Desde hace tiempo, el mundo siempre está punto de acabar. Para algunos, esa crisis, su derrumbe inminente, comenzó décadas atrás, en los primeros años del siglo XX.
Las cosas marchaban tan deprisa, el desarrollo de la técnica era tan vertiginoso, la irrupción de las masas era tan amenazante, que muchos contemporáneos sólo podían asistir desazonados a lo que les llegaba, a lo que arrollaba un escenario burgués ya desvencijado.
Los europeos sabían que todo se transformaba. Algunos afectaban comportamientos distantes, ajenos irresponsablemente a lo que suponían que tendría remedio o a lo que por carecer de procedimiento no merecía esfuerzo o aplicación.
Otros, por el contrario, se empecinaban en tratar de comprender las cosas, buscando sentido, extraviados, cargando con su propio estupor y ceguera.
Fue aquél el inicio de un tiempo atroz, un tiempo en el que, como deploró Jorge Luis Borges, pareció imponerse “cualquier simetría con apariencia de orden –el materialismo dialéctico, el antisemitismo, el nazismo—”, unas simetrías que bastaron, añade, “para embelesar a los hombres”.
Esa impresión de derrumbe la tuvimos, qué duda cabe, cuando vimos por primera vez aquellas imágenes humeantes de las Torres Gemelas, cuando, poco después, se precipitaban. El mundo cambió.
No sabíamos qué podía ser aquello, si un acto de terrorismo a gran escala o el inicio de una guerra de nuevo tipo. Yo era un espectador y, como Fabrizio del Dongo en Waterloo (mil veces evocado), me veía aturdido.
En aquel célebre pasaje de ‘La cartuja de Parma’, de Stendhal, un dolido y atolondrado Fabrizio acababa preguntándose sobre el sentido de los proyectiles, del polvo, de la pólvora… “¿He asistido a una verdadera batalla?”, se interroga.
Fabrizio estuvo en el centro del combate pero no pudo ver gran cosa siéndole difícil determinar si Waterloo era algo significativo
para la marcha victoriosa del Emperador.
Hoy sabemos que Waterloo fue una batalla decisiva, como sabemos también que con el 11-S presenciamos una acometida violenta, mortífera, desconcertante. Venidera…
Pero igualmente sabemos que los embates de los enemigos, sus proyectiles, sus bombas, dejan el campo semioculto por una humareda blanca, la batalla sin fin.
Son tales el polvo y los humos que aún quedan en suspensión –y no son simples metáforas– que no se divisan ni el curso ni los límites ni el frente en que están los adversarios que golpean con tanta fiereza.
Están ocultos y eso hace difícil prevenir sus ataques, combatirlos. Ojalá fuera fácil atisbar o adivinar dónde se encuentran y cuál pueda ser la próxima embestida.
Debemos defendernos, pero a la vez debemos evocar a los muertos, rendirles homenaje y recuerdo, mientras sigue el curso de una batalla incierta.
Más aún: no sabemos si esto es verdaderamente una guerra o, por el contrario, escaramuzas y refriegas sangrientas, atroces, de quienes emboscados pueden dañar porque se saben huidos del presente, ajenos a las blanduras occidentales y burguesas, a toda forma de humanitarismo.
El fanatismo facilita estas cosas, qué duda cabe. Ahora bien, como me he atrevido a decir una y otra vez en mis artículos de prensa, hay que refinar la respuesta sin dejarse llevar por la ciega ira o la venganza o el linchamiento.
Hay que obrar con contundencia legal, pues lo que de nosotros esos enemigos esperan es que también abandonemos la mansedumbre constitucional, burguesa.
No es mera conjetura lo que ahora digo: es lo que pudimos leer años atrás en unos extractos de la carta de Abdennabi Kounjaa, aquel muyahidin del 11-M:
«No soporto vivir esta vida como una persona débil y humillada bajo la mirada de los infieles y tiranos”, decía el presunto terrorista, pues “esta vida es el camino hacia la muerte”, un camino en el que es preferible “la muerte a la vida”, un camino que pasa por provocar la guerra abierta, sin freno, sin contención, sin reglas, de Occidente contra el Islam.
Aunque con otro vocabulario, colmado de exhortaciones religiosas, Abdennabi Kounjaa podría haber dicho aquello que confesara el mortífero, cínico y provocador fanático que aparece por las páginas de ‘El agente secreto’, de Joseph Conrad:
«Nuestro objetivo ha de ser romper la superstición y el culto de la legalidad. Nada me gustaría más que ver al inspector Heat y a sus pares asumiendo la tarea de limpiarnos a plena luz del día con la aprobación de la gente. Entonces habremos ganado la mitad de la batalla; la desintegración de la vieja moralidad se habrá asentado en su propio templo”.
Pues bien, romper la superstición y el culto de la legalidad es algo que ya se ha hecho y, al parecer, repetidamente. Las cárceles ilegales, repartidas por todo el mundo, sin jurisdicciones visibles, sin reservas reconocidas, son una ignominia que todo buen liberal, todo constitucionalista, y todo defensor del Estado de Derecho, no pueden aceptar.
Imagino la soberbia religiosa, fanática, de los suicidas, imagino su apetito destructivo, la fortaleza de sus creencias, imagino los preparativos… Pero sobre todo imagino la fría racionalidad con que idean sus acciones.
Sospecho su júbilo: esos fieros terroristas saben que la única posibilidad que les cabe para destruirnos, para acabar con nuestra superioridad moral y legal, es romper esa superstición y es culto de la legalidad.
De lo que se trata es de dejar un solar carbonizado, arrasar con las vidas de inocentes provocando la respuesta ilegal y brutal de los países dañados.
El proceso de civilización moral que llega hasta hoy, un proceso que no es exactamente acumulativo y que puede perderse, arruinarse. La moralidad y la contención han exigido de nuestras sociedades una limitación de la violencia, de su uso, de la represión.
Antaño, muchos siglos atrás, buena parte de los conflictos se resolvían a mamporros o con las armas, con torturas y sevicias. Hoy, sin embargo, el uso de la violencia es muy limitado entre particulares, comparado con lo que fue; y su despliegue por el Estado está reducido a casos de defensa y estricta represión legal.
El fundamento de esa represión basada en la Ley tiene un origen remoto y se asienta en la mejor tradición liberal, aquella que estableciera los derechos naturales de los individuos y que, por tanto, restringiera la violencia ejercida por el Gobierno a la Ley, a esa Ley que define previamente qué es delito, y a la Publicidad, a la rendición de cuentas ante los ciudadanos.
¿Qué hacer ante el terrorista que golpea sin piedad y que, además, busca vulnerar nuestro sentido de la legalidad? ¿Le aplicamos los mismos principios, sin reparo, sin freno, sin compasión?
De la respuesta que demos a estos interrogantes –que ya me formulé meses atrás en un artículo— dependerá nuestro concepto de la sociedad decente. Al final, habrá que determinar si lo que tenemos a las puertas es al enemigo o la moralidad; al final habrá que preguntarse si no estaremos echando fuera los dengues legalistas por los que los muhayidines tanto nos desprecian.
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Este texto es una síntesis de las palabras que pronuncié en el marco del Festival Ciutat Vella Oberta.
Ilustración: Antonio Barroso