cuenta muy bien. Además, su libro es de la experiencia del ’79. No muy lejos de lo que debimos de vivir tanto yo, en mi destierro jerezano, como los autores de las líneas que se comentan.

    Ahora, como -supuestamente- no hay nada que hacer y el gobierno quiere distraer al personal (“vide” Fabra y su Canal 9 REDUX) se está planteando la posibilidad de volver a implantar la mili, tanto para jóvenes ciudadanos como ciudadanas.

    ¡Animo!

    Hubiera sido una experiencia maravillosa.

    Uno de mis sueños más recurrentes gira siempre en torno a mi vuelta al servicio.
    Excuso decir que, de estimarse la reforma planteada, seguro que el sueño se torna más dulce.

    Saludos,

    Aleardo

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