[2011]
¿Una novela dedicada a Reinhard Heydrich, el jefe de la Gestapo, Protector de Bohemia y Moravia? Comencé a leerla con verdadera pasión, lamentando no poder seguir cuando por ejemplo tenía que suspender la lectura por mil y una razones. Pero luego, por la noche, volvía a Praga, a Londres, y sobre todo volvía a sus personajes.
La novela es, sí, como un viaje al pasado. Pero un viaje continuamente interrumpido por las incursiones de un narrador metomentodo. Quien cuenta dice que cuenta, dice lo que cuenta y dice lo que no cuenta. Es una operación arriesgada. Alguien se propone escribir una novela histórica y tiene un propósito: afirmar sólo lo que pueda sostenerse documentalmente.
¡Pero si estamos en una ficción! El autor sabe que puede fantasear, añadir lo que no está ni jamás averiguará. Pues bien, en HHhH, el narrador –de quien sospechamos un parecido notable con el autor– se ciñe a las pruebas contrastadas, a los datos que ha podido reunir sobre Heydrich o sus enemigos, un par de paracaidistas que bajo el amparo de la Operación Antropoide llegan a Praga en 1942 con el propósito de atentar contra la vida del jerarca. Como un historiador, quien relata se impone todo tipo de restricciones.
Nos confiesa una y otra vez que sólo dirá lo que buenamente sepa. Al igual que un cronista se reducirá a la concatenación de hechos, evitando lo meramente probable y lo que ni siquiera pudo acontecer; evitando la recreación creíble de diálogos de los que no hay registro.
Rechaza lo verosímil y lo factible si no hay fuentes históricas que lo respalden y eso nos lo revela repetida y paradójicamente en una novela. Pero a la vez, como novelista, se ve obligado a conjeturar. ¿Entonces? La conjetura que se presente explícitamente no será la ficción sin límites: será la suposición fundamentada, la hipótesis más razonable, la circunstancia más factible.
Pero esas audacias narrativas no dejan de ser una irrealidad. Inmediatamente el narrador se morderá la lengua contradiciéndose: no debería haber incluido dicha escena, se corrige.
“Yo digo que inventar un personaje para comprender unos hechos históricos es como falsificar las pruebas”, dice por ejemplo en la página 274 refiriéndose a un colega suyo: a Jonathan Littell, autor de Las benévolas. Binet hace justamente lo contrario o, mejor, dice hacer lo contrario estableciendo un pacto de veracidad con el lector.
Aunque ese acuerdo dentro de una novela es siempre algo altamente dudoso, pues los enunciados pueden verificarse en el interior del mundo de ficción, pero la verdad como correspondencia no funciona fuera: a los destinatarios siempre nos faltarán pruebas de la certeza.
A la postre, en esta novela, el resultado es que el personaje principal acaba siendo el propio narrador. Lo que sabe y lo que no sabe, lo que siente, lo que hace con sus personajes, lo que se permite, lo que tiene vedado.
Al final, la operación novelesca triunfa. ¿No será acaso que ese yo que habla en primera persona acaba siendo el protagonista? ¿No será acaso el narrador aquel sobre quien se han vertido las mayores invenciones, quizá inexactitudes? Lo que Binet pierde por no aplicar su fantasía creadora lo gana en fidelidad erudita y en potencia narradora: afirmar que no puedes decir te obliga a confesar lo que quizá no deberías revelar.
Es entonces cuando los lectores salimos de la novela sabiendo más y preguntándonos quién es ese tipo que tanto expone y que tanto ha de callar.
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Club de Lectura sobre La séptima función del lenguaje, de Laurent Binet
Librería Gaia, Daniel Balaciart, 4
Lunes 9 de enero de 2017. De 20 a 21:15 horas