Nación.  La cerda y la lechigada

Hay una célebre novela, una de las grandes novelas del siglo pasado, que resume muy bien los reparos que cabría hacer a toda forma de nacionalismo, y que, no por casualidad, se titula A Portrait of the Artist as a Young Man (1916). 

En ella, James Joyce nos habla de un muchacho, de un personaje que irrumpe en la vida, que ha de hacer su vida y que, con gran esfuerzo, aspira a distanciarse de la infancia y del mundo que lo aprisiona. Me refiero, por supuesto, a su protagonista Stephen Dédalus. 

Como el personaje mitológico en el que, en parte, se inspiran su perfil y su destino (Dédalo), también Stephen debe aventurarse, debe huir del laberinto, debe remontar el vuelo con tino, con prudencia; debe, en fin, desprenderse del fardo o de la carga con que pretenden aherrojarlo. 

«No serviré por más tiempo», dice con orgullo luciferino, «a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como me sea posible, tan plenamente como me sea posible».

Seguro que ustedes no lo habrán olvidado: hubo un tiempo en que la historia se empleaba para elevar la moral de la tropa idealmente, la nación en armas–; para dar forma, hondura y antigüedad al espíritu nacional. 

No piensen sólo en el tiempo de la afirmación franquista: era también el recurso de todas las nacionalizaciones que comenzaron en el siglo XIX, el tóxico que envenenó a las masas en vísperas del 14, la solución que se daba una Europa guerrera que exaltaba el narcisismo de las pequeñas diferencias. 

La propia Irlanda de Joyce, una vieja cerda que devora su propia lechigada –en palabras del autor–, exigía su cuota de sangre y de historia. Todas las naciones han demandado a sus súbditos la entrega sublime, el libramiento colectivo. 

Hoy, felizmente, son cada vez menos los que aún confían en las propiedades del opio comunitario; la mayoría no confía en ese veneno: ya no aceptamos convertir la historia en ese veneno sublime. Para algunos, esto es el síntoma de un desarme espiritual, el contagio de un individualismo rampante. Ojalá fuera así. 

Para mí tienen, por el contrario, una vertiente liberadora. Y la tienen para los individuos, a los que ya no se les exige que inmolen su vida breve en el altar de la nación y de la historia para reparar faltas colectivas, deudas pendientes, antiguas batallas perdidas. 

Miren, a mí me conmueve España, me conmueve Valencia, que es en donde yo nací: pero a mí sólo me ata a una comunidad el acatamiento que en ésta se profese a la ley, a los derechos humanos y el respeto a la diferencia de cada cual. 

Hay que edificar y hemos edificado un entorno aceptable, hospitalario: la democracia liberal. Lo demás es fraguar comunidades guerreras o seudoguerreras que fundan su imaginario en pasadas contiendas o en dudosas glorias. O en un futuro de quimeras colectivas y coléricas.

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