Una historia moral
mNos gustan las series televisivas, nos atrapa la intriga troceada, a cachos. Para reflexionar sobre ellas, sobre la conducta humana, y para gozarlas con mayor disfrute, les propongo un libro.
‘Difficult Men’, de Brett Martin. La traducción podría haber sido ‘Hombres con dificultades’. O ‘Varones complejos’ (o por qué no: ‘Varones acomplejados’).
Por razones comerciales, advierte el editor, «se decidió no traducir [Difficult Men] literalmente». La verdad es que el responsable peca de poco original, pues el título español incurre en lo obvio, en lo fácil: ‘Hombres fuera de serie’.
Brett Martin dedica esta obra a las series de los últimos años: desde ‘Los Soprano’ hasta ‘Breaking Bad’, entre otras. Los protagonistas de dichas historias son tipos ordinarios.
En un doble sentido: son hombres corrientes, sin grandes refinamientos. Y son comunes: como tantos y tantos varones contemporáneos, sin mayores sofisticaciones.
Con la diferencia, eso sí, de que son ricachones sobrevenidos, nuevos ricos que se han lucrado con delitos o engaños.
Generalmente son maridos que tratan mal a sus respectivas mujeres: o porque las descuidan tapándoles la boca con dinero y porque les desdeñan, una mezcla de protección y abandono; o porque les infligen violencias psíquicas de todo orden.
Pero ellas, las abnegadas esposas, no carecen de culpa. Se resignan y sacan provecho de los trabajos de sus maridos, de esos engaños y delitos que cometen.
Se hacen las tontas o las olvidadizas o las suecas. El caso es que saben positivamente a qué se dedican sus respectivos esposos.
Y sus maridos suelen ganar mucho dinero en actividades presunta o aparentemente legales. De hecho se lucran gracias a la extorsión, a la publicidad engañosa o a la fabricación y tráfico de drogas.
Son hombres domésticos, varones normales, individuos que tienen tapaderas que les permiten llevar vidas corrientes o aceptablemente corrientes.
Pero, nosotros, los espectadores sabemos que no son así, sabemos que sus comportamientos son característicos de adúlteros compulsivos, de mujeriegos contumaces o de hombres pusilánimes que pasan a convertirse en monstruos.
Para ellos, la familia es lo más importante, sus hijos y la educación de sus hijos: mientras tanto o se la pegan a sus mujeres con las primeras prostitutas de lujo que se dejan; o se entregan con furia y cinismo al delito para mantener a sus esposas.
Me refiero a Tony Soprano, a Don Draper y a Walter White (alias Heisenberg). Son muy distintos entre sí, sus tareas son diferentes: gestor de desechos, creativo publicitario y profesor de química.
Pero hay en ellos algo que los hermana: un acto, un momento, un pronto y un trance que los ha convertido en monstruos. ¿Cuándo ocurre eso? ¿Por qué?
Cada vez que repaso alguno de sus capítulos me pregunto por la instrucción, por la formación, por la educación, por el cinismo y por la fuerza bruta.
Me pregunto por nuestro primitivismo. Nosotros, los contemporáneos, educados en la contención, no hemos conseguido sacudirnos la brutalidad instintiva, la rapacidad original.
Hay que ser muy conscientes para no comportarnos como bestias, como machistas redomados; hay que ser muy reflexivos para no sacudir a quien nos contraría.
La sociedad se dota de instrumentos de represión, pero no pocos tipos se saltan la ley y hacen de las suyas. Aún nos quedan por completar siglos y siglos de civilización. Mientras tanto, las ficciones —las mejores ficciones televisivas, las más retorcidas o explícitas— nos ayudan a identificar a los bárbaros, a los mafiosos.
A nuestros congéneres.