Francisco Franco. La vida eterna

imageEl Caudillo, con vestimenta militar, mira o parece que mira. Quizá no, quizá sólo esté ensimismado. ¿Quién puede saberlo? El abrigo: la ropa le queda holgada, demasiado holgada, como si su esqueleto hubiera encogido.

Algo de esto hay, sin duda. Con la edad y el deterioro, todos perdemos centímetros y muchos hasta carnes y volumen, algo que se manifiesta primeramente en el rostro. Y la cara del Generalísimo es reveladora.

«Estás en los huesos», le decimos a un familiar o a un amigo. Si le tenemos confianza, claro. Sospecho que, por aquellos años, alguien debió de decirle algo semejante a Su Excelencia. No es probable que fuera doña Carmen.

imageElla tuvo una época de esplendor, con caderas y ancas de potra, según expresión de un Nobel. En los años setenta ya aparentaba más delgadez. Incluso parecía flaca (al menos para los cánones españoles). Por esas fechas, la esposa del Caudillo era poco más que una sonrisa forzada y dentuda, un cuerpo achicado.

¿Y la mirada, la mirada del Generalísimo? Los ojos oscuros, casi negros, no revelan ningún secreto. No hay esfinge ni misterio. Más aún, esos ojos no parecen de un ser vivo. O al menos no muestran un estado de ánimo consciente. Es como si el retratado padeciera un apagamiento. Lo padecía, sin duda, cuando fue captado.

José DeMaría Campúa fue su retratista habitual y generalmente le sacaba unas fotos muy favorecedoras: siendo Caudillo se le veía obeso y con uniformes rellenos; en su vejez ya decrépita, a Francisco Franco no lo mejoraba ni Pepito Campúa.

Si miramos bien la instantánea que reproduzco, podríamos creer incluso que el Generalísimo lleva horas adoptando la misma pose, como haría un modelo disciplinado.

Pero de hecho no hay pose si por tal entendemos una voluntad de presentarse o mostrarse ante el objetivo de la cámara. Simplemente padece un aturdimiento y un mohín aún soberbio.

imageLa fotografía original no tiene esta penumbra ni este grano. Al llevar al límite los filtros sale un Generalísimo quizá más auténtico. Sin afeites, sin puesta en escena. Iluminado y con el fondo en penumbra, su rostro muestra las injurias del tiempo, de la edad. Todo son pellejos, pliegues, justo antes del amortajamiento.

La boca es quizá lo más sobresaliente. Las comisuras de los labios apenas soportan la gravedad: el efecto y el peso de la gravedad. Por eso, la boca mustia se confunde con la papada, carne flácida.

Son muchos los años que el General arrastra, los malestares que padece y las desconfianzas que le rodean. Esas comisuras, totalmente descolgadas, ya no mantienen turgencia alguna.

Podría engañarnos su aspecto. Más que un dictador, parece tal vez un anciano despistado, un hombre de edad provecta. En efecto, parecería tal cosa, si no fuera por el punto de desprecio que aún queda en la mirada.

Esa altivez se refleja finalmente en toda la cara, con las cejas enarcadas que son la base de unas arrugas que se amontonan en estratos o sedimentos. Esas cejas enarcadas no son de sorpresa, sino de ufanía, el gesto de enfado de quien sabiéndose ungido por Dios ya sólo le espera la vida eterna.

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ilustración de cubierta: Antonio Barroso.

Editorial: Punto de Vista Editores.

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