Dicen Sergio Bufano y Jorge S. Perednik en su Diccionario de la injuria que hay que distinguir entre aquellos vocablos que son insulto y aquellos otros que son malas palabras. Las últimas –añaden– pertenecen al dominio público, a los usos corrientes que hay en una comunidad lingüística, usos que permiten evacuar los humores.
Verdulera, que eres una verdulera. O: vete a vender pescado, que no vales para alcaldesa. En estos casos, verdulera o pescadera no son exactamente insultos. Al menos originariamente, pero su uso despectivo ya es tradición cuando se quiere degradar a una mujer escasa de luces, basta, gritona o, en fin, arrabalera. Forma parte de un hábito algo primitivo. Las palabras que el varón Félix de Azúa dedica a la Sra. Alcaldesa de Barcelona tienen esta intención y este uso.
En cambio, el insulto, propiamente el insulto, que es particular y corresponde a la iniciativa individual, se elabora y se enuncia contra un destinatario concreto al que se quiere deshonrar. Eso se da principalmente en la esfera privada.
¿Qué hace quien vitupera? Escarnece a una persona valiéndose para ello de las malas palabras, voces que primero fueron injurias particulares y que –por su éxito, ocurrencia o chispa– acabaron ingresando en el patrimonio de las ofensas colectivas.
Para que haya vituperio debe vivirse o experimentarse algún conflicto como una provocación, un fastidio frente al cual no habría posibilidad de enfrentarlo de otro modo. Una impotencia, pues. De ahí nace la violencia verbal. Nace de una impotencia, ciertamente, dado que no hay argumentación crítica. El berrido reiterado de Félix de Azúa es de esta naturaleza.
En segundo lugar, para que pueda hablarse de insulto propiamente, el vituperio ha de hacerse en determinado contexto, es decir, necesita un marco de significado que le dé sentido y que permita ser comprendido como tal. El académico, miembro de una imponente institución, censura con aspereza a la munícipe que preside otra institución de mucho ringorrango: el Ayuntamiento de Barcelona.
Abstraída de dicha circunstancia, esa mala palabra funciona en la comunidad lingüística como otra ofensa más. Ya lo decía Ludwig Wittgenstein: no me pregunten por el significado de las palabras; pregúnteme por su uso.
En tercer lugar, en el insulto, más que la palabra en sí, lo que de verdad agravia es esa intencionalidad particular, el deseo expreso de vituperar, el ‘animus iniuriandi’, pero ello se cumple no sólo en el designio de quien escarnece, sino también en la percepción de quien se siente ultrajado.
En cuarto lugar, el insulto, que generalmente lo vemos como algo gravísimo, como una violencia verbal que daña a un tercero, es, sin embargo, un avance civilizado: puede ser motivo de agresiones físicas, puede provocar una colisión a trompadas, pero cuando sólo alcanza el estadio verbal es una sublimación de antagonismos o de agonismos guerreros.
En ese caso, la violencia física a mamporros es sustituida por un enfrentamiento incruento que tiene algo de ordalía ritual, simbólica, en la que se descargan los malos humores. Vapores y humores son sin duda cosa del intelectual henchido o hinchado que le reprocha escasos estudios a quien pudo ser su pupila.
Jorge Luis Borges recomendaba ciertas formas en el arte de injuriar. Si el vituperio es un avance frente a la pura violencia física, si es una sofisticación que nos aleja de la fuerza bruta, entonces puede haber una ‘técnica’ del insulto y un refinamiento de esa práctica.
‘Técnica’ y refinamiento permiten hablar de arte, del arte de injuriar y éste se logra, según explicaba Borges en su Historia de la eternidad, cuando nos valemos de una habilidad especial para denostar haciendo uso del humor, mostrando agudeza, atacando con una andanada ácida, irónica. Nada de esto he oído o leído en las expansiones injuriosas del Sr. Félix.
Lástima.