Santa Evita
Uno. Leí en El País: «El cuerpo de Hugo Chávez será embalsamado y expuesto». Era una declaración del sucesor, Nicolás Maduro. Se dijo que así se mantendría eternamente como otros casos bien conocidos, entre ellos el de Lenin (algo ajado, por lo que sé).
Chávez podría ser honrado y contemplado. Perder de vista a un caudillo es, sin duda, algo difícil: son tantas las iconografías que lo reproducen que raramente desaparece. Pero si además se mantiene incorrupto el cuerpo del ser reverenciado, entonces el lugar será un centro de culto, de peregrinación.
El caso de Lenin, ya digo, es el más citado. Por supuesto podrían citarse ejemplos del santoral católico, con un número importante de cuerpos incorruptos. El tema de Chávez me ha hecho recordar lo sucedido con Eva Duarte de Perón: Evita Perón.
Resulta curioso el ascenso la señora Duarte a primera dama y sobre todo a mito de los pobres, de los descamisados. El populismo fue desde entonces materia prima de la política argentina, justamente en un país en el que la riqueza llega a ser obscena y la pobreza escandalosa. Es España, estamos despertando del sueño. En Europa comienzan a brillar los populismos. En fin…
Dos. Tomás Eloy Martínez escribió una novela titulada Santa Evita (1995), basada en hechos reales aunque ciertamente inverosímiles. Uno no lee una novela para documentarse, pero sí que lee ficciones viendo lo que tienen de transfiguración de lo real. Y con Eva Duarte ocurrió una transfiguración… en la realidad.
Leí Santa Evita en 1995, alertado por un artículo de Mario Vargas Llosa en El País. Celebraba el logro de Tomás Eloy Martínez. Poco tiempo después, un amigo de Mar del Plata, Miguel Ángel Taroncher, me regalaba La novela de Perón (1991), entonces no editada en España. En ambas obras es pavorosa la radiografía que el escritor hace de su país: un retrato kitsch y desvaído, fantasmal y necrófilo. ¿Literatura fantástica?
Por lo que hemos sabido después, lo sucedido en Argentina supera las expectativas espectrales y las peores pesadillas. Los vaivenes del cadáver, sus idas y venidas. Pero sobre todo hemos visto unas élites desdeñosas, unas masas enfervorizadas, el radicalismo, el terrorismo y el contraterrorismo, las rapiñas financieras, la corrupción y las mordidas… En fin, terrible.
Tres. La literatura basada en hechos históricos –como la que escribió Tomás Eloy Martínez con prosa de reportero y descripciones de cronista demente– es el mejor examen de lo real. No sabemos, eso sí, si sus obras pertenecen al género de terror.
Debería volver sobre ellas. Cuando leí ‘Santa Evita’ me pareció un experimento narrativo interesante. Incluso muy interesante. La novela no sólo es la historia de una primera dama, amada y vilipendiada, mitificada. Es, además, el proceso de producción y escritura de la ficción, con el añadido de sus resultados.
Alguien llamado “Tomás Eloy Martínez” (igual que el autor, pues) emprende una investigación biográfica: la de Evita Perón, a partir de la historia de su cadáver. Todo ello a lo largo de muchos años. Eso da como resultado dos relatos distintos: el del cadáver mismo y el de sus garantes o guardianes, particularmente el del militar que se ocupó de su cuidado hasta enloquecer fascinado por su amor necrófilo.
Con razón, este libro deslumbró a Gabriel García Márquez. Parece, en efecto, una historia ocurrida en Macondo. Pero no: sucede, y sucede de verdad, en Argentina. ¿Es una historia de muertos? Sin duda, es la novela de un cadáver, literalmente hablando. Pero dicha historia no es más fantasmal que la que nos cuenta Martínez en ‘La novela de Perón’.
En vida, también Juan Domingo Perón fue un espectro. En su exilio en Puerta de Hierro, en Madrid, el general vivía sumido en añoranzas, cultivando su propio mito y el de Eva Duarte, rodeado y asistido por Isabelita y por José López Rega. Allí, en su retiro español, fue entrevistado por Tomás Eloy Martínez. En 1973, Perón pudo regresar a Argentina. El declive fue imparable. El declive, ¿de quién o de qué?
Cuatro. No sé qué pasará finalmente con el cadáver de Hugo Chávez. Tampoco qué tratamiento le darán los sucesores. En todo caso, estaremos atentos: puede que en breve se aproxime al catafalco del caudillo venezolano un novelista en ciernes o ya en sazón. Y un embalsamador, por supuesto.
“En junio de 1952, siete semanas antes de que Evita muriera, Perón lo convocó a la residencia presidencial.
–Ya se habrá enterado usted de que mi mujer no tiene salvación –le dijo–. Los legisladores quieren construirle en la Plaza de Mayo un monumento de ciento cincuenta metros, pero a mí no me interesan esas fanfarrias. Prefiero que el pueblo la siga viendo tan viva como ahora. Tengo informes de que usted es el mejor taxidermista que hay. Si eso es cierto, no le va a ser difícil demostrarlo con alguien que acaba de cumplir treinta y tres años.
–No soy taxidermista –lo corrigió Ara— sino conservador de cuerpos…”