Vuelvo a leer El faro del fin del Hudson, editado por Lindo & Espinosa (Elvira Lindo y Ximo Espinosa). Y ahora la impresión de la escritura es levemente distinta.
Me fijo en el detalle, en lo concreto, en las abundantes y precisas enumeraciones de lo que el paseante encuentra a lo largo de sus caminatas, de lo que se guarda en el bolsillo izquierdo de su gabardina, de lo que retrata y no se lleva.
Hay unos tesoros inauditos que están al alcance de la vista, al alcance de la mano. Desde restos plásticos hasta monedas, metales, maderas torneadas o ya muy degradadas.
El río es la vida, sí, y el caminante es ese tipo solitario que ha de enfrentar su propia existencia con repeticiones y con incertidumbres. Hay una cultura fluvial que discurre en la escritura de Antonio Muñoz Molina, el saber de la experiencia y la erudición del lector…
Pero no hay desbordamiento. Hay contención. Hay una voluntad económica o incluso poética. Será corto el texto, aunque su densidad es profunda.
Una breve colación, un frugal tentempié para una agotadora jornada de marzo, por ejemplo. Un sándwich de pan de centeno y una tortilla francesa de dos huevos, un botellín de agua y otro mediado de vino.
Hay que llegar al final. ¿Al final de qué? La existencia siempre se nos queda corta y además ignoramos cuando se detiene ese río que fluye en ambas direcciones. Encontramos el faro y ese resto del pasado que iluminaba ya no es más que un vestigio de lo que fuimos. Ahí permanece tras su vagabundeo el paseante, derrumbado (según vemos en la ilustración de Miguel Sánchez Lindo).
Antonio Muñoz Molina ha escrito un poema en prosa, un diario de sus caminatas, un cuaderno de tierra firme o una bitácora sin cuento, sin ficción.
No hay nada grande o grave que relatar porque lo anotado son pequeños detalles de una vida cotidiana que no le pertenece, que sólo a un tercero perteneció: a ese corredor enorme, a esa dama que lanza al Hudson un cuaderno, a ese comerciante que vende su género sin esperanza.
Lo volveré a leer.