Día de recogimiento. Contemplo los brillos mediterráneos, un mar de calma chicha que deslumbra con sus reflejos. Un paseo breve y dolorido, un descanso reparador y luego a releer la novela que edité para Pío Caro-Baroja. La releo para salir de mí mismo. Sé lo que me va a deparar.
Muchos lectores voraces somos, por lo común, gentes sedentarias, personas muy aferradas a nuestros gabinetes, a nuestros despachos, a nuestros escritorios. A ese sillón de orejas desde el que emprendes una aventura. Es allí en donde imaginamos geografías distantes, lugares remotos que ponen en riesgo a quienes se adentran.
¿Qué hace Baroja y qué hacen tantos y tantos escritores? Pues conjeturar con un mundo que les es ajeno pero al que les agradaría pertenecer. ¿Algo más? Pues verbalizar el miedo que ese espacio remoto les produce. Pues volcar su propia experiencia física o las conjeturas y fantasías que alimentan, ideaciones que a la postre también forman parte de la vida.
Un hombre de acción es un individuo con coraje, alguien que dispone de virtudes, alguien que carece de las prevenciones usuales del tipo medio. El hombre de acción no se queda quieto, emprende todo tipo de aventuras por afán descubridor, por apetito económico o por el simple placer de viajar y conocer.
Baroja fue hombre de tertulia y de librerías de viejo. Pese a lo que pueda parecer, una figura de estas características no está tan lejos del hombre de acción: lo imagina, se imagina en su piel, se piensa en sus lances y avatares. La tertulia es un núcleo de sociabilidad, pues quienes a ella acuden traen noticias o chismorreos, especies que se cuentan, cosas que ellos mismos han visto, mentiras, exageraciones.
En realidad, los contertulios remiendan el mundo entre sorbo y sorbo de cafés, licores o tés. La tertulia es el lugar del descanso para el hombre de acción. Como tantas veces –en Joseph Conrad, por ejemplo–, la tertulia es la excusa para contar la novela que vamos a leer.
Baroja sobre todo es un gran observador. Es un fino analista de las conductas ajenas. Es un estudioso de la especie humana (y lo digo en un sentido prácticamente darwinista). Baroja examina el entorno, sus condiciones naturales y las presenta en sus novelas con gran detalle y minuciosidad.
El convento de Monsant (1916) cumple cien años. Es una efeméride menor, si se quiere, pero su lectura depara un placer mayor. Escribí el prólogo para la edición de Caro Raggio y sentía que yo había tenido esa experiencia.
Se desarrolla en la localidad mediterránea de Ondara, en la costa alicantina, una ambientación rarísima en Baroja. Pues bien, el narrador interno de la novela nos precisa con todo detalle esas condiciones naturales del territorio, del clima.
¿Para qué cosa? ¿Con qué fin? Con el propósito de hacernos una idea más o menos completa, enciclopédica y cabal de la localidad y de sus naturales. Para convertirla en verosímil creando el efecto de haber estado allí. No es raro, no es infrecuente que se proceda de esta manera. Pensemos, por ejemplo, que Veinte mil leguas de viaje submarino tiene páginas y páginas dedicadas a describirnos la fauna y la flora abisales. Esos párrafos son también puro saber enciclopédico que hace creíble la experiencia inaudita de los fondos marinos.
En los libros de viajes, la geografía es un personaje más de las novelas, no sólo es el marco de la acción. Es también un agente que limita, que entorpece o que facilita la temeridad de los hombres, sus peripecias.
Juan Hipólito Thompson y Eugenio de Aviraneta protagonizan El convento de Monsant. ¿Cómo es el tal Thompson? Al igual que otros anglosajones, Thompson hizo lo que para entendernos llamaremos el ‘Grand Tour’: emprender un viaje al Sur, al Mediterráneo, desde Grecia a España, en donde arraigará.
Es un hombre de gran iniciativa, propiamente un culo de mal asiento, un individuo que recorre, atraviesa la Península, por ejemplo, aprendiendo cosas, recordando cosas que ignoraba saber y confirman cosas que sabía de antemano.
El inglés nacido libre marcha por el mundo sin grandes reparos, pero observa ese mismo mundo con las anteojeras inevitables de su tiempo. Y por ello ve a los españoles, a los nativos, como gentes sanguíneas, nobles, broncas.
¿Y a las mujeres? Se ha abundado suficientemente sobre la misoginia o presunta misoginia de Pío Baroja. Si el ideal del yo es el individuo aguerrido, aventurero e incluso temerario, las mujeres de 1916 representan lo doméstico y la racionalidad, las cuentas y el bienestar. Al menos para Baroja.
A ese tipo de mujer, el novelista no solía prestarle mucha atención. En este punto, su actitud no sería muy distante de la de Schopenhauer o Nietzsche. Es decir, hay que reconocer un papel muy ancilar, muy secundario de la mujer en Baroja. Hay que reconocerlo: no vamos a asear al muerto, muchas de cuyas obras están muy vivas, por cierto.
Y ahora les dejo. Regreso a esa Ondara tan distante en kilómetros y tiempo. Me voy cien años atrás. Ya les comunicaré mi vuelta.