En las ‘Cartas Persas’ (1721), Montesquieu adoptaba una fórmula narrativa eficaz: contar lo bueno y lo malo de su propio país, lo aceptable y lo inaceptable. Para ello, para enumerar el debe y el haber se valía de un extranjero, se servía de la observación de un extraño.
Alguien mira y ese que está escrutando –un persa de gira por París, por ejemplo— percibe lo que los parisinos por rutina no ven. Estamos tan habituados a lo propio que nuestro entorno nos parece obvio, familiar.
Precisamente, eso que llamamos nuestro entorno no es un mero soporte físico. Es sobre todo un espacio en el que hay normas y costumbres, reglas de conducta y hábitos. Vivir es eso principalmente: aprender claves, códigos de reconocimiento que han de valernos para distinguir el todo y las partes, un paisaje con figuras, un entero que juzgamos coherente.
En efecto, la cultura no es azarosa, pues todo está relacionado y es comparable. Lo que tenemos delante está sometido a gramáticas que sabemos o que no sabemos. Pero eso que llamamos cultura sólo es el modo expresivo y reglamentado de la vida propia: hay otras a las que sólo con dificultad y empeño accedemos.
Los otros, los que veo como extraños, me resultan diferentes e incluso indiferentes, con adhesiones o fidelidades que juzgo insólitas y hasta molestas. Son portadores de atributos y de rasgos que me desmienten, y mis cualidades o pertenencias, los desmienten a ellos.
Si me situaran en tierra extraña, esa migración me obligaría a hacer interpretaciones constantes de lo que veo, pues casi todo me desconcertaría. Por el contrario, es probable que ese a quien observo viva confortablemente consigo mismo o con aquellos que llama sus iguales, ciego a lo que le es distante o le desmiente…, salvo que un persa apareciera en los salones de París y su propia extrañeza le incomodase.
La novela de Montesquieu, las ‘Cartas Persas’ adopta el género epistolar, tan característico del siglo XVIII, un expediente narrativo que al autor le permite contar cosas sirviéndose de ese ojo escrutador. Todo lo ordinario es evidente hasta que nos tomamos en serio su observación detallada.
Entonces empieza a ser raro, artificial. Montesquieu se vale de ese ojo escrutador del persa, pero –por ser una novela epistolar– se sirve también del destinatario de las cartas, alejado del lugar de los hechos: en este caso, distanciado también culturalmente de lo que el persa andarín aprecia, distingue y ve.
Si tienes que contar algo cuyo significado no te es evidente, si ese a quien relatas está fuera del escenario, entonces has de hacer un enorme esfuerzo para traducir lo que tu corresponsal no vislumbra.
Sobre esta base antropológica está concebido uno de los grandes éxitos cinematográficos de los últimos años: Borat (2006), de Sacha Baron Cohen, actor y director judío británico. Incluso aunque no la hayan visto, es probable que sepan de qué va.
Un periodista kazajo, Borat, es enviado a Estados Unidos con un productor y un cámara para filmar la vida norteamericana, para realizar un documental que ilustre a sus compatriotas sobre las ventajas y los progresos de los estadounidenses. Se supone que Kazajistán es un país muy atrasado y, por tanto, de la primera potencia mundial los corresponsales pueden extraer provechosas enseñanzas.
La idea es atinada y el humor que salta de las situaciones insólitas o de incomprensión suele ser desternillante. Borat, el personaje rústico y primitivo que interpreta Sacha Baron Cohen, es una invención, claro; pero los norteamericanos que aparecen en pantalla son gente que cree estar siendo grabada en un documental verdadero y, por tanto, sus contestaciones no tienen impostura.
Si el entrevistador, Borat, es machista, antisemita, xenófobo y… amante de los Estados Unidos es probable que saque lo peor de sus entrevistados: gente frecuentemente machista, antisemita y xenófoba. Hay, en efecto, secuencias delirantes. Como, por ejemplo, la de la armería.
¿Qué arma me recomendaría para matar a un judío?, pregunta Borat. Creo que una 9 milímetros bastaría, le responde el maestro armero. O como, por ejemplo, la secuencia de la reunión evangelista, con cánticos gospel y predicadores dementes que trastornan a los creyentes allí reunidos.
La cámara filma sin parar y Borat comenta una tras otra las circunstancias en las que se ve envuelto. He visto el film un par de veces. A pesar de que haya instantes en que me reí a mandíbula batiente, lo cierto es que la película me irrita en muchos de sus momentos: por su propio planteamiento maniqueo, bufo y exagerado, políticamente correcto.
Las únicas personas buenas y atendibles que aparecen en el film pertenecen a las minorías estadounidenses, retratadas con los tópicos de rigor: negros campechanos, judíos hospitalarios, gays jubilosos y una inmensa prostituta de color llena de inmejorables sentimientos. Los malos son, por supuesto, los wasp: blancos, anglosajones y protestantes, claro. Y los tontos y primitivos…, pues los tontos y primitivos son los kazajos. Es decir, para ridiculizar a los norteamericanos, el actor judío británico no se le ocurre mejor cosa que forzar el contraste con un pueblo realmente existente, al que pinta como energúmeno y salvaje.
El persa de Montesquieu no era objeto de mortificación: era el modo que el escritor francés tenía para acceder a lo insólito que se nos antoja obvio u ordinario. Por eso, en otras películas que ha de utilizarse la referencia a un país extraño no es infrecuente que se invente el nombre: Krakovia, en ‘La terminal’ (de Spielberg).
Ustedes se reirán si ven Borat, por segunda o por enésima vez desde luego. Pero lo que les pediría cuando estén carcajeándose es que reflexionen sobre el daño que hace el maniqueísmo. Si a Sacha Baron Cohen lo comparan con Michael Moore, este último nos parecerá un estilista refinado y sus películas, un ejemplo de moderación.
Lo siento, pero el estilo freak y tontamente procaz de Borat me recuerda a los peores momentos de Benny Hill. Ahora que de todo han pasado más diez años, sigo prefiriendo al persa de Montesquieu y con él me pregunto cómo se puede ser kazajo.